"La ciudadanía pide eficacia y eficiencia en quienes dirigen políticamente o gestionan los asuntos públicos"
Alinear la estrategia con objetivos, iniciativas y
presupuestos pone en movimiento a la organización” (Kaplan/Norton)
“Si usted quiere llegar lejos no tenga miedo de caminar
despacio. Si usted está demasiado apurado no va a llegar lejos” (Pepe Mujica)
Rafael Jiménez Asensio. Blog La Mirada Institucional. Uno de los déficits más importantes del funcionamiento de
los gobiernos locales es la falta de un correcto alineamiento entre política y
gestión. Y ese déficit no debe extrañar.
Los actores institucionales
principales que actúan en el escenario local, políticos y empleados públicos,
tienen roles singularizados, una diferente percepción del tiempo y marcos
cognitivos muy distintos. Viven, a menudo, de espaldas uno del otro. En un
caso, la tiranía del mandato se impone; en el otro, el pretendido cumplimiento
de la legalidad vigente, que de medio se transforma en fin. Se abre entre ambos
mundos –como me expresó gráficamente un alto funcionario local- una auténtica
zanja, que en algunos casos es profunda. Crece la desconfianza, se palpa el
malestar existencial y las cosas funcionan a trancas y barrancas. Mal
funcionan, en perjuicio del tercer y principal actor: la ciudadanía. Sin un
buen alineamiento política-gestión cualquier proceso de mejora, reforma o
innovación tiene recorrido escaso.
No pretendo en este breve comentario ofrecer soluciones
mágicas a un problema enquistado. Solo certificar su existencia. Pero también
aportar algunos posibles remedios, fruto de un proceso de reflexión, así como
de algunas experiencias de rediseño organizativo llevadas a cabo en estos
últimos años.
La primera constatación es obvia: cada organización tiene su
propio trazado histórico y ofrece condicionamientos singulares (sean de tipo
estructural, personal o de otro carácter). La distinción entre organización
formal e informal, como ahondara Mintzberg, es una constante. No es fácil
resolver estos males. Además, no hay dos ayuntamientos iguales, cada uno ofrece
sus propias singularidades. Lo primero es diagnosticar correctamente el
problema, lo siguiente articular medidas y lo esencial actuar. Resistencias
siempre habrá, está en la naturaleza de las cosas. Pero, frente a un cierto
fatalismo, cabe constatar que nada es eterno, ni tampoco es imposible mejorar
lo que mal está. Hay vías de arreglo.
Existen, en efecto, soluciones estructurales, algunas
clásicas y otras más innovadoras. En no pocos casos funcionan bien. Veamos
algunas de ellas:
La primera –por todos conocida- es racionalizar la política
local mediante la elaboración de un plan de gobierno o de mandato (herramienta
muy extendida hoy en día). Quien no lo haya hecho aún en el período 2015-2019,
llega tarde. Al menos, cabe aconsejar que –como solución alternativa- dibuje
alguna línea estratégica para desarrollarla en el tiempo que queda (aún no se
está en el ecuador del mandato). Pero luego hay que traducir esas líneas macro,
previamente pactadas, en objetivos operativos y trasladarlos a los presupuestos
anuales. Sin esto último todo es pura coreografía. Como se dijo correctamente
por Recoder y Joly, “una definición estratégica sin la vinculación con los
recursos económicos no está bien asentada”.
La segunda es articular una pieza estructural que sirva de
mecanismo de alineamiento entre política y gestión en el ámbito municipal: un
consejo de dirección o comité ejecutivo con una representación (mínima, pero
cualificada) de la política y la participación activa de los directivos
públicos y altos funcionarios de la administración local. Lugar de encuentro y
de impulso de las políticas públicas municipales. Lo inició hace varias décadas
la ciudad de Barcelona (en 1960) y continúa funcionando. Lo han seguido muchos
ayuntamientos. Donde funciona, sus resultados son buenos; pero ha de tener
liderazgo político innegable, se debe diseñar bien y evitar su burocratización,
así como que cumpla cabalmente las funciones para las que ha sido creado.
También puede fracasar como instrumento. Todo depende de las personas y (en
menor medida) del diseño.
La tercera es disponer de un colectivo de funcionarios con
habilitación nacional alineados con la puesta en marcha del programa de
gobierno, con sensibilidad política y directiva, así como con capacidad de
liderar procesos de transformación o, al menos, ser aliados (y no enemigos) de
tales cambios. Nadie puede orillar que en los pequeños y medianos municipios
(también en los grandes) este tipo de funcionarios es clave para el éxito o
fracaso de la política. Y la propia política (al menos en los municipios de
régimen común) carece de instrumentos efectivos para alterar un statu quo cuando
este es poco o nada amable con aquella. Un alto sentido institucional de
colaborar con el gobierno de turno (sea cual fuere su color político) dignifica
a ese colectivo; está en su ADN o razón de ser. El obstruccionismo lo mancha.
Y la cuarta no es otra que configurar estructuras directivas
finalistas o transversales, tanto en la administración matriz como en el sector
público institucional local, basadas en la gestión por resultados y con un
fuerte componente profesional (ocupadas por personas que acrediten competencias
profesionales en procesos competitivos). Se debe crear un tercer espacio entre
la política y la gestión. Una rótula eficiente o el aceite que engrasa la
máquina para alinear correctamente política y gestión. Es un núcleo
estratégico. Está todo inventado. La dirección pública profesional es, sin
embargo, la gran ausente en el mundo local; solo algunos ayuntamientos –por
ejemplo, el de Gijón, Sant Feliú de Llobregat o Ermua- parecen aproximarse a
esa idea, en unos casos de forma aún embrionaria y en otros con grado relativo
de institucionalización. La Ley de instituciones locales de Euskadi (2/2016, de
7 de abril) abre un horizonte estimulante en esta materia, pero hasta ahora
poco comprendido y nada explorado por quienes rigen los destinos de los
gobiernos locales.
Pero siendo importante estos procesos de transformación
estructural, muchas veces no serán suficientes. Romper la visión dual o
dicotómica no es fácil (¿en qué lado de la orilla estás?, ¿en la política o en
la función pública?). Son muchos años, décadas, de asentamiento de la fractura.
Se requieren más cosas. Traigamos algunas de ellas a colación.
Amateurismo
Hay que reforzar las competencias institucionales de la
política local. Sobre este punto se incide poco y tiene una importancia
capital. Pocos programas trabajan actualmente esta idea. Se llega a la política
local y se desarrolla esa actividad con una fuerte impronta de amateurismo y de
improvisación. Se vive aislado, incomunicado con “la otra orilla”. Ya lo decía
Manuel Zafra, en política personas (por o común) inexpertas dirigen a personas
expertas. Pero ser inexperto técnicamente no quiere decir ser ciego o tuerto en
las soluciones políticas o ejecutivas que se puedan o deban impulsar. Caben
desarrollos institucionales de las competencias políticas. Cabe hacer buena
política. Es necesaria. Imprescindible.
Se deben mejorar o desarrollar, asimismo, las competencias
directivas profesionales de las personas que cubren los puestos clave de las
organizaciones locales. Necesitamos gestores públicos, no solo técnicos vigilantes
del cumplimiento de la legalidad (siempre necesaria). Cabe desarrollar perfiles
de competencia de directivos y responsables funcionariales que aboguen por una
jerarquía de capacidades (como recordara Gary Hamel) muy distinta a la actual,
que fomente la implicación, la iniciativa, la creatividad, la innovación, la
gestión por objetivos y resultados, la integridad y transparencia, así como por
un nuevo estilo (abierto y de liderazgo compartido) en relación con los
empleados públicos. Solo una profesionalización efectiva y real de las
estructuras de mando (superiores e intermedias) de la administración local
mejorará el estado actual de cosas. Lo demás, es pan para hoy y hambre para
mañana.
Pero ante todo se debe invertir mucho en generar y
multiplicar los espacios donde los políticos que dirigen el gobierno local y
los altos funcionarios o directivos locales puedan compartir proyectos,
lenguaje, inquietudes y problemas. Se vean las caras, se miren a los ojos y
acuerden trabajar alineadamente en los proyectos de ciudad. Superar, así, la
relación bilateral y optar por la transversalidad, así como por el trabajo
conjunto y una visión más holística. Formar conjuntamente a quienes “hacen”
política y los llamados a ejecutarla. Algunas iniciativas ya se han lanzado en
este sentido (por ejemplo un programa pionero para ayuntamientos promovido por
EUDEL-IVAP). Son unos primeros pasos que se deberán profundizar y mejorar, si
se quiere una mejora en ese alineamiento indicado.
Ciertamente, no se entiende que quienes viajan en un mismo
barco y tienen como objetivo llegar al mismo puerto, vivan en camarotes
incomunicados, hablen un lenguaje diferente y estén llenos de recelos
recíprocos, cuando no de honda desconfianza en una lucha absurda de
legitimidades obvias (representativa/técnico-profesional). Hay muchos medios de
lograr superar esa situación, a veces tan enrarecida y no menos absurda. Pero
sobre todo –como decía Weber- hay que intentarlo una y otra vez. Pues si la
comunicación entre la cabeza y las manos está rota, la política será siempre
una actividad frustrante y la ejecución un mal remedio, que solo generará
desmotivación y baja autoestima en quienes a ella se dedican. En cualquier
caso, no es una opción voluntaria. La ciudadanía pide eficacia y eficiencia en
quienes dirigen políticamente o gestionan los asuntos públicos. Están llamados
a entenderse. No hay alternativa. Salvo que la ineficiencia y el mal gobierno
inunden más aun nuestro debilitado espacio público local. Algo nada recomendable.
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