I RELAJAR
La flexibilidad en la gestión pública es necesaria para
lograr eficacia, eficiencia y ser permeable a la innovación y al aprendizaje.
La Administración pública en cuanto prestadora de servicios tendría que operar
como si fuera una empresa, una buena empresa. No hay que conformarse en
trabajar con limitaciones organizativas, con una mirada excesivamente reflexiva
hacia los procedimientos formales, con sistemas de control ex ante, de proceso
y ex post que sean castradores, con normativas que limitan el campo de juego
hasta dejarlo casi inerte.
Todos los que hemos dirigido y gestionado
organizaciones públicas nos sentimos impotentes y nos asemejamos a luchadores
que tienen las manos atadas a la espalda. Ante una buena idea política (el qué)
como de gestión (el cómo) es recurrente el comentario «esto no lo podemos hacer
ya que somos una institución pública, si fuéramos una empresa otro gallo
cantaría». Esto es sencillamente inadmisible ya que jamás una buena política y
una buena forma de gestionarla debería ser descartada por el mero hecho de ser
una institución pública. Los ciudadanos exigen buen gobierno y esto significa
elevada calidad política y de gestión. Hay que dotarse de los instrumentos
necesarios para dar respuesta a esta demanda ya que la legitimidad del sistema
público está en juego. Es más: está en juego la relevancia e incluso
supervivencia de la propia Administración pública. No es baladí comentar que
las limitaciones propias del modelo burocrático y de su contexto normativo son
un aliciente para que la mala política (los políticos mediocres) y la mala
gestión (los funcionarios ociosos) escondan sus miserias y su holgazanería en
supuestas limitaciones del sistema público que realmente son inexistentes o
simplemente hay una falta clamorosa de imaginación y energía. No es lógico que
los buenos políticos y los buenos empleados públicos dediquen buena parte
de su tiempo a ser creativos para extorsionar las normas, jugando con su
coeficiente de elasticidad y lograr cumplir la letra de las leyes pero contraviniendo
su espíritu. Trabajar en la Administración pública suele implicar
especializarse en hacer trampas en el juego de cartas del solitario. Nosotros
mismos establecemos unas reglas del juego para luego intentar sortearlas. No es
lícito ni ético que supuestos buenos gestores públicos se dediquen a violar las
leyes con el argumento que de esta manera son más eficaces y más eficientes.
Cuando se opera de forma alegal o paralegal queda abierta la inquietante puerta
por la que puede entrar la arbitrariedad, el nepotismo, el clientelismo y la
corrupción. Pero, además, el modelo burocrático como sistema estandarizado y
mecánico mata el principal valor asociado a una sociedad tecnológica y del
aprendizaje, como es la capacidad de innovación de los profesionales
(sean éstos políticos o funcionarios). La metáfora podría ser la siguiente: la
ciudadanía en su modernidad nos exige una cocina creativa del tipo restaurantes
como Arzac o el Celler de Can Roca pero obligamos a los
afamados y creativos cocineros a que trabajen con los protocolos propios de
un McDonals. Totalmente imposible e insensato.
Controles
También carece de sentido
que las administraciones públicas para escapar de sus propias reglas
institucionales de control generen mecanismos organizativos para relajar su propio
modelo. El ejemplo es la enorme proliferación de la administración
instrumental. Los ministerios y otros organismos de la administración nuclear
están sometidos a reglas de funcionamiento tan estrictas que deben crearse
otros organismos para que puedan operar con más flexibilidad: agencias
ejecutivas, organismos autónomos, consorcios o empresas públicas. En sentido
estricto creamos más Administración pública (generando duplicidades y más
complejidad) para escapar de las reglas de la propia Administración. El modelo
final es de un barroquismo institucional extremo, generando enormes costes
organizativos injustificados, y de una complejidad en la que muchas veces se
pierde el control de estos “agentes” de flexibilidad. Además, en muchas
ocasiones es una impostura ya que no es raro que ante la dificultad de
contratar formalmente a nuevos empleados en un ministerio se encargue a una
agencia o un consorcio dependiente que contrate a los nuevos empleados que van
a trabajar en el propio ministerio con el agravante que no se respetan los
principios meritocráticos. Realizar trampas en el solitario es grave pero,
además, genera unos costes organizativos e económicos muy onerosos. ¿No sería
más sensato relajar las normas del solitario para asegurar que la mayoría de
las veces el juego culmine satisfactoriamente para los jugadores? Se trataría
de realizar una propuesta seria y bien argumentada, que es compleja pero
técnicamente viable, que relajara lo que es posible flexibilizar y mantuviera
una
II VIGILAR
Pero las administraciones públicas poseen unos ámbitos que
permiten aportar y asegurar la seguridad jurídica e institucional a la sociedad
es el ingrediente básico para lograr el desarrollo económico que facilita el
