Fíjese en los másteres que, en general, son de un patetismo
terrible” (Emilio Lledó)
“¿Mal aliento? Pruebe el elixir Colgate. ¿Problemas con su
carrera profesional?: Apúntese a un MBA” (Testimonio de dos profesores,
recogido por H. Minzberg)
Por Rafael Jiménez Asensio.- Blog La Mirada Institucional.- Másteres.- No hace falta calificarlos, siempre que se refieran a
educación superior. Dejemos de lado los masters deportivos. Son
universitarios, no hay duda, de los que hablo. Al menos los que ahora
interesan. Muchos profesores o ex profesores (entre los que me encuentro)
transitan por sus aulas impartiendo su “conocimiento” o su “experiencia”, los
hay incluso que “entretienen” (algo que se valora cada vez más, por cierto),
que de todo hay; aunque algunos ni eso, pues nada tienen que aportar realmente,
pero allí están y en ellos se prodigan. Y de ellos cobran, pues los másteres y
postgrados (salvo excepciones tasadas que se computen como horas lectivas o de
trabajo) son sobresueldos para las magras retribuciones universitarias,
funcionariales o profesionales. Plato ansiado por no pocos, para endulzar sus
ingresos, engordar la vanidad o simplemente “estar en la pomada”.
En cosa de másteres y postgrados los hay menos buenos,
regulares, malos o pésimos de solemnidad. No conozco ninguno que pueda ser
calificado de excelente o muy bueno. Debe ser porque soy un profesor
provinciano y de segunda división. Y eso que he llegado a trabajar en los
aledaños de lo que se llama una “Escuela de Negocios”, aunque no me dejaron
acercarme a las mieles del asunto: los másteres para formar directivos en
empresa o en el sector público. Algo que el propio Henry Minztberg denunció
inteligentemente en un recomendable libro: Directivos. No a los MBA (Editorial
Deusto 2005). Hay mucho escaparate y algunas estafas en toda esa educación de
postgrado. Y una necesidad objetiva: quien no tiene un Máster no es nadie.
Entre estos últimos me encuentro.
El caso “Cifuentes” ha sido una auténtica bomba que ha
irrumpido sobre las ya turbias aguas universitarias. Quién lo ha sacado ahora y
por qué es algo que al parecer no interesa (aunque también pudiera ser
relevante preguntarse). En todo caso, ha puesto a la institución frente al
espejo. Quienes nos hemos dedicado durante algunos años a esa función docente
universitaria sabemos que en esos postgrados universitarios la exigencia es un
valor relativo, al menos en buena parte de los casos. Se va, se imparte clase,
cuentas lo que te da la gana (con mayor o menor rigor, según las personas), te
pagan y a callar. Por poner un caso, los innumerables Másteres de Acceso a la
Abogacía que pululan por doquier son, por lo común, un rosario interminable de
profesorado que desfila con escaso orden y concierto por las aulas ante la
perplejidad de un desconcertado alumnado. Cumplir el expediente.
Hay, no obstante, quienes cursan con empeño y elaboran
concienzudamente su “TFM” (Trabajo de Fin de Máster). Pero no nos llamemos a
engaño, son una minoría de personas siempre responsables, que en cualquier
actividad harían lo mismo. Tienen conciencia ética y sentido del deber. No abundan.
Pero dignifican la institución y el producto. Gracias a estas personas el
sistema aguanta. Normalmente esos alumnos (cargos directivos, altos
funcionarios, profesionales, técnicos o estudiantes) están comprometidos con el
valor de lo público o con la propia institución, interesados en la innovación y
en el aprendizaje continuo o con la necesidad de mejorar ellos mismos y
transferir esos conocimientos a las instituciones en las que sirven. Son muy
importantes, pero aún son pocos. Aunque, en honor a la verdad, me los he ido
encontrado en las aulas de diferentes postgrados, lo cual siempre es un
estímulo. También hay profesores (así como algunas Universidades) que se
empeñan en dar un producto digno y actualizado, lo cual también es de aplaudir,
pues cobran lo mismo por hacerlo o no. Hay que romper una lanza por estas
mujeres y hombres que se toman en serio algo que el sistema universitario
desprecia o ignora, pues no nos llamemos a engaño para la Universidad lo
trascendental no son esos estudios de Postgrado (fuente adicional de ingresos),
sino sigue siendo el Doctorado. Al menos hasta ahora.
Y sobre esto último, mejor no hablar. Como me dijo alguien
que asistió a una tesis doctoral: “¡Vaya comedia!” Una puesta en escena muchas
veces puramente formal y en la que no pocos miembros de tales tribunales se
escuchan a sí mismos, tienen su momento de gloria, cuando no incurren en
irregularidades que es mejor no tipificar. Pocas personas habrá en el mundo
universitario que hayan asistido como miembros de tribunales de Doctorado que
no se hayan visto involucradas en algunas “malas prácticas” (y no me pondré
como excepción); por ejemplo, en la calificación final (donde los regalos, a
pesar del “sobre cerrado”, siguen siendo una relativa constante, salvo en
alguna Universidad que se ha ido poniendo seria). Otras veces no se detectan
los plagios, “las copias contextuales” o, en fin, las innumerables citas
prestadas. También hay no pocos casos en que la paciencia no acompaña para
leerse (algo que algunas veces ni siquiera se hace) centenares de páginas o
llevar a cabo una redacción minuciosa y pulcra de los informes previos. Por no
hablar de las “direcciones de tesis”, una tarea que en ocasiones se transforma
en mera formalidad o peor aún en una carrera de obstáculos insalvables para el
doctorando, más que en ayudas reales y efectivas. Siempre he sido defensor de
que las tesis no deberían ser leídas al inicio de la “carrera académica”, pues
desvían la atención de quien debe crear poso general de conocimientos y no
“segmentado” o particular. Y no pondré más “ejemplos”, pues tengo varios que
sonrojarían a cualquiera.
También los doctorados
Si esto es así en “la joya de la Corona” (los doctorados),
qué no pasará en sus productos subalternos (los másteres y cursos de
postgrado), que proliferan como setas, con unas comprobaciones paupérrimas
sobre su pretendida calidad, pues calidad no es “llenar con mentalidad de
burócrata digital infinidad de papeles”. Por no hablar de su sistema de
evaluación (¿cuántos suspenden en estos formatos universitarios y qué
calificaciones medias se ponen?). Y ahora me pondré cínico. La verdad es que no
sé porqué se rasgan las vestiduras quienes censuran a Cristina Cifuentes.
¿Dónde está publicada la tesis o los TFM de muchos de nuestros políticos que
airean por doquier su condición de doctores o postgraduados (y no pongamos
nombres porque hay bastantes)? ¿Con qué recursos han abonado los gastos de
matrícula (algunas veces cuantiosos) algunos de esos políticos que se han
formado en tales programas universitarios mientras ejercían o ejercen sus
cargos públicos? ¿Sabemos realmente qué defendieron y por qué les dieron el
solemne título de Doctor o de Máster? ¿Conocemos cuál fue la calificación que
obtuvieron y por qué? En fin, mejor no miremos mucho por el retrovisor. Seguro
que tiene efectos colaterales y expansivos.
Me dirán que no es lo mismo, pues ellos no mintieron (al
menos algunos de ellos). De acuerdo. Así es, en efecto. Lo peor del “caso
Cifuentes” no es que presentara o no el TFM, pues podría haber entregado una
auténtica birria y le hubieran dado el título igual (y no es broma). Aunque
desde el punto de vista de la Universidad que expide el título no acreditar su
entrega es un hecho ciertamente insostenible. Lo grave es que se mienta o, al
menos, que parezca que se miente (tanto ella como la Universidad): ¿Quién, que
haya elaborado una tesis doctoral o un TFM, no guarda la copia de su trabajo en
el ordenador o en una o varias copias en papel?, ¿No hay ningún repositorio de
trabajos de estas características en las Universidades? Sencillamente nadie
“tira” o “elimina” una tesis o un TFM. Todavía conservo mi tesis doctoral de
hace más de treinta años, publicada por el INAP en 1989. Y mejor que “no
aparezca ahora” el trabajo perdido, pues el tufillo existente se transformaría en
insoportable hedor. Lo grave es, por tanto, que se enrede así, con tan escasa
credibilidad; que se erosione más aún la débil confianza que la ciudadanía
tiene en la política y se resquebraje y deteriore profundamente la imagen de
una malherida Universidad; que se predique con el mal ejemplo. Y, en especial,
que se nos tilde de estúpidos. Al menos a quienes conocemos cómo (mal)
funcionan las cosas en tales programas universitarios.
El espíritu perdido
La Universidad española necesita, sin duda, recuperar el
espíritu perdido, tal como sugiere el excelente filósofo y siempre profesor
universitario que es Emilio Lledó (lean la entrevista que ayer le hacía un
diario, no tiene desperdicio: https://elpais.com/cultura/2018/03/27/actualidad/1522176484_685088.html).
Su nuevo libro (Sobre la educación. La necesidad de la Literatura y la vigencia
de la Filosofía, Taurus, 2018), se antoja imprescindible en estos momentos
de estupor colectivo. Un profesor al que por cierto el establishment universitario
español no le puso precisamente las cosas fáciles cuando intentó volver a
ejercer la docencia en España. Su extraordinaria y pulcra imagen debiera servir
como espejo de recuperación de una Universidad que desde hace décadas
languidece. El caso Cifuentes es un ejemplo más de tan evidente declive, pero
ni es el único ni cabe alarmarse cínicamente por este y no por los otros
habidos y por haber. También todos esos casos son muestra, sin duda, de que la
integridad y la ética no son atributos de nuestra clase política, sea cual
fuere su origen y procedencia ideológica (y no pondré en marcha el ventilador
citando nombres). Tampoco enaltecen a un sistema universitario que muestra,
así, sus peores vergüenzas. Y, se resuelva como se resuelva, la herida ya está
abierta, tanto en la Universidad como en la Política. No es mortal, pero sí
grave. Una vez más nos vamos desangrando, sin que se pongan otros remedios que
meras tiritas. Y en esas seguimos.
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