"En una sociedad abierta y democrática como la española, todos, en mayor o menor medida, somos responsables de la ola de corrupción que nos asola"
Por José Manuel Urquiza.- Blog Hay Derecho- La corrupción, en mayor o menor grado, ha existido
siempre en el ámbito de la gestión de los asuntos públicos. En todos los
tiempos, sistemas políticos, culturas y religiones. El fenómeno es global. Al
parecer, las graves penas establecidas ya en el Código de Hammurabi contra
los gobernantes corruptos no han devenido eficaces. Cicerón forjó su carrera
política denunciando la corrupción de Verres.
En la obra Breviario de los políticos, del cardenal
Mazarino, se destaca el capítulo “dar y hacer regalos”: relevantes ministros de
la Monarquía francesa de 1700 fueron grandes depredadores. El comercio mundial
se desarrolló en el siglo XVII bajo la bandera de las comisiones ocultas. Hasta
el Estado Vaticano se ha visto envuelto en algún asunto de corrupción
(verbigracia, cardenal Marzinkus y el Banco Ambrosiano).
La corrupción política,
entendida como utilización espúrea, por parte del gobernante, de potestades
públicas, en beneficio propio o de terceros afines y en perjuicio del interés
general, es un mal canceroso que vive en simbiosis con el sistema democrático,
a pesar de ser teóricamente incompatible con el mismo, y que debe preocupar muy
seriamente a todos los demócratas, ya que corroe los cimientos de la
democracia, en tanto que elimina la obligada distinción entre bien público y
bien privado, característica de cualquier régimen liberal y democrático; rompe
la idea de igualdad política, económica, de derechos y de oportunidades,
pervirtiendo el pacto social; traiciona el Estado de Derecho; supone
desprestigio de la política y correlativa desconfianza de la ciudadanía en el
sistema, desigualdad en la pugna política, violación de la legalidad y atentado
a las reglas del mercado.
En España, en los últimos
años, numerosos sucesos han puesto de manifiesto que el fenómeno de la corrupción
en la gobernabilidad del Estado (principalmente, Comunidades Autònomas y
Ayuntamientos), no es algo coyuntural, sino estructural, que prolifera
peligrosamente en las instituciones públicas. Los casos denominados Gürtel, Púnica, Lezo, Pretoria, Palma Arena, Palau,
Operación Poniente, Operación Malaya,etc., que recorren la
geografía nacional, han revelado que muchas Corporaciones Públicas han
estado sometidas al poder económico y se han convertido así, crecientemente, en
verdaderas plataformas de negocios varios, y de tráfico de influencias; hasta
el punto de que hoy se corre el riesgo, cierto, de que intereses de grupos de
presión económicos cambien el sentido del sacrosanto concepto del interés general, para inhabilitarlo. Obviamente, no es
posible una estadística real de la corrupción, que por definición es oculta; y,
de otra parte, como es natural, no todos los mandatarios públicos son
corruptos.
Responsabilidad compartida
En una sociedad abierta y
democrática como la española, todos, en mayor o menor medida, somos responsables
de la ola de corrupción que nos asola. Los políticos que la practican,
promoviéndola o aceptándola; los sobornadores ( promotores empresariales), ora
causantes, ora víctimas; los partidos políticos, carentes a estas alturas de
autoridad moral para combatirla; el estamento judicial ( jueces y fiscales),
que en muchas ocasiones no ha dado la talla; las instituciones encargadas del
control y fiscalización de la actividad administrativa, negligentes casi
siempre en su tarea; los medios de comunicación, silenciando o
minimizando, a veces, el fenómeno corrupto; la intelectualidad, poco
comprometida en la lucha para erradicarla; la ciudadanía en general,
tolerante en exceso con el político corrupto, quizás porque aún no es
consciente de que la corrupción la paga de su bolsillo.
Las causas que propician esta
perversión pública son múltiples, a saber: la partitocracia, con sus taras e
imperfecciones; la profesionalización de la política, entendida en su peor
versión; el fenómeno del transfuguismo; o el deficiente sistema de financiación
de las formaciones políticas. Otras, propias del municipalismo, son la
crónica insuficiencia de sus recursos económicos; el raquítico régimen de
incompatibilidades legales de alcaldes y concejales; la galopante empresarización de los Ayuntamientos para huir
del Derecho Administrativo; o el deficiente sistema legal de control interno de
los actos económico-financieros de los entes locales.
Pero, por encima de todas
ellas, a mi modo de ver, la causa primera de todos los males en el sector
público español es la falta de ética pública de muchos de nuestros gobernantes,
llegados a la política no por vocación ni espíritu de servicio, ni siquiera por
ideología (¡ qué rancios suenan ya estos conceptos!), sino por propio interés.
En términos generales, ética es el sentido, la intuición o la
conciencia de lo que está bien y lo que no, de lo que se ha de hacer y de lo
que debe evitarse. La ética pública ha de ser correlativa de la privada. Mal
podrá defender la integridad y la moralidad en el plano público quien carece de
ella.
Por otra parte, la actuación
de cualquiera que realiza una función pública en nuestro país debe estar
presidida por la idea de servicio de los intereses generales, que es el
principal valor político. El artículo 103 de la Constitución Española –“La Administración Pública sirve con objetividad los intereses
generales”– constituye un mandato para autoridades y funcionarios.
Los valores clásicos del gestor público (imparcialidad, neutralidad, honradez y
probidad) se han de ver complementados hoy con los nuevos valores de eficacia y
transparencia, propios de las Administraciones Públicas del siglo XXI.
La corrupción socava la
integridad moral de una sociedad. Supone la quiebra general de los valores
morales. La corrupción pública, en cuanto supone lucro indebido del agente y su
disposición a mal utilizar las potestades públicas que tiene encomendadas, es
una práctica inmoral, ante todo; una violación de los principios éticos, sean
individuales o sociales.
Algunos analistas consideran
que la ética pública ha perdido hoy relevancia social, dada su naturaleza
subjetiva. La gran mayoría entiende, sin embargo, que la ética ha de ser el
mejor antídoto contra el veneno de la corrupción, y preconiza la necesidad de
un rearme ético, de un regreso a los valores antes enunciados. Por eso, se
observa últimamente en el mundo una gran preocupación oficial por la ética
pública (el Informe Kelly, en Gran Bretaña, sobre gastos diputados
británicos; Recomendación del Consejo de la OCDE, de 1998; Convención
Americana contra la Corrupción, de 1996).
La política, que puede ser la
más noble de todas las tareas, es susceptible de convertirse en el más vil de
los oficios; precisamente porque es una actividad humana y, como tal,
defectuosa. Todo el mundo coincide en que la ejemplaridad y la honradez son
virtudes que deben presidir la actuación de los políticos, en tanto que
escaparate y guía de la ciudadanía.
Pues bien, es la falta
generalizada de ética pública de nuestros gestores municipales, por ejemplo, la
razón principal del despilfarro del gasto público en los Ayuntamientos