desarrollo humano y el bienestar ciudadano. Recordemos: los países fracasan o
no en función de la calidad de sus instituciones (Acemoglu, Robinson,
2015). Tomemos el ejemplo de un Ayuntamiento: a todos nos llama la
atención el abanico, profundidad y calidad de los servicios que presta
(sociales, educativos, culturales, limpieza, etc.) pero solemos olvidar sus
amplias competencias en materia de disciplina del espacio público (en el
sentido físico o de urbanismo, económico y social). De la eficacia de la
disciplina que pueda aportar un ayuntamiento depende la calidad de vida de sus
ciudadanos y depende también las oportunidades para crear negocios y con ello
generar riqueza. Del seguimiento del cumplimiento de las ordenanzas municipales
y de las normativas superiores y de su régimen sancionador depende el bienestar
ciudadano y la igualdad de oportunidades. Estas competencias municipales son
muy delicadas y hay que abordarlas con todas las garantías jurídicas y con un
seguimiento (inspección y control), con unos procedimientos (incoación de
expedientes) y con un sistema sancionador muy ordenado y sistemático. Esta
parte de la Administración pública no puede operar con la flexibilidad propia
de una empresa sino con una organización y unos procedimientos absolutamente
estandarizados. En el ámbito de competencias como la disciplina, el régimen
sancionador y algunas otras la Administración pública debe operar como un
McDonalds que garantiza el mismo trato y el mismo tipo de servicio y nivel de
calidad para todos los ciudadanos, para todas las empresas y organizaciones
sociales.
Estos ámbitos deben poseer un modelo burocrático en el sentido
técnico del término. Precisamente uno de los problemas que presentan
actualmente muchos ayuntamientos es que han invertido más en la prestación de
servicios que en sus ámbitos de disciplina y sanciones. Y otro problema es que
han optado por modelos gerenciales de carácter empresarial y han tendido a
flexibilizar también la gestión de la disciplina del espacio público. En este
ámbito es imposible optar por la “cocina creativa”. Ambos problemas se asocian
y generan pautas de gestión erráticas, asistemáticas, discrecionales que
corrompen organizativamente al propio ayuntamiento y estimulan la corrupción
social. Un ayuntamiento que ejerce un control policial caótico genera
desconcierto social. Son ciudades donde los ciudadanos aparcan su automóvil
donde les viene en gana y se estimula los actos incívicos de los ciudadanos. La
calidad de vida de la población se resiente. Son ciudades donde las empresas
que cumplen con la normativa suelen fracasar ya que compiten de manera
desfavorable con una economía informal que no cumple con la normativa fiscal,
sanitaria o medio ambiental. Son, en definitiva, ciudades donde impera la ley
de la selva, donde la Administración pública abandona su rol de regulación del
sistema y son ciudades que caen en la decadencia económica y social que las
empobrece en todos los sentidos.
El paradigma burocrático, con su visión mecanicista y
castradora sigue siendo útil para controlar a un Leviatán (el Estado en sus
distintas facetas como puede ser un Ayuntamiento) que posee un poder enorme.
Pero no se trata tanto de controlar al Leviatán como institución sino a sus
componentes subjetivos (políticos y empleados públicos) que son los que pueden
actuar bajo pulsiones subjetivas y personales que abren un abanico de
discrecionalidad que una Administración pública no puede soportar. El problema
no suele ser tanto el automóvil sino como lo conduce el conductor. Aunque no
hay que perder de vista que si bien es cierto que todos los automóviles suelen
tener elevados estándares de calidad este factor también tiene que ser objeto
de regulación y control para evitar casos en que en éstos fallen sus elementos
de seguridad o que contaminen tan poco como establece la normativa. Al fin y al
cabo, los coches también los diseñan y fabrican unas personas que también
poseen sus propias pulsiones subjetivas y personales. Weber intentó combatir la
discrecionalidad que de las organizaciones premodernas y clientelares y esta
lucha sigue y seguirá totalmente presente en el paisaje de nuestras
administraciones públicas. Siempre que se produce una actuación heterodoxa en
una organización (sea ésta pública o privada) no suele estar en las reglas del
juego sino en la vulneración de las mismas por parte de la ambición patológica
de una persona o de un colectivo.
Cuando sucede algo indeseable en una
organización hay que buscar siempre a la persona o personas culpables y a sus
motivaciones para comprender su errático y dañino comportamiento. Este modelo
funcionaría mediante pautas mecánicas impulsadas por instancias administrativas
que operarían de manera burocrática, pero con unos mecanismos que, gracias a
las tecnologías de la información, trabajarían de forma más segura y no tan
castradora, y no atentaría contra la eficacia y la eficiencia de los procesos y
de los resultados.
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