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Por Diego Marín Barnuevo. IDL.- La mayoría de los trabajos
dedicados al estudio de la financiación local se refieren a la misma como “un
mal endémico”, como si existiera un problema cualitativo y cuantitativo que el
legislador no hubiera sido capaz de resolver. En nuestra opinión, esa crítica
podría estar justificada hace treinta o cuarenta años, pero los cambios
producidos en los últimos años permiten dudar de la veracidad de esta
afirmación en el momento actual, sin perjuicio de que existan algunos problemas
puntuales que justificarían alguna modificación legislativa.
Como es sabido, la Constitución
española de 1978 reconoció expresamente los principios de autonomía local y
suficiencia financiera en sus artículos 137 y 142, que han condicionado todas
las reformas legales producidas desde 1978 orientadas a establecer el modelo de
financiación de las entidades locales.
La primera ley que sentó las
bases de un nuevo modelo de financiación local inspirado en dichos principios
fue la Ley 7/1985, de 2 de abril, reguladora de las Bases del Régimen Local,
que reguló las líneas generales del nuevo modelo de hacienda Local.
Ese marco general fue
oportunamente desarrollado por la Ley 39/1988, de 28 de diciembre, reguladora
de las Haciendas Locales, que estableció un nuevo modelo caracterizado por la
capacidad de las Corporaciones locales para configurar su sistema de
financiación (decidiendo la implantación o no de algunos tributos y
determinando la presión fiscal aplicada en todos sus impuestos) y por el
establecimiento de nuevas vías de financiación, como la participación en
tributos del Estado y la participación en ingresos de las Comunidades
Autónomas.
El modelo de la Ley 38/88, aún en vigor
Ese nuevo marco jurídico creado
por la Ley 39/1988 sigue todavía en vigor, aunque con algunas modificaciones
significativas introducidas, fundamentalmente, a través de la Ley 51/2002, de
27 de octubre, que estableció cambios en la regulación de todos los tributos
locales para corregir algunos problemas técnicos y, también, para introducir
novedades tan relevantes como la posibilidad de gravar más intensamente los
Bienes Inmuebles de Características Especiales en el IBI o la exención en el
IAE de las personas físicas y las personas jurídicas con una cifra de negocios
inferior al millón de euros.
El último hito legislativo relevante
fue la aprobación del Real Decreto Legislativo 2/2004, de 5 de marzo, por el
que se aprueba el texto refundido de la Ley Reguladora de las Haciendas
Locales, que tenía por finalidad principal dotar de mayor claridad al sistema
tributario y financiero de las entidades locales. En todo caso, como es propio
en este tipo de normas, no introdujo ninguna novedad significativa en el
régimen de las haciendas locales, salvo la ordenación sistemática de su
regulación.
El modelo resultante de todas
esas modificaciones puede decirse que es satisfactorio, porque ha funcionado
razonablemente bien incluso en los años de la crisis económica. Así, por
ejemplo, resulta llamativo que los ingresos totales hayan crecido de forma
prácticamente constante en los últimos años, como se advierte en el siguiente
cuadro en el que se comparan los datos referidos a los ingresos totales de las
entidades locales en 2004 y 2016:
De los datos de financiación de
los últimos años resulta también llamativo el destacado peso relativo de los
ingresos tributarios, que representa más del 50% de los ingresos totales, lo
que constituye un porcentaje claramente superior a la media de otros países de
nuestro entorno. La principal ventaja de este tipo de ingresos es que es se
corresponde mejor con los principios de suficiencia y autonomía, en tanto deja
en manos de los entes locales graduar la presión fiscal exigida en cada momento
concreto, lo que permitiría incrementar la recaudación impositiva en caso de
que fuera necesario.
Sin embargo, como decíamos,
existen algunos problemas concretos que harían aconsejable una intervención
legislativa. El primero de ellos tiene que ver con el ingreso derivado de la
participación en ingresos del Estado, que habiéndose referenciado para los
grandes municipios a los ingresos obtenidos en el año 2004 no toma en
consideración los eventuales cambios en el número de habitantes a los que debe
prestarse servicio. Ello significa que una gran ciudad que hubiera incrementado
su población un 20% en los últimos diez años no vería incrementada su
participación en ingresos del Estado, pese a tener más obligaciones que
atender.
Lentitud
El segundo de ellos es la
lentitud estatal en resolver los problemas normativos de los entes locales,
como ha sucedido paradigmáticamente con la definición reglamentaria del concepto
de vivienda desocupada a efectos del IBI, la regulación de las tasas por
ocupación del dominio público o, más relevante aún, con la introducción de los
cambios en la regulación del IIVTNU exigidos por la STC 59/2017.
El tercero de ellos, más general,
tiene que ver con la existencia de un modelo único (o dual, si consideramos las
especialidades establecidas para los grandes municipios) que debe ser aplicado
por Administraciones Locales totalmente heterogéneas. Por ello consideramos
conveniente establecer un modelo de alta autonomía en la gestión para los
municipios de más de 50.000 o de más de 20.000 habitantes (que solo son 145 y
395, respectivamente, de un total de 8.124 municipios) y otro, con menor
autonomía y mayor colaboración del Estado o las Diputaciones, para los
municipios con menor población.
En todo caso, creemos que el
modelo actual es satisfactorio y ha permitido a los entes locales crecer en la
prestación de servicios y en la atención al ciudadano, lo que sin duda es
compatible con la inveterada exigencia de los responsables políticos de tener
más recursos y más competencias para prestar mejores servicios a los
ciudadanos.
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