Por Rafael Jiménez Asensio.- La Mirada Institucional blog.- A primeros de diciembre se cumplirán cinco años desde la
publicación en el BOE de la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia,
acceso a la información pública y buen gobierno (LTAIBG). Y, tal vez, puede ser
un buen momento para llevar a cabo un primer, aunque escueto, balance.
Ciertamente, la LTAIBG tenía una entrada en vigor escalonada
y una aplicabilidad diferida en algunas de sus previsiones y en relación con
determinados niveles de gobierno. Pero eso ahora no importa. Lo que con ello se
pretendía era preparar el terreno para que las Administraciones Públicas y
entes del sector público pudieran pasar de un sistema articulado en torno a la
opacidad a otro que tuviera como premisa la luz y sinceridad, pues no otra cosa
es la transparencia, tal como la definiera en su día Jankélévitch. El poder
tiende a esconder el motivo de sus decisiones, está en la naturaleza de las
cosas.
La LTAIBG despertó expectativas sobredimensionadas. España
fue de los últimos países de Europa en sumarse a la aprobación de un marco
normativo de la transparencia, y las voces políticas del momento vendieron el
producto como una suerte de pócima mágica para la regeneración democrática. La
corrupción azotaba y sigue pegando, algo que no es buen síntoma sobre el
pretendido vigor de la tan ansiada trasparencia. Y no parece haber decrecido
precisamente en estos últimos cinco años. Sin embargo, los países en los que la
transparencia está asentada en la vida pública, tienen siempre índices de baja
corrupción. De la transparencia se esperaba demasiado. Pronto, sin embargo, nos
daríamos cuenta de que el poder no es amigo de autolimitarse y que la batalla,
que algunos pretendían expeditiva, sería larga, muy larga. Se puede decir
incluso que, hoy en día, cinco años después, está en sus comienzos. Mal que a
algunos les pese. Ya lo dije en su día, si la transparencia se configura como
una moda pasajera fracasará estrepitosamente (Cómo prevenir la corrupción.
Integridad y Transparencia, Catarata/IVAP, 2017).
La LTAIBG dio paso a la multiplicación de cuadros normativos
autonómicos, forales y locales que hicieron de la transparencia un eje político
de actuación, incrementando obligaciones de publicidad activa y redefiniendo
algunas pautas del régimen jurídico del derecho de acceso, en parte desmentidas
por la STC 104/2018 en lo que a silencio positivo respecta. Probablemente,
cinco años después, haya que reformar la Ley (ámbito de aplicación, mejora de
algunos aspectos e introducción de un régimen sancionador, aunque soy muy
escéptico sobre este último punto), pero estas cuestiones no se tratan en esta
entrada.
Un balance de esos cinco años de transparencia, en apretada
síntesis, nos darían el siguiente panorama:
Publicidad activa
En la primera etapa o infancia de la transparencia, la
publicidad activa ha sido la política dominante. Manifestada por lo común en la
construcción de portales de transparencia y en la venta política de que, a
través de esta vía, los diferentes niveles de gobierno apostaban por su
implantación, esa dimensión de la transparencia se fue asentando. Ser
proactivos era regla y, por tanto, obligación legal para las Administraciones
Públicas. Se emplearon recursos importantes y sus resultados han sido muy
desiguales. Hay Portales de Transparencia que apenas se visitan, mientras que otros
son más consultados. Ninguno en exceso. Unos son más accesibles y otros no
ponen las cosas tan fáciles. La multiplicación cuantitativa de información
pública no representa, en ningún caso, una mayor transparencia, como
tempranamente denunció Byung-Chul Han (La sociedad de la transparencia, Herder,
2013).
Pero el problema fundamental de la transparencia-publicidad
activa es que se encarga cumplir las obligaciones de transparencia a quien,
paradójicamente, debe ser objeto de escrutinio público por su mejor o peor
cumplimiento en función de lo que allí se difunda. La tendencia natural a
esconder los trapos sucios o disfrazar los contenidos poco amables pesará
siempre más que una pretendida voluntad política, ayuna de sinceridad, de ser
transparentes. Mientras no exista un órgano de garantía externo que supervise y
pueda obligar al exacto cumplimiento de tales mandatos legales, poco o nada se
avanzará en este terreno. Alguna experiencia puntual existe, pero no deja de
ser excepción. Hanna Arendt, en su conocido opúsculo Verdad y Política,
escrito en el período de Entreguerras, ya puso de relieve la necesidad de que
en un gobierno constitucional la política requiere de contrapesos y, por tanto,
“de la existencia de hombres e instituciones sobre los cuales no ejerza su
influencia” (Entre el pasado y futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión
política, Península, 2016, p. 398).
Derecho de acceso a la información pública
Lo que se ha venido llamando como el derecho al saber ha
tenido una implantación mucho más accidentada en nuestro panorama público. En
verdad, ese derecho persigue, como su propio enunciado indica, garantizar que
la ciudadanía pueda acceder a la información pública. Pero al igual que en el
caso de la publicidad activa, ese acceso a la información es instrumental,
pues la finalidad de todo ello no es solo “saber”, sino principalmente crear
opinión y, en última instancia, escrutar o controlar al poder o a la
Administración Pública.
A partir de esos presupuestos conceptuales cabe compartir la
tesis (enunciada por parte de la doctrina, manifestada por algunos Consejos de
Transparencia y avalada inicialmente por algunas sentencias judiciales) que el
derecho a la información pública tiene un parentesco innegable con el derecho
a recibir información veraz (artículo 20.1 d) CE) y podría haberse alojado
perfectamente en él, algo que no hizo el legislador al considerarlo mero
desarrollo del artículo 105 c) CE (derecho de acceso a los archivos y registros
administrativos), cuyos contornos son mucho más limitados, su conexión relativa
y sus garantías menores.
Pero, realmente, si comprendemos correctamente el alcance de
ese derecho, cuya finalidad última es ejercer un control democrático del
poder, no cabría dudar tampoco que el derecho de acceso a la información pública
se conecta en sus aspectos finalistas con el derecho de participación
ciudadana en los asuntos públicos (artículo 23 CE), en este caso mediante
el ejercicio directo de un derecho a solicitar información con el
objetivo último de someter a control una determinada actuación política o
administrativa. La dimensión participativa en este punto es innegable, más en
un contexto de Gobernanza o de Gobierno Abierto.
Estos anclajes del derecho de acceso a la información
pública son suficientemente sólidos para que en ese inevitable cruce entre el
derecho de acceso a la información pública y otros derechos fundamentales se
pondere en su justa medida cuáles son los aspectos finalistas de tal derecho y
se reconozca en determinados casos (cuando el interés público de la
información sea dominante) su prioridad aplicativa. Por ejemplo, es de
indudable interés –como recuerda Javier Cuenca en su reciente libro Transparencia
y Función Pública, CEMICAL, 2018- el Considerando 154 del Reglamento General de
Protección de Datos, que reconoce expresamente la necesidad de conciliar el
derecho a la protección de datos personales con el derecho de acceso a la
documentación, pues este –como se reconoce expresamente- “puede tener interés
público” y, por consiguiente, requerirá exigir en determinadas circunstancias
el sacrificio de aquél (protección de datos personales). Que lo reconozca el
propio RGPD ya es indicativo.
Este enfoque es perfectamente coherente, además, con la
inserción del derecho de acceso a la información pública en la Carta de
Derechos Fundamentales de la Unión Europea, así como, desde otro ángulo, con la
reiterada jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que aloja al
derecho de acceso a la información pública dentro del artículo 10 del Convenio
Europeo de Derechos Humanos. No cabe olvidar, a tal efecto, que los derechos
que la Constitución reconoce se deben interpretar de conformidad con lo
establecido en los Tratados Internacionales suscritos por España (artículo 10.2
CE). No obstante, nada de esto se proyectó sobre la LTAIBG ni parece reflejarse
en el actual proyecto de ley orgánica de protección de datos personales y de
garantía de los derechos digitales (LOPDGDD), cuya redacción ha estado muy
condicionada por las tesis de la Agencia Española de Protección de Datos.
Queda, por tanto, mucho camino por recorrer y este lo deberán allanar
finalmente primero los órganos de garantía y después los propios tribunales de
justicia.
En un orden de cosas más práctico, el derecho de acceso a la
información pública está siendo aún modestamente ejercido por la ciudadanía,
pudiéndose afirmar que es un perfecto desconocido entre amplias capas de la
población. Eso se manifiesta en su escaso uso. Hay todavía cierta confusión
sobre las condiciones de su ejercicio. Pero, a pesar de esa tibieza en su
activación, lo más descorazonador es que las Administraciones Públicas se
resisten tenazmente a dotar del vigor necesario al ejercicio de tal derecho. En
primer lugar, no adoptan por lo común una posición proactiva de estímulo de su
ejercicio a través de campañas de difusión o de facilitación de su uso. En
segundo lugar, tampoco ponen especiales facilidades aplicativas para que se
pueda ejercitar. Y, en fin, no son pocas las ocasiones en las que se utilizan
injustificadamente las causas de inadmisión, así como los límites tanto
derivados de la protección de datos personales como de los aspectos sustantivos
o materiales, para rechazar el acceso a la información pública.
Todavía no ha calado la cultura de que la información
pública se debe entregar siempre, salvo supuestos excepcionales previstos en la
norma y debidamente motivados. La maquinaria burocrática y procedimental sigue
siendo lenta y pesada, carece de agilidad. Cuesta trabajo, asimismo, reconocer
que, salvo en los supuestos tasados de datos de carácter especial (artículo 9
RGPD), que tienen un régimen específico (ahora modificado por la futura
LOPDGDD), siempre que haya un interés público prevalente de la información
pública solicitada, el derecho de acceso debe materializarse a pesar de los
datos personales. No cabe duda de que esto debe ser así cuando la información
es presupuesto no solo de saber con la finalidad de que el ciudadano
se cree opinión, sino además para garantizar el derecho que asiste a todas las
personas de controlar la actividad pública y, por tanto, escrutar a
sus gobernantes o funcionarios mediante el derecho de participación
política en los asuntos públicos, un presupuesto del Estado Democrático en un
contexto de Gobernanza Pública.
Bien es cierto que este derecho de acceso a la información
pública va adquiriendo cada vez más vigor gracias a la actividad de los órganos
de garantía (consejos de transparencia y asimilados), así como de las
sentencias de la jurisdicción contencioso-administrativa que, por lo común,
están reforzando el contenido y alcance de tal derecho. También algunas
opiniones doctrinales abundan en esta línea. Pero aún queda una larga batalla,
pues las Administraciones Públicas y sus entidades del sector público se
resisten en muchos casos (pues siempre, cabe presumir, hay algo que ocultar) a
garantizar la efectividad de tal derecho, recurriendo a los tribunales de
justicia para que el tiempo judicial y el tiempo de control no coincidan,
haciendo así, o pretendiendo hacerlo, “olvidar” a la ciudadanía la inmediatez
de un problema. Por tanto, un duro y prolongado camino aún por transitar.
Órganos de garantía
Esta cuestión la traté en su día y poco más tengo que añadir
a lo allí expuesto (“Instituciones de control de la transparencia”, El
Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, núm. 68, abril, 2017). Tal
vez, frente a una configuración tan variopinta y desordenada de órganos de
garantía de la transparencia, convenga ahora poner de relieve dos cuestiones.
La primera es que por lo común la calidad de la institución
y su propio rendimiento mejora en aquellos casos en que la autoridad de control
tiene salvaguardado un estatuto de independencia (en el procedimiento de
nombramiento, blindaje en su cese, así como en la dotación de medios) y los
partidos políticos (o grupos parlamentarios) no intervienen en el “reparto” de
poltronas (lo que aconseja que los órganos dispongan solo de una presidencia o
dirección unipersonal y no se diseñen de forma colegiada, pues en estos
supuestos la tentación del reparto contamina la independencia del órgano o
institución).
La segunda es que resulta muy importante la elección de la
persona en la que recaiga el ejercicio de esas responsabilidades. No es baladí,
por ejemplo, que en estos momentos las mejores resoluciones en los procesos de
reclamaciones (por su alta calidad técnica y su enfoque avanzado) provengan
precisamente del Consejo de Trasparencia y Protección de Datos de Andalucía,
aunque en otros órganos de garantía (incluido el CTBG o la GAIP, entre otros)
también se dicten algunas resoluciones de notable interés. Ello se debe a que,
como dijo Emerson, “una institución es la sombra alargada de un hombre”. Si se
acierta en el nombramiento de la persona, como fue el caso de la institución
andaluza, la institución funcionará; en su defecto languidecerá o tendrá una
vida menos intensa.
La transparencia no es predicar, sino practicar. No vale con
discursos enfáticos de buen gobierno o de transparencia. Es una batalla
permanente y las exigencias deben ir creciendo con el paso del tiempo. Como
decía al inicio de esta entrada, el poder se lleva mal con la transparencia y
alcanzar la efectividad de esta requiere una internalización por parte de los
gobernantes y de los funcionarios de este principio, una apuesta por una
política tenaz y continua de transparencia, así como un cambio de cultura
organizativa que inserte tal principio en su quehacer cotidiano. Aunque no cabe
llamarse a engaño y pecar de ingenuos, pues como expuso magistralmente el
filósofo Alain: “Hay que repetir que todos los abusos son secretos y viven del
secreto”. Y, guste más o guste menos, el poder convive y convivirá con el
secreto, pues es algo que es inherente a su condición. Nos tendremos que
conformar –lo que no es poco, viniendo de donde venimos- con poner determinados
límites y hacer más efectivos los controles a ese poder, para que el secreto
mengue y la arbitrariedad se reduzca.
Recordando a Esther Arizmendi
Lo que debe evitarse es una apuesta por la transparencia
cosmética o de escaparate. Así sorprende sobremanera que, cuando se cumple
exactamente un año desde el fallecimiento de Esther Arizmendi (19-XI-2017), la
primera Directora del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno, los dos
Gobiernos que se han sucedido en este período, así como los grupos políticos de
la oposición, hayan sido absolutamente incapaces de consensuar el nombre de la
persona que debe dirigir esa institución y liderar el proceso de implantación
efectiva de la transparencia en su ámbito de actuación. La sospecha que
sobrevuela ante esa dejadez o abandono institucional no es otra que
interrogarse si para una política de corto vuelo resulta más adecuado que las
instituciones de control no funcionen. Y lo más efectivo para tales espurios
fines es dejarlas sin cabeza o, en su defecto, nombrar títeres que no molesten
(práctica a la que la política nos tiene muy acostumbrados). Pero eso dice muy
poco de aquella voluntad de “regeneración política” que impulsó la aprobación
de la LTAIBG hace ya cinco años. ¿Fue todo aquello mentira?. Y si no es así, ¿a
qué se debe entonces tanto aplazamiento?
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