“Nadie es tan aficionado a contar escándalos y a hablar de
chanchullos de los otros como aquellos que tienen fama de haber
chanchulleado” (Juan Valera)
“Una sociedad que es un hormigueo de intrigantes, una
agencia de destinos, un centro de corrupción e infames compadrazgos, una
hermandad de pedigüeños” (Galdós)
«No debe concebirse el Estado como una gran matrona dotada
de dos ubérrimas mamelas» (Alejandro Sawa)
Por Rafael Jiménez Asensio: En lo que afecta a la corrupción política, la realidad
supera con creces la ficción. La novela, bien es cierto, ha hecho no pocas
veces de notaria de esa lacra vergonzante que nos invade; pero, teniendo en cuenta
que tales prácticas llevan con nosotros, cuando menos, dos siglos, los ejemplos
de construcciones de ficción de esa vergonzante realidad que nos circunda
siguen siendo más bien anecdóticos, al menos recientemente.
Si exceptuamos las
novelas de Rafael Chirbes, Crematorio y En la orilla, o la más
reciente de Alicia Giménez-Ballart, La Presidenta, así como algunas otras
menores cuyo hilo conductor es retratar corrupciones ya existentes, la ficción
en España, a pesar de su persistencia en el tiempo, ha prestado una atención
relativa a ese fenómeno. Y no es extraño: tiene difícil mejorar lo
existente; el esperpento junto con la ambición desmedida, se abrazan
inmisericordemente en lo real. Más reflejo tuvo en la literatura
latinoamericana, entre las que destacan varias obras de primeros espadas de las
letras. Sin embargo, en España, la ficción novelística se ve desbordada por una
cadena interminable de casos de corrupción, que, como decía, cualquier
imaginación desbordante que se precie se ve aparcada por la cutrez a veces, o
la sofisticación aparente o, incluso, la maldad inherente en aquellas
innumerables situaciones que expresan el fraude, la corrupción y los conflictos
de intereses en este país llamado España, cuna universal del mundo occidental
en la práctica del favor desde el poder, el nepotismo y el abuso de quienes nos
gobiernan, así como en dar turrones a los amigos.
La literatura decimonónica también prestó una atención
marginal a este fenómeno, salvo por lo que afectaba a la corrupción electoral,
muy presente en muchas obras literarias del momento. Juan Valera, si bien no
trató ese fenómeno en sus obras novelísticas, sí lo hizo tangencialmente en
sus Ensayos (concretamente en su magnífica pieza titulada De la
perversión moral de la España de nuestros días), y particularmente en su
inigualable y extensa Correspondencia, donde deja testimonio varios casos
de corrupción en España y, sobre todo, en Cuba, cuando estuvo de Embajador en
Washington. Pero ya Galdós, en algunos de sus Episodios Nacionales y
en otras de sus novelas (por ejemplo, El amigo Manso, La de Bringas, Miau u
otras muchas más)sí que puso el dedo en la llaga de la corrupción entonces
existente, tanto en el sistema isabelino como en la Restauración. Pardo Bazán,
retroalimentada por el realismo galdosiano, también hizo aportaciones puntuales
en clave de crítica social frente al caciquismo y la corrupción, si bien en el
ámbito provincial. Así escribió: “El presupuesto, sobre todo en su sección
de obras públicas, está ahí para que de su dorada pasta se corten trozos
repartibles”. Aquí latía la expresión galdosiana (La desheredada), de que el
Presupuesto nacional es «la expresión contable del Restaurante nacional».
También en la idea que doña Emilia inteligentemente expuso en el debate
sobre el Informe de Oligarquía y Caciquismo en España, de Joaquín Costa,
en El Ateneo (1901), cuando hablaba de la Administración Pública como ese “rincón
oscuro» en el que todo se teje en la sombra entre los interesados y sus
espurios manejos (igual que hoy, a pesar de la transparencia).Pío Baroja,
asimismo, incidió puntualmente en el mismo tema en alguna de sus entregas
de Memorias de un hombre de acción o en alguna de sus novelas (Cesar
o nada, por ejemplo). Tras el Desastre del 98 se multiplicaron las censuras,
agrias o incluso desgarradas, hacia ese fenómeno de la corrupción, que
encontraba amparo en las generalizadas prácticas caciquiles y oligárquicas de
ese régimen restaurador en estado de absoluta decadencia. Valle-Inclán, Pérez
de Ayala, Ciges Aparicio, y otros muchos se ocuparon de denunciar esa lacra.
Mas hubo una voz que, si bien atemperada por el silencio de una disidencia
nunca aceptada, se alzó sobre el resto.
Y, efectivamente, este escritor demonizado y sometido a la
dura ley del silencio por su modernismo rupturista y su anarquismo irredento,
fue quien puso los puntos sobre las íes, denunciando que la corrupción
imperante en España tenía causas muy profundas, que hundían sus raíces en la
historia. Ese autor maldito, que no lo empezó siendo, fue Alejandro Sawa; un
escritor hoy en día olvidado, aunque los trabajos de Allen Phillips, Iris
Zavala, Amelina Correa, José Esteban y otros, lo hayan poco a poco reconocido
en su valor. Murió ciego, alcoholizado y pobre de solemnidad, echado en el
rincón del olvido por el sistema oligárquico imperante, mas ensalzado, como Max
Estrada, por su amigo Valle-Inclán en su magistral obra Luces de bohemia.
