Por Carles Ramió. EsPúblico.es blog.- La respuesta a esta pregunta, para cualquier lector que conoce la
Administración pública, es que sí, que es totalmente imposible realizar una
nueva política de personal e incluso argumentar que política y personal son
claramente incompatibles, como juntar agua y aceite. No le falta razón a la
inmensa mayoría que tendrá esta percepción tan pesimista y derrotista. Sobran
los indicios: el EBEP fue la última ley básica en aprobarse. Antes una Ley de
1984 de medidas urgentes para la reforma de la materia, que tenía prevista una
duración de meses o poco más de un año, prolongó su dominio normativo durante
23 años.
El único intento serio de reforma de la función pública en España
durante cuarenta años ha sido el EBEP pero después de 12 años de vigencia no ha
logrado cambiar absolutamente nada. Sus tres grandes novedades (dirección
pública profesional, carrera horizontal y evaluación del desempeño) han quedado
vírgenes en su implantación hasta el momento, salvo algunas leyes que optaron
por la impostura de maquillarse con una pátina de presunta modernidad.
Las razones de este inmovilismo de nuestra política de personal y de
nuestro modelo de función pública son conocidos por todos: el desinterés por
una clase política que piensa en corto y solo cuenta votos, las capturas
sindicales y las resistencias corporativas. Cuando alguna Administración
intenta impulsar un proceso reformista en la materia (que es posible con el
actual marco normativo) tiene que superar el inmovilismo político y las
resistencias sindicales y corporativas. Si por fortuna se alían los astros y
logra implementar su propuesta innovadora, ésta fenece invariablemente en manos
de los jueces. Solo hace falta que un solo empleado díscolo impulse un recurso
para que los jueces se lancen con rabia contra el intento modernizador. Los
jueces, funcionarios, son arte y parte (o juez y parte) y son poco propensos,
desde su visión conservadora de la Administración pública, a aceptar reformas
que los podrían alcanzar a ellos mismos. Políticos, sindicatos y empleados
públicos conservadores y/o acomodados son las rémoras, pero los que guardan el
cerrojo de las esencias de un desfasado modelo del siglo XIX son los jueces.
¿Es, por tanto, imposible una reforma de la política de personal? Mi
respuesta es que es difícil y compleja pero posible. Imaginemos que un ministro
de administraciones públicas quiere impulsar una auténtica reforma, germinar un
modelo de función pública para el siglo XXI (imaginación que no falte). Yo a
este raro personaje le propondría estas cinco estrategias:
1.- Hacer pedagogía: la Administración pública se muere. Está en franca
decadencia sino se adapta a los cambios tecnológicos, económicos, sociales y
políticos. Puede ser insostenible a nivel económico en un país con una
población muy envejecida que presiona por mantener e incrementar servicios
públicos que son muy costosos (sanidad). El modelo de gobernanza se le está
escapando de las manos y cada vez se empodera más el mercado privado y el
mercado social. El Estado (como provisor de bienestar) está en retirada. El
auténtico cuello de botella de la actual Administración pública está en su
barroco y anticuado modelo de gestión de los empleados públicos. Nada funciona:
ni los sistemas de selección, ni la inexistente carrera administrativa (salvo
la que consiste en extorsionar y generar inflación en la estructura
administrativa), cuerpos y grupos que no resisten la nueva organización del
trabajo, sistema retributivo injusto y disparatado, ausencia de evaluación del
desempeño y de incentivos razonables, régimen disciplinario inerte, relaciones
laborales en manos de actores con vuelo gallináceo. No sigo. Suele decirse que
“entre todos la matamos y ella sola se murió” pero el futuro asesino material
de la Administración pública será, sin duda, su inenarrable sistema de función
pública. Pero, jugarse la supervivencia es una buena motivación para el cambio.
2.- Negociar con los actores sociales (eufemismo que apunta solo a los
sindicatos). Los sindicatos solo tienen ahora dos deseos: uno, que el actual
caótico modelo persista con el peregrino argumento que no se pueden cambiar las
reglas en mitad de la partida. En el actual modelo los sindicatos perciben
ganancias ya que el caos les favorece. Dos, que aplantillemos sin más
dilaciones al medio millón de interinos que andan sueltos por nuestras
instituciones. Con meritocracia o sin ella que para ello ya nos hemos inventado
el personal indefinido no fijo y otras lindezas por el estilo que sonrojan al
más pintado (ejemplo: que los interinos sepan las preguntas antes y/o las
puedan contestar con el material con las respuestas encima de la mesa).
Considero que no es realista resistirse a estas dos demandas. Los dos deseos,
por tanto, concedidos: todo sigue igual y todos los interinos (buenos
profesionales la mayoría, pero una minoría no tanto) dentro con el mismo
sistema que los antiguos.
3.- A cambio de conceder a los sindicatos los dos deseos anteriores pactar con
ellos una nueva ley que solo afecte a los nuevos empleados públicos que van a
entrar durante los próximos diez años (pueden llegar hasta a un millón las
nuevas incorporaciones durante este tiempo). Una nueva ley moderna que permita
acoger en su seno a la juventud digital que será la encargada de transformar la
Administración pública en el contexto de la inteligencia artificial y de la
robótica. Hay que aprovechar al máximo las potencialidades de los nuevos
empleados públicos digitales para que reformen la Administración pública. Para
ello se requieren nuevos sistemas de selección, modelo de competencias, ámbitos
funcionales, nuevos sistemas de incentivos, etc. Si recibimos a un nuevo
funcionario digital y bien formado con el actual sistema de recursos humanos lo
estropeamos y/o envejecemos en poco más de un año…
4.- Si a pesar de todo persisten las resistencias habría que plantearse realizar
el duro ejercicio de pedagogía social. No puedo imaginar el escándalo social si
el ministro dijera en público que los empleados de la Administración laboran
200 horas al año menos que los privados o 200 horas menos que los empleados
públicos alemanes. O lo que cobran algunos conductores del transporte
público (el doble que un privado y más que un profesor de enseñanza media), lo
que cobra un policía local en relación a las horas trabajadas. Y como guinda
final, los mimados de la ciudadanía: los bomberos. Si la gente supiera…
5.- Apelar al sentimentalismo. Es lo que hago yo cuando impulso reformas y
tropiezo con resistencias individuales o corporativas. Mi argumento es el
siguiente: “por tu culpa no solo fastidias a la institución, a tus compañeros,
etc. sino que por tu egoísmo vas a impedir que tus hijos y nietos no puedan
disfrutar de una Administración pública como la que tu sí que has gozado…
¿Lo intentamos?
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