Por Hay Derecho blog. Editorial. El último escándalo de corrupción -por ahora- que ha saltado en torno a los dos ya ex secretarios generales de organización del PSOE, José Luis Ábalos y Santos Cerdán tiene que ver, como siempre, con la contratación pública. Y decimos como siempre porque hablamos de la misma corrupción que ya escandalizó en los años 90 (recordemos el caso Roldán) con protagonistas que incluso se parecen mucho a los de entonces. También la famosa trama Gürtel estaba ligada a contratos públicos. Esta última, por cierto, le costó el gobierno a Mariano Rajoy después de la famosa moción de censura defendida por nada menos que José Luis Ábalos en nombre de la regeneración democrática y de la lucha contra la corrupción. Hoy sabemos que los amaños de contratos públicos siguieron, ahora llevados por dos de las personas más cercanas al Presidente.
Lo más llamativo, no obstante, es que desde principios
de los 90 se han aprobado numerosas normas para intentar
prevenir o/y reprimir este tipo de corrupción. Como en la
Fundación estamos instalando nuestra propia IA, le hemos preguntado por el
número de normas de este tipo con las que contamos, que así, a ojo, deben de
superar ampliamente el centenar, sin contar con el «soft law», códigos éticos,
sistemas de integridad, etc. La IA, un tanto sobrepasada, nos contesta
que no existe un número exacto o una cifra oficial que
aglutine todas las normas anticorrupción en España. Sería demasiado fácil. Nos
aclara que tenemos un entramado disperso de normas -penales, administrativas,
estatales, autonómicas, internacionales- que no se pueden consultar en un único
«registro anticorrupción». Damos por buena esta respuesta, sobre todo para
dejar claro que lo que no nos faltan, precisamente, son normas. Así que, cuando digan que van a aprobar una nueva para que esto no
vuelva a pasar, no se dejen engañar.
Así las cosas, no es de extrañar que la corrupción en
la contratación pública está muy extendida en todos los ámbitos, pero interesa mencionar en particular el de la obra pública,
considerado como un sector de riesgo por todos los expertos en el tema y, en
particular, por la propia Unión Europea. Y, también, hay que
hablar de las empresas públicas, como ADIF, que tienen enormes volúmenes de
contratación de infraestructuras y que suelen tener directivos «políticos» al
frente, como denunciamos en nuestro Dedómetro estatal. Claro está que tampoco las
Administraciones territoriales (la estatal y las autonómicas, supuestamente con
mayores controles, y la Administración local, prácticamente sin ellos) están,
ni mucho menos, libres de corrupción. No es casualidad por tanto que José Luis
Ábalos fuese, precisamente, Ministro de fomento y que nombrase a personas de su
confianza para dirigir empresas públicas con un volumen muy importante de
contratación de obra pública, como ADIF. O que tuviese particular interés en
nombrar al Director General de Carreteras, por poner otro ejemplo, o por situar
a personas de su cuerda en entidades públicas como INECO (donde también acabó
alguna señorita).
Y es que, desgraciadamente, para amañar un contrato público se necesita la colaboración por
activa o por pasiva de varias personas. En primer lugar, la
instrucción del alto cargo que está interesado en favorecer a una determinada
empresa sobre sus competidoras, pero también la de bastante más gente: la de
los integrantes de las mesas de contratación en los procedimientos con concurrencia
competitiva (los procedimientos abiertos que son los habituales cuando se trata
de presupuestos importantes) de los que realizan los informes técnicos y de los
encargados de supervisar las contrataciones. Por eso no es posible hablar de
unas pocas manzanas podridas, ni se puede decir que la corrupción se queda en
el partido o en algunos de sus miembros, pero que no contamina a la
Administración pública y al Gobierno. Es exactamente a la inversa, el amaño de la contratación de esas Administraciones y entidades
públicas es precisamente el objetivo. Las empresas quieren ganar
contratos, y a cambio se les pide dinero, favores o las dos cosas. Puede ser
para uno mismo o para el partido; en todo caso se suele empezar pidiendo para
el partido pero inevitablemente se acaba uno quedando con una parte relevante
de la mordida.
Ya explicamos en su momento que amañar un contrato público no es tan difícil. Las
fórmulas son variadas; se pueden lanzar los pliegos (las normas que rigen el
concurso público, para entendernos) a la medida de un licitador previamente
seleccionado, publicarlos con nocturnidad y alevosía (sospechemos de las
publicaciones en agosto o en Navidades) y se pueden conceder plazos perentorios
para presentar ofertas muy complejas. Si, además, el licitador favorito ya
tiene la información, miel sobre hojuelas. Pero incluso eso puede fallar,
porque se presenten licitadores avispados, que no están de vacaciones, muy
trabajadores o simplemente mejores. En este caso, se puede acudir a las
valoraciones técnicas (las que se realizan en base a criterios subjetivos de
valor) para otorgar una puntuación imbatible al elegido, incluso si después su
oferta económica no es la mejor. Hace muchos años, con la normativa anterior,
ya explicábamos un poco el funcionamiento del sistema.