La vivacidad expresiva de Alejandro Sawa ahorra cualquier
comentario, dejando claro, por ejemplo, que quienes se corrompían no tenían
otra denominación que puros bellacos y truhanes; el problema es que en España
eran legión:
“He aumentado mi galería de bellacos, tan prieta, que tendré
que prensarlos para poderlos contener en un circo, grande como una plaza de
toros, con un nombre más, el de Fulano Cualquier Cosa, gran señor de la
truhanería andante”.
Ese “Fulano” hoy tiene nombres y apellidos conocidos
(póngaselos el lector). Efectivamente, tal número de depredadores de lo público
no cabían (ni caben) en un circo ni siquiera en una plaza de toros, tampoco
entonces en una España donde el Estado era aún mucho más enclenque que el
actual. Imaginemos cómo se han multiplicado las tropelías en este “Estado
Social”, en el que los presupuestos generales del Estado se han multiplicado
por miles y, por tanto, el “comedero galdosiano” o la España de los turrones de
Valera se han multiplicado como los panes y los peces. Habría que habilitar,
por tanto, varios estadios de fútbol para “prensarlos”, pues han crecido
proporcionalmente los truhanes y bellacos, sin duda.
En otro artículo, donde Sawa denuncia la corrupción de todos
los sectores públicos en la tardía España de la Restauración, su dura crítica
alcanza verdadera dimensión escatológica. El dominio del lenguaje y su impacto
gráfico por parte del escritor sevillano-malacitano era envidiable:
“Vivimos -decía- en pleno albañal, respirando emanaciones de
letrina, formando parte de una cloaca. Harto lo barruntaban cuantos conservan
íntegros la decencia y el olfato. Madrid es una ciénaga y el hombre que llega a
adquirir aquí carta de naturaleza, un apestado … Se masca en el aire la
corrupción de todas las cosas nobles o útiles de la vida, ideales, anhelos,
esperanzas y gobierno, magistratura, milicia, clero, todo está, cuando no
podrido, tocado de ese punto de descomposición que señala como el contacto con
una formidable maldición histórica”.
No es una exageración -aunque lo parezca- trasladar esa
imagen desgarradora y maloliente a nuestra España actual, o al Madrid en el que
pastan los políticos y cargos públicos de ese monstruo presupuestario que se
llama Administración del Estado y su putrefacto sector público empresarial, o
ese apéndice aventajado que es el gobierno regional y algunos otros gobiernos
autonómicos y locales, campeones en la corrupción o en tapar las vergüenzas,
pues la corrupción no es solo cutre o de obra públicas, sino que puede adquirir
faces variopintas y afectar también a la gestión irresponsable y a los
nombramientos arbitrarios. Pues la corrupción no solo es negra, sino que
también puede adquirir tonalidades muy distintas, que no la exculpan.
Otro escritor decimonónico, periodista y catedrático,
Leopoldo Alas, Clarín, se empeñó en una cruzada personal, totalmente legítima,
cuando le birlaron su cátedra universitaria, estando como estaba el primero de
la terna. El ministro del ramo, quien debía efectuar el nombramiento, prefirió
arbitrariamente la segunda opción, pues Alas, republicano toda su vida, se
había significado como un periodista belicoso y crítico con el gobierno
Cánovas, y especialmente con su presidente. Así, Clarín escribió:
“La tisis electoral no es más que un síntoma de la
corrupción general que gangrena la vida pública. Del mismo modo que se compran
los sufragios, se compran puestos de registradores de la propiedad, de
profesores, incluso se compran cátedras, títulos, cualquier cosa. El cacique es
el primer ordenador de la corrupción provincial”.
De ese pésimo estado de cosas, el escritor “asturiano”
concluía denunciando (y sangrando por la herida) esa corrupción silente y
aparentemente de perfil bajo: “Cuando los profesores deben su cátedra al favor,
no debe sorprender que luego apliquen procedimientos análogos en los exámenes (léase,
hoy en día, “oposiciones” o en nombramientos arbitrarios de funcionarios,
empleados o cargos públicos). Y Clarín concluía: “La cadena de la corrupción es
infinita”.
Pero quien puso el dedo en la llaga de un problema secular y
que nubla o ciega las mentalidades y el juicio de quienes nos gobiernan, así
como de los beneficiados por ese banquete de imposturas y delitos tapados, fue
Rafael Cansinos Asséns, en su memorable y recomendable novela
(autobiográfica) Bohemia, quien centró magistralmente el problema de
la corrupción en este país, al exponer, en boca de unos de sus personajes, que
tal fenómeno no era otra cosa que una respuesta lógica a una moral colectiva
que nadie cree, nada más y nada menos:
“Déjense ustedes de tonterías, queridos amigos la República
se vino abajo precisamente por culpa de esos tíos austeros … ¿A quién se le
ocurre quererse atraer al pueblo con esa moral catoniana? Más valía que
hubiesen sido unos sinvergüenzas, pero que hubiesen sabido defender la
República. A mí me gustan los tíos como Lerroux, que es un ‘bragao’ y no aspira
a la historia como un modelo de virtudes. Por lo demás, aquí no hay
reaccionarios ni progresistas; en el fondo, todos son lo mismo”.
Nada de moral catoniana: “¡Enriquecéos! –como expuso
Guizot-: “Gocemos y luego nos civilizaremos”. Que para esto último siempre hay
tiempo. La política cínica y mentirosa que nos invade, no entiende nada de
moralidad ni de ética pública o integridad, les resultan nociones extrañas,
como al personaje de Cansinos. Esa moral católica, que aún permanece
entre nosotros, está detrás, como expuso Aranguren, de esta vieja idea de
Bergengrün, quien escribió: “La gran contradicción del mundo: las manos
limpias no son fuertes; las fuertes no pueden permanecer limpias”. En este
país, nos lo hemos tomado al pie de la letra.