Pero para lograr eficacia, eficiencia y, especialmente,
inteligencia y ética institucional que conduzca a un buen gobierno es condición
necesaria poseer buenos profesionales inteligentes y con buenos valores pero no
es la condición suficiente. La argamasa que permite canalizar en positivo (y
desgraciadamente también en negativo) estos beneméritos recursos es el
liderazgo institucional. Es tarea del líder, de los líderes, lograr la máxima
capacidad de sus organizaciones públicas articulando los conocimientos, ideas y
valores de los empleados públicos. Y aquí es donde las administraciones
públicas contemporáneas tienen un problema grave y complejo en la medida que el
liderazgo de las instituciones públicas tiene una naturaleza dual. Por un lado,
el líder político aporta legitimidad democrática a la institución y una visión
estratégica. Por otro lado, el líder profesional aporta conocimientos técnicos
de gestión y capacidad operativa. En este sentido, es absolutamente crítico que
ambos perfiles trabajen en armonía para alcanzar un buen rendimiento
institucional. Sin embargo, hay muchos condicionantes negativos que dificultan
esta necesaria sincronización profesional, de valores e incluso personal entre
estos dos roles. El principal condicionante negativo es la asimetría de poder y
conocimientos entre estos dos perfiles de liderazgo. Por una parte, el líder
político dirige y está por encima del líder profesional pero, por otra parte,
el líder profesional posee un buen conocimiento del medio y de las complejidades
técnicas mientras que el líder político no disfruta de este dominio y puede
sentirse muy desamparado. Resumiendo, en una breve frase: el inexperto dirige
al experto. Esta relación asimétrica es dura y muy difícil de gestionar para
ambos y se pueden generar todo tipo de desencuentros y de desconfianzas que
descarrilen en una deficiente política y en una deficiente administración.
Regulación de la dirección pública profesional
Teniendo en cuenta este escenario, la regulación de la
dirección pública profesional es el mecanismo del que se han dotado los países
más avanzados en gestión pública para superar estos potenciales desencuentros y
conseguir una mayor sincronización entre estos dos roles. La regulación de la
dirección pública profesional consiste en dotarse de una norma (pero muy
especialmente de unas reglas del juego y de unos valores) que defina de forma
nítida hasta donde llega el espacio de dirección política y hasta donde llega
el espacio de dirección estrictamente profesional. Cada espacio debe poseer sus
propias reglas, valores e incentivos y, en especial, hay que definir los
mecanismos de interacción entre ambas esferas.
En España ninguna Administración pública ha realizado un
esfuerzo serio de regulación de la dirección pública, a pesar del mandato del
EBEP (Estatuto Básico del Empleado Público) del ya lejano años 2007, y ha
dejado este ítem crítico de calidad institucional en manos de la
autorregulación de los diferentes actores, en manos de la subjetividad más
absoluta. Esta fórmula casi libertaria no suele funcionar bien en la práctica y
sus rendimientos institucionales son, en el mejor de los casos, discretos y en
el peor de los casos, desastrosos. A mi entender son cuatro los grandes
problemas que padecemos a nivel de liderazgo institucional en nuestras
administraciones públicas: el travestismo institucional, el infantilismo, la
falta de inteligencia y, finalmente, una mala gestión del amor.
Uno de los grandes problemas de la carencia de una
regulación de la dirección pública es la trasmutación de roles entre los
políticos y los funcionarios. A saber: políticos que en la práctica se ocupan
más de prácticas y competencias funcionariales y funcionarios que atienden más
a prácticas y competencias de carácter político. En España esta confusión de
roles es sencillamente espectacular. Es muy difícil precisar hasta donde llega
la política y en que punto empieza la administración de carácter técnico y
profesional. Este extraño fenómeno tiene una doble explicación. Por una parte a
muchos políticos les cuesta asumir sus muy difíciles quehaceres que se pueden
resumir en lograr articular los intereses egoístas de los ciudadanos en un bien
común y en el interés general. Casi nada.
Es tarea tan difícil que muchos de
ellos se refugian en la gestión del día a día que, a pesar de su complejidad
técnica, es una función que genera mucha más certidumbre y confort. El
resultado es que poseemos instituciones públicas que son como barcos que
navegan sin rumbo ya que la sala de mando está vacía porqué el capitán (el
político) está en la sala de máquinas pasándolo en grande engrasando el motor
de la nave. Por otra parte, los funcionarios legítimamente ambiciosos que
quieren tener éxito profesional detectan que el espacio directivo es muy difuso
y que es necesario coquetear con la política si uno desea ocupar puestos relevantes
de dirección (léase algunos puestos de libre designación). En este sentido hay
toda una batería de perversos incentivos que impulsan a los profesionales a
entrar en el juego político de lealtades y seudomilitancias.
Sin asunción de responsabilidades
Otro problema es la no asunción de responsabilidades por
parte de los directivos públicos políticos y profesionales. La mayoría de los
cargos políticos han hecho de la política una profesión que implica que su
bienestar económico depende básicamente de mantenerse en el cargo que ocupan. Y
esto los conduce a comportarse con una cobardía infantil a inhibirse en su
tarea de tomar decisiones. Tomar una decisión es peligroso ya que puede no
gustar a los superiores y puede ser motivo de cese.
Curiosamente en las
administraciones públicas no suele cesarse a ningún cargo político si no toma
decisiones siendo este el sendero más fácil para mantenerse en el puesto. Y los
directivos profesionales tampoco tienen muchos incentivos para arriesgarse y
tomar decisiones ya que éstas pueden disgustar a sus superiores políticos. Un
directivo profesional que ocupa un puesto de libre designación tiene siempre la
espada de Damocles del cese discrecional encima de su cabeza y acaba
entendiendo con el tiempo que su función es hacer la vida confortable a su
político, asumir el rol de palmero y surfear la mayoría de los problemas
críticos de su organización.
Un tercer problema es la falta de inteligencia
institucional. La gestión pública moderna es cada vez más compleja tanto para
los directivos políticos como para los profesionales. Conscientes de esta
complejidad (administración relacional, e-Administración, gerencialismo,
participación democrática, etc.) las administraciones públicas han hecho un
ingente esfuerzo en capacitar a sus directivos (eso sí mucho más a los profesionales
que a los políticos) en herramientas modernas de gestión. Pero una cosa es el
dominio de los instrumentos de gestión y otra cosa es la inteligencia
institucional que no se ha promovido en absoluto. El resultado es que tenemos
directivos públicos con un gran dominio técnico pero que carecen de capacidad
analítica para ser proactivos, para definir bien los problemas y para diseñar
buenas estrategias de implementación del amplio instrumental que dominan a la
perfección.
Un cuarto y último gran problema es la mala gestión
del la dirección pública profesional que conduce a la casi inevitable
desmotivación del directivo profesional. Es imprescindible que el directivo
público, y en general cualquier funcionario, esté enamorado de la institución
pública en la que presta sus servicios, apasionadamente enamorado en la defensa
del interés general y del bien común, enamorado de estar al servicio de sus
conciudadanos. Ser directivo o funcionario público no es sólo una profesión
sino también debe ser una vocación y un sentimiento. Sin duda hay que ser un
buen profesional pero también poseer un conjunto de valores y ética
vinculados a la defensa del bien colectivo. Afortunadamente esto no es un gran
problema ya que la mayoría de directivos públicos y de funcionarios, en
general, están enamorados del servicio público y de las instituciones
administrativas que los acogen. El punto delicado es que el amor convencional
es cosa de dos: uno/a está enamorado (un directivo profesional) de otro/a (la
Administración) y espera un mínimo retorno.
Pero las instituciones públicas
tienen tendencias autistas y les cuesta mucho devolver el amor que reciben de
sus directivos. No suelen dar señales de cariño y cuando muestran algún
sentimiento éste suele ser ácido y desagradable (las administraciones pueden,
sin proponérselo, ser muy duras con sus empleados). Cuando un amor no es
correspondido durante largo tiempo hay dos salidas naturales salvo heroísmos de
folletín: el desamor o el odio. Un directivo público enamorado del servicio
público pero que sólo acumula desengaños de su institución acaba
desenamorándose. Y adopta el rol de directivo pasota que implica que todo le da
igual, y pierde la pasión por su trabajo y adopta una lógica mecánica, fría,
abúlica y gregaria. Pero hay un escenario todavía peor: el del directivo que es
tan apasionado que no sabe transitar hacia la indiferencia y que acaba
transformando el amor en odio; y entonces nos encontramos ante directivos
públicos que odian profundamente a las administraciones para las que trabajan.
Estamos ante unos directivos quintacolumnistas que se dedican a poner
sutilmente palos a las ruedas a innovaciones y nuevas políticas. En definitiva,
un directivo profesional que constata como su carrera depende de todo tipo de
variables aleatorias más de carácter político y subjetivo y no de méritos de
naturaleza objetiva que hoy es nombrado para un puesto sin saber muy bien el
motivo y que mañana es cesado de forma totalmente discrecional es muy difícil
que mantenga su motivación y su enamoramiento con la institución durante largo
tiempo.
Instintos clientelares
Es evidente que la regulación del espacio directivo en
nuestras administraciones públicas no solventaría de plano estas cuatro grandes
disfunciones que sintéticamente aquí se han relatado. Pero sería de una gran
ayuda para minimizarlas y canalizarlas de forma mucho más sensata para lograr
una mejor calidad de la política y de la administración y con ello alcanzar el
anhelado buen gobierno. Y en este sentido siempre está en nuestra mente la
pregunta: ¿Por qué en España no se regula la dirección pública profesional? La
respuesta tiene dos componentes y es conocida por la mayoría: por una parte, la
clase política y los partidos políticos carecen de altura de miras y de
generosidad institucional.
En este sentido prefieren dejar las cosas como están a pesar de sus catastróficos resultados porque quieren seguir disfrutando de la discrecionalidad que le permite un dominio de las instituciones públicas sin cortapisas para dirigirlas, en el mejor de los casos, de forma más cómoda o para, en el peor de los casos, dar rienda suelta a sus instintos clientelares. Por otra parte, los empleados públicos, muchas veces muy mal representados por los sindicatos, no están muy motivados en poseer lo que ellos perciben como una aristocracia directiva (el elitismo tiene muy mala prensa en nuestro país) que tenga mayor robustez institucional para dirigir a las organizaciones públicas (es decir, a los propios empleados públicos). Hasta que no se rompa este doble egoísmo estrecho de miras derivado del corporativismo de políticos y empleados públicos no va a existir en España una dirección pública profesional.
En este sentido prefieren dejar las cosas como están a pesar de sus catastróficos resultados porque quieren seguir disfrutando de la discrecionalidad que le permite un dominio de las instituciones públicas sin cortapisas para dirigirlas, en el mejor de los casos, de forma más cómoda o para, en el peor de los casos, dar rienda suelta a sus instintos clientelares. Por otra parte, los empleados públicos, muchas veces muy mal representados por los sindicatos, no están muy motivados en poseer lo que ellos perciben como una aristocracia directiva (el elitismo tiene muy mala prensa en nuestro país) que tenga mayor robustez institucional para dirigir a las organizaciones públicas (es decir, a los propios empleados públicos). Hasta que no se rompa este doble egoísmo estrecho de miras derivado del corporativismo de políticos y empleados públicos no va a existir en España una dirección pública profesional.
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