martes, 24 de junio de 2025

HAY DERECHO: Una corrupción intolerable y sistémica

 Por Hay Derecho blog. Editorial. El último escándalo de corrupción -por ahora- que ha saltado en torno a los dos ya ex secretarios generales de organización del PSOE, José Luis Ábalos y Santos Cerdán tiene que ver, como siempre, con la contratación pública. Y decimos como siempre porque hablamos de la misma corrupción que ya escandalizó en los años 90 (recordemos el caso Roldán) con protagonistas que incluso se parecen mucho a los de entonces. También la famosa trama Gürtel estaba ligada a contratos públicos. Esta última, por cierto, le costó el gobierno a Mariano Rajoy después de la famosa moción de censura defendida por nada menos que José Luis Ábalos en nombre de la regeneración democrática y de la lucha contra la corrupción. Hoy sabemos que los amaños de contratos públicos siguieron, ahora llevados por dos de las personas más cercanas al Presidente.

Lo más llamativo, no obstante, es que desde principios de los 90 se han aprobado numerosas normas para intentar prevenir o/y reprimir este tipo de corrupción. Como en la Fundación estamos instalando nuestra propia IA, le hemos preguntado por el número de normas de este tipo con las que contamos, que así, a ojo, deben de superar ampliamente el centenar, sin contar con el «soft law», códigos éticos, sistemas de integridad, etc. La IA, un tanto sobrepasada, nos contesta que no existe un número exacto o una cifra oficial que aglutine todas las normas anticorrupción en España. Sería demasiado fácil. Nos aclara que tenemos un entramado disperso de normas -penales, administrativas, estatales, autonómicas, internacionales- que no se pueden consultar en un único «registro anticorrupción». Damos por buena esta respuesta, sobre todo para dejar claro que lo que no nos faltan, precisamente, son normas. Así que, cuando digan que van a aprobar una nueva para que esto no vuelva a pasar, no se dejen engañar.

Si tienen curiosidad, pueden consultar las entrevistas con muchos de ellos que están disponibles en nuestra web. Ahí les explicarán perfectamente cómo funciona «el sistema» y como hay que ser un héroe o una heroína para defender los intereses generales. El cáncer de nuestro sistema público es que ni funcionarios ni empleados públicos se sienten seguros para oponerse a las pretensiones claramente ilegales de sus jefes. Por no hablar de los que prefieren mirar para otro lado, o sencillamente obedecer las órdenes. También hay que señalar que no hay ninguna consecuencia de ningún tipo por obedecer órdenes ilegales y sí por no hacerlo. Es el mundo al revés.

Así las cosas, no es de extrañar que la corrupción en la contratación pública está muy extendida en todos los ámbitos, pero interesa mencionar en particular el de la obra pública, considerado como un sector de riesgo por todos los expertos en el tema y, en particular, por la propia Unión Europea. Y, también, hay que hablar de las empresas públicas, como ADIF, que tienen enormes volúmenes de contratación de infraestructuras y que suelen tener directivos «políticos» al frente, como denunciamos en nuestro Dedómetro estatal. Claro está que tampoco las Administraciones territoriales (la estatal y las autonómicas, supuestamente con mayores controles, y la Administración local, prácticamente sin ellos) están, ni mucho menos, libres de corrupción. No es casualidad por tanto que José Luis Ábalos fuese, precisamente, Ministro de fomento y que nombrase a personas de su confianza para dirigir empresas públicas con un volumen muy importante de contratación de obrablica, como ADIF. O que tuviese particular interés en nombrar al Director General de Carreteras, por poner otro ejemplo, o por situar a personas de su cuerda en entidades públicas como INECO (donde también acabó alguna señorita).

Y es que, desgraciadamente, para amañar un contrato público se necesita la colaboración por activa o por pasiva de varias personas. En primer lugar, la instrucción del alto cargo que está interesado en favorecer a una determinada empresa sobre sus competidoras, pero también la de bastante más gente: la de los integrantes de las mesas de contratación en los procedimientos con concurrencia competitiva (los procedimientos abiertos que son los habituales cuando se trata de presupuestos importantes) de los que realizan los informes técnicos y de los encargados de supervisar las contrataciones. Por eso no es posible hablar de unas pocas manzanas podridas, ni se puede decir que la corrupción se queda en el partido o en algunos de sus miembros, pero que no contamina a la Administración pública y al Gobierno. Es exactamente a la inversa, el amaño de la contratación de esas Administraciones y entidades públicas es precisamente el objetivo. Las empresas quieren ganar contratos, y a cambio se les pide dinero, favores o las dos cosas. Puede ser para uno mismo o para el partido; en todo caso se suele empezar pidiendo para el partido pero inevitablemente se acaba uno quedando con una parte relevante de la mordida.

Ya explicamos en su momento que amañar un contrato público no es tan difícil. Las fórmulas son variadas; se pueden lanzar los pliegos (las normas que rigen el concurso público, para entendernos) a la medida de un licitador previamente seleccionado, publicarlos con nocturnidad y alevosía (sospechemos de las publicaciones en agosto o en Navidades) y se pueden conceder plazos perentorios para presentar ofertas muy complejas. Si, además, el licitador favorito ya tiene la información, miel sobre hojuelas. Pero incluso eso puede fallar, porque se presenten licitadores avispados, que no están de vacaciones, muy trabajadores o simplemente mejores. En este caso, se puede acudir a las valoraciones técnicas (las que se realizan en base a criterios subjetivos de valor) para otorgar una puntuación imbatible al elegido, incluso si después su oferta económica no es la mejor. Hace muchos años, con la normativa anterior, ya explicábamos un poco el funcionamiento del sistema.

Recordemos que, normalmente, en las contrataciones públicas se otorga un determinado peso a los criterios evaluables mediante juicios de valor (se refieren a aquellos aspectos de una oferta que requieren una valoración cualitativa de expertos o de la mesa de contratación) y otro a la oferta económica. El peso relativo puede oscilar, 60/40, 50/50, 60/40… Lo relevante es, así como las ofertas económicas se tienen que abrir públicamente y, por tanto, es más complicado el amaño (no se sabe qué oferta van a presentar otros licitadores salvo que estén todos conchabados entre sí, lo que por cierto también ha ocurrido históricamente en la contratación pública) lo que sí se puede hacer es «dopar» las puntuaciones técnicas del favorito, de manera que, aunque su oferta económica sea la más cara, resulte ganadora. Esto está a la orden del día, como sabe cualquiera que esté familiarizado con el funcionamiento de la contratación pública. Las empresas, por supuesto, lo saben perfectamente.

Es más, si incluso a pesar de todo esto no fuera posible adjudicar la oferta al candidato elegido (porque se equivoca, no presenta la documentación en plazo, etc.) todavía queda la varita mágica del desistimiento del contrato y de una nueva convocatoria en donde ya no se cometan errores. O se le dice al ganador que se olvide si quiere volver a contratar con la entidad en cuestión. Las vías para adjudicar un contrato al licitador favorito (haya pagado o no) son innumerables y resultarían demasiado prolijo exponerlas todas. Pero pueden quedarse con la idea de que las empresas suelen hacer una pregunta que no sabemos si es habitual en otros países: ¿aquí como se gana un concurso? De la contestación dependerá el comportamiento de la empresa. Desafortunadamente, no siempre la respuesta es la que debería ser: presentando la mejor oferta.

¿Esto quiere decir que todo el mundo cobra? Ni muchísimo menos. Suele ser el directivo o alto cargo. En España no hace falta comprar técnicos -salvo excepciones- lo que suele bastar es con dar las instrucciones pertinentes. El sistema de libre designación y libre cese, la arbitrariedad en la distribución de funciones y productividades, las mil y una maneras de hacer imposible la vida a un funcionario o empleado público díscolo bastarán para disuadirle. No todo el mundo quiere perder tiempo y dinero acudiendo a los tribunales de Justicia que, en el mejor de los casos, tardarán años en darle la razón.

En cuanto a las empresas, hay que recordar que son las entidades públicas las que le fijan las reglas. Algunas renunciarán a jugar con los dados marcados pero otras muchas, no. Pero no es razonable decir que sean ellas las corruptoras en todo caso; la prueba es que, la inmensa mayoría, podrían ganar concursos limpiamente. No, obviamente, las que se han creado «ad hoc» para llevarse el concurso con la connivencia del político o alto cargo de turno (como al parecer era la de Cerdán). De esas hay unas cuantas, aparecen de la noche a la mañana en el Registro Mercantil y pasan de 0 a decenas de millones de euros de facturación en un tiempo récord. En este sentido, son muy recomendables los análisis de Jaime Gómez-Obregón (que se pueden consultar en X) respecto a las licitaciones públicas en Cantabria y las empresas montadas directa o indirectamente por políticos.

Pero el que esas grandes empresas no sean las corruptoras no significa que no tengan una importante responsabilidad a la hora de tolerar este estado de cosas. Cuando los controles internos fallan una y otra vez y los escándalos de corrupción son los mismos ahora que hace treinta años, cabría exigir a los dirigentes de esas empresas la misma responsabilidad que exigimos a los de los partidos políticos: «in eligendo» e «in vigilando». Pensemos que tanto la responsabilidad política como empresarial es predominantemente objetiva, dependiendo mucho más del resultado que de la culpabilidad directa o de las buenas intenciones de la cúpula, a diferencia de lo que ocurre con la responsabilidad jurídica. Si para exigirla buscamos solo complicidades personales, siempre nos encontraremos con el fusible de turno dispuesto a ser sacrificado para no quemar a toda la organización y el ciclo perverso no se detendrá. O se les hace pagar un alto coste reputacional y social o la teoría del fusible seguirá con nosotros por muchos años.

En todo caso, la pobre Ley de contratos del sector público también prevé prohibiciones de contratar para empresas (personas físicas o jurídicas) que incurran en las prácticas que se enumeran en el art. 71 LCSP, que son muchísimas, y que desde luego incluyen «mordidas» a cambio de contratos. El problema es que la mayoría exigen sentencia firme o, al menos, resolución administrativa firme, y esto no es fácil de conseguir. Y en ocasiones, hasta una resolución adicional que lo diga. Por eso, lo que se pide en las contratación pública es sencillamente una declaración responsable de que está todo bien. Y poco más.

La extensión territorial hasta ahora conocida de la trama de Ábalos, Cerdán y Koldo pone de relieve esta realidad. Por decirlo claramente, en España la corrupción ligada a la contratación pública es sistémica, aunque existan entidades públicas donde se puede licitar de forma limpia.

Para terminar, es necesario que la sociedad reaccione ante tanta corrupción pública, que supone no solo malgastar el dinero público (que es el nuestro) sino también falsear la competencia, pues no se contrata a la empresa que lo hará mejor y más barato, con grave perjuicio para los contribuyentes. Ojalá todo esto sirva para inaugurar una nueva etapa donde, por fin, nos empecemos a tomar en serio esto de la corrupción. Y una reflexión final: esto no va de acumular más normas, ni de planes de integridad, ni de códigos de conducta ni de papelería varia. Esto va de profesionalizar de una vez nuestro sector público, y de exigir responsabilidades incluidas las patrimoniales -la restitución de lo recibido y la indemnización por los daños- a todos los colaboradores, por acción u omisión.

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