Recordemos que, normalmente, en las contrataciones
públicas se otorga un determinado peso a los criterios evaluables mediante
juicios de valor (se refieren a aquellos aspectos de una oferta que requieren
una valoración cualitativa de expertos o de la mesa de contratación) y otro a
la oferta económica. El peso relativo puede oscilar, 60/40, 50/50, 60/40… Lo
relevante es, así como las ofertas económicas se tienen que abrir públicamente
y, por tanto, es más complicado el amaño (no se sabe qué oferta van a presentar
otros licitadores salvo que estén todos conchabados entre sí, lo que por cierto
también ha ocurrido históricamente en la contratación pública) lo que sí se puede hacer es «dopar» las puntuaciones técnicas del
favorito, de manera que, aunque su oferta económica sea la más cara, resulte
ganadora. Esto está a la orden del día, como sabe cualquiera
que esté familiarizado con el funcionamiento de la contratación pública. Las
empresas, por supuesto, lo saben perfectamente.
Es más, si incluso a pesar de todo esto no fuera
posible adjudicar la oferta al candidato elegido (porque se equivoca, no
presenta la documentación en plazo, etc.) todavía queda la varita mágica del desistimiento del contrato y de una nueva
convocatoria en donde ya no se cometan errores. O se le dice al
ganador que se olvide si quiere volver a contratar con la entidad en cuestión.
Las vías para adjudicar un contrato al licitador favorito (haya pagado o no)
son innumerables y resultarían demasiado prolijo exponerlas todas. Pero pueden
quedarse con la idea de que las empresas suelen hacer una pregunta que no
sabemos si es habitual en otros países: ¿aquí como se gana un concurso?
De la contestación dependerá el comportamiento de la empresa. Desafortunadamente,
no siempre la respuesta es la que debería ser: presentando la mejor oferta.
¿Esto quiere decir que todo el mundo cobra? Ni
muchísimo menos. Suele ser el directivo o alto cargo. En España no hace falta
comprar técnicos -salvo excepciones- lo que suele bastar es con dar las
instrucciones pertinentes. El sistema de libre designación
y libre cese, la arbitrariedad en la distribución de funciones y
productividades, las mil y una maneras de hacer imposible la vida a un
funcionario o empleado público díscolo bastarán para disuadirle. No
todo el mundo quiere perder tiempo y dinero acudiendo a los tribunales de Justicia que,
en el mejor de los casos, tardarán años en darle la razón.
En cuanto a las empresas, hay que recordar que son las entidades públicas las que le fijan las reglas. Algunas
renunciarán a jugar con los dados marcados pero otras muchas, no. Pero no es
razonable decir que sean ellas las corruptoras en todo caso; la prueba es que,
la inmensa mayoría, podrían ganar concursos limpiamente. No, obviamente, las
que se han creado «ad hoc» para llevarse
el concurso con la connivencia del político o alto cargo de turno (como al
parecer era la de Cerdán). De esas hay unas cuantas, aparecen de la
noche a la mañana en el Registro Mercantil y pasan de 0 a decenas de millones
de euros de facturación en un tiempo récord. En este sentido, son muy
recomendables los análisis de Jaime Gómez-Obregón (que se pueden consultar en X)
respecto a las licitaciones públicas en Cantabria y las empresas montadas
directa o indirectamente por políticos.
Pero el que esas grandes empresas no sean las
corruptoras no significa que no tengan una importante responsabilidad a la hora
de tolerar este estado de cosas. Cuando los controles internos fallan una y
otra vez y los escándalos de corrupción son los mismos ahora que hace treinta
años, cabría exigir a los dirigentes de esas empresas la misma
responsabilidad que exigimos a los de los partidos políticos: «in eligendo» e
«in vigilando». Pensemos que tanto la responsabilidad política
como empresarial es predominantemente objetiva, dependiendo mucho más del
resultado que de la culpabilidad directa o de las buenas intenciones de la
cúpula, a diferencia de lo que ocurre con la responsabilidad jurídica. Si para
exigirla buscamos solo complicidades personales, siempre nos encontraremos con
el fusible de turno dispuesto a ser sacrificado para no quemar a toda la
organización y el ciclo perverso no se detendrá. O se les hace pagar un
alto coste reputacional y social o la teoría del fusible seguirá con nosotros
por muchos años.
En todo caso, la pobre Ley de contratos del sector
público también prevé prohibiciones de contratar para empresas (personas
físicas o jurídicas) que incurran en las prácticas que se enumeran en el art.
71 LCSP, que son muchísimas, y que desde luego incluyen «mordidas» a cambio de
contratos. El problema es que la mayoría exigen sentencia
firme o, al menos, resolución administrativa firme, y esto no es fácil de
conseguir. Y en ocasiones, hasta una resolución adicional que
lo diga. Por eso, lo que se pide en las contratación pública es sencillamente
una declaración responsable de que está todo bien. Y poco más.
La extensión territorial hasta ahora conocida de la
trama de Ábalos, Cerdán y Koldo pone de relieve esta realidad. Por decirlo
claramente, en España la corrupción ligada a la contratación pública es
sistémica, aunque existan entidades públicas donde se puede
licitar de forma limpia.
Para terminar, es necesario que la sociedad
reaccione ante tanta corrupción pública, que supone no solo malgastar el dinero
público (que es el nuestro) sino también falsear la competencia, pues
no se contrata a la empresa que lo hará mejor y más barato, con grave perjuicio
para los contribuyentes. Ojalá todo esto sirva para inaugurar una nueva etapa
donde, por fin, nos empecemos a tomar en serio esto de la corrupción. Y una
reflexión final: esto no va de acumular más normas, ni de planes de integridad,
ni de códigos de conducta ni de papelería varia. Esto va de profesionalizar de una vez nuestro sector público,
y de exigir responsabilidades incluidas las patrimoniales -la restitución de lo
recibido y la indemnización por los daños- a todos los colaboradores, por
acción u omisión.
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