Por Julio Tejedor Bielsa. Blog EsPúblico.- Es el de la contratación pública un sector en el que la
opinión empieza a pesar más que la norma. Cuando la opinión es fundada quizá no
resulta negativo que así ocurra. En cambio, cuando la opinión tiene tintes de
ocurrencia o, simplemente, es imposible fundarla porque la norma es imprecisa,
absurda o, simplemente, producto de otra ocurrencia o simples prejuicios, no
hay nada que resulte más perturbador. Y si encima, como es el caso, son muchos
los llamados a opinar, cada uno investido de la competencia que la ley le
otorga, el resultado hace imposible que quien ha de aplicar la norma lo haga
con una mínima seguridad jurídica.
La Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de
Contratos del Sector Público, por la que se transponen al ordenamiento jurídico
español las Directivas del Parlamento Europeo y del Consejo 2014/23/UE y
2014/24/UE (LCSP), excepto en algún punto concreto, no ha entrada en vigor
cuando escribo estas líneas. Y las dudas interpretativas, que empieza a parecer
que mal se van a poder resolver, no dejan de sucederse.
Basta para demostrar lo anterior acudir al ejemplo que proporciona la
regulación del contrato menor de los poderes adjudicadores que son
administración pública en los artículos 29.8, 118.3 y 131.3 LCSP (y para bases
de datos y suscripción a publicaciones disposición adicional novena LCSP). El
cambio regulatorio del contrato menor pretende atajar lo que múltiples
analistas han considerado, junto al contrato negociado sin publicidad por razón
de la cuantía, uno de los grandes males de la contratación pública,
vinculándolo a la corrupción. No obstante, que sean muchos los contratos
menores, o aun el tipo de negociado mencionado, no necesariamente es indicador
de corrupción. Como repetidamente nos están reclamando las instituciones
europeas resultaría preciso estudiar qué está ocurriendo realmente, por qué
razón se utilizan estos tipos contractuales o si verdaderamente su uso está
justificado o no. En particular, no todo contrato menor comporta restricción a
la competencia. Tampoco todos los contratos menores responden a prácticas de
fraccionamiento de contratos que, por lo demás, están siendo perseguidas y
castigadas en sede penal. El contrato menor es un instrumento legal ofrecido a
los órganos de contratación, aunque resulte obvio afirmarlo. Los cambios regulatorios
y las opiniones que los preceden o siguen no debieran basarse en apriorismos,
prejuicios o percepciones no contrastadas. Piénsese, por ejemplo, qué daño
produce a la competencia el uso del contrato menor en pequeños municipios donde
no existe competencia material, ni posibilidad de suscitarla, y que pueden
alcanzar un número muy notable de contratos. Más bien al contrario, ese mantra
en que algunos pretenden convertir a la competencia, que de manera tan
imperfecta está funcionando en antiguos servicios públicos privatizados ahora
en mano de oligopolios empresariales, está dañando en muchos ámbitos al propio
tejido empresarial y al interés público.
Probablemente, el nuevo régimen jurídico del contrato menor responde,
simplemente, al deseo de suprimirlo y a la falta de valentía para hacerlo.
Empieza a convertirse en un mal de la práctica regulatoria en España, cuando se
desconfía de algo o no se desea que funcione, dotarle de un régimen jurídico
absurdo, incongruente y a la postre inaplicable que, muy frecuentemente, aboca
a la administración y a los gestores públicos a situaciones imposibles que,
lógicamente, convierte el objetivo en hecho. La norma no se puede aplicar. Lo
paradójico, además, es que son esa administración y gestores públicos, y no la
norma o quien la concibió para que no pudiera aplicarse, los que acaban siendo
tachados de ineficaces, ineficientes o inoperantes, cuando no de corruptos.
¿Cómo se regula el contrato menor en la nueva LCSP? Básicamente parte de
la idea de someter a procedimiento la contratación menor imponiendo la
existencia de un expediente de contratación y manteniendo la limitación de
plazo, que no podrá superar el de un año ni ser objeto de prórroga (art. 29.8
LCSP). Reducida el valor estimado máximo a 40.000 euros para contratos de obras
y 15.000 euros para contratos de suministros o servicios, el expediente
arrancará con informe del órgano de contratación acerca de la necesidad del
contrato, requerirá aprobación del gasto e incorporación de la factura
correspondiente. Además, en el contrato menor de obras se incluirá el
presupuesto de las obras, así como el proyecto cuando resulte preceptivo, y el
informe de supervisión si el trabajo contratado afecta a la estabilidad,
seguridad o estanqueidad de la obra (art. 118.1 y 2 LCSP). Hasta aquí la norma
resulta clara. Ahora empieza lo absurdo, la ocurrencia, el prejuicio. Establece
la nueva norma que «en el expediente se
justificará que no se está alterando el objeto del contrato para evitar la
aplicación de las reglas generales de contratación, y que el contratista no ha
suscrito más contratos menores que individual o conjuntamente superen la cifra
que consta en el apartado primero de este artículo», encargando al
órgano de contratación la comprobación de esta regla que no será de aplicación
en los supuestos encuadrados en el artículo 168.a) 2º LCSP (118.3 LCSP).
Son muchas las dudas que se suscitan a este respecto. En resumidas
cuentas, se exige al órgano de contratación que justifique que al contratar no
pretende incumplir la Ley fraccionando el contrato, por ejemplo. Pero lo que
resulta verdaderamente ocurrente y está siendo criticado, con razón, es que en
lugar de intensificar la publicidad y exigir concurrencia en la contratación
menor, o de suprimirla sin más si tan indeseable parece al legislador, es esa
suerte de incompatibilidad dinámica en que incurre el contratista que ya ha
suscrito contratos menores que superen el umbral. La norma es curiosa y
ocurrente, sin duda, especialmente porque parte de una situación
manifiestamente ilegal como ocurrirá si un contratista supera el umbral con un
solo contrato menor como sugiere el término “individual”.
Pero lo cierto es que no está claro el ámbito objetivo de la incompatibilidad
(contratos con prestaciones cualitativamente iguales o que forman unidad
funcional, Informes 41/2017, 42/2017 y 5/2018 JCCE; contratos menores de la
misma tipología, Informe 3/2018 JCCA); ni el subjetivo (parece referirse a
órganos de contratación, incluso cuando existen varios dentro de una misma
entidad, Informe 3/18 JCCA); ni el temporal (año anterior desde la factura del
contrato menor anterior, incluso si este es anterior a la entrada en vigor de
la LCSP, Informes 41/2017, 42/2017 y 5/2018 JCCE; ejercicio o anualidad
presupuestaria al que se imputen los créditos que financiaron la ejecución de
los contratos menores anteriores, Informe 3/2018 JCCA); cómo ha de tramitarse
el expediente o documentarse elementos esenciales del mismo como el informe de
necesidad del contrato (no podrá subsumirse en el acuerdo de inicio sino que
deberá constar específicamente y firmado por el titular del órgano de
contratación, Informe 42/2017 JCCE); o incluso la razón de la enigmática
remisión al artículo 168.a) 2º LCSP para excepcionar del régimen de los
contratos menores los establecidos en dicho precepto como supuestos de posible
aplicación del procedimiento negociado sin publicidad y que, aun en ausencia de
interpretación, quizá viniese ingenua e inadecuadamente a tratar de
flexibilizar el contrato menor cuando no exista competencia, como en pequeños
municipios ocurre con frecuencia, o lo exija la protección de derechos
exclusivos, quizá pensando en determinados ámbitos prestacionales o
investigadores. Por supuesto, se imponen exigencias de publicidad que, en gran
medida, ya venían siendo exigibles conforme a las más recientes normas de
transparencia (63.4 y 118.4 LCSP).
La oscuridad de la norma provoca dudas y obliga a interpretar. Resulta
frustrante en tan larga norma con tan larga tramitación. Pero todavía lo es más
que cuando la norma parece clara los mismos intérpretes propicien su
interpretación obviando la letra de la Ley. El informe de la Abogacía General
del Estado 2/2018, que responde a varias consultas del Instituto de Crédito
Oficial, poder adjudicador no administración pública, considera en relación con
los contratos a los que se refiere el artículo 318.a) LCSP, pese a que dicho
precepto «no emplea, nominatim, el
término ‘contratos menores’, y tampoco contiene una remisión expresa a los
artículos 118 y 131.3, que son los que contienen la regulación general de
dichos contratos menores» que «se
aprecia fundamento jurídico para concluir que la concreta mención del artículo
318.a) a los contratos de valor estimado inferior a 40.000, en el caso de
contratos de obras, concesiones de obras y concesiones de servicios, y a 15.000
euros, en el caso de contratos de servicios y de suministros (importes
plenamente coincidentes con los previstos para los contratos menores en el
artículo 118.1 de la LCSP)», unida a la referencia a la
adjudicación directa a empresario con capacidad y habilitación suficiente «no es una mera casualidad o coincidencia, sino una decisión
deliberada del legislador, que está configurando un supuesto conceptualmente
coincidente con los contratos menores». Probablemente atendiendo a
las críticas doctrinales que semejante salto argumental en el vacío suscitó, al
ni tan siquiera considerar que lo que el legislador pretende es precisamente lo
contrario y de ahí la letra de la Ley, ha venido en ayuda de la Abogacía
General del Estado la Comisión Permanente de la Junta Consultiva de
Contratación Pública del Estado con su «Recomendación
a los órganos de contratación en relación con diversos aspectos relacionados
con la entrada en vigor de la Ley de Contratos del Sector Público»,
de 28 de febrero de 2018, ratificando con carácter general y bajo forma de
recomendación los criterios que la Abogacía General del Estado utilizó para
responder al ICO. El “espíritu”
tal cual lo ven algunos se impone a la letra que leemos todos; lo que algunos
querrían que la Ley dijese prevalece sobre la que la Ley dice.
La discordancia de criterios resultaría chocante si la norma fuese clara.
Pero no lo es. No lo es en absoluto. Eso explica que, hasta el momento, y al
margen de las múltiples interpretaciones doctrinales, Juntas Consultivas y
Abogacía del Estado, de momento, hayan tenido que abordar la interpretación de
cuestiones fundamentales de la LCSP, que debieran estar claras en la norma,
para tratar de sentar las bases de una mínima seguridad jurídica para gestores
y licitadores. Y sientan unas bases, en general, que siempre tienden a la
interpretación más restrictiva de la norma, basada en el principio de
desconfianza en el gestor subyacente en la nueva LCSP y que nos aleja del
derecho europeo.
El interés general, en ese contexto, pasa a un segundo plano.
Los efectos económicos que la sobrerregulación ha de producir, en forma de
pérdida de competitividad, también. La cada vez más evidente intencionalidad de
ahogar la gestión a los gestores públicos en normas inadecuadas, cuando no
absurdas, para proclamar la ineficiencia de lo público a mayor gloria del
mercado luce en plenitud en nuestra normativa de contratación del sector
público. Algún informe, algún día, quizá concluya lacónicamente con un deseo
para el gestor: ¡Suerte!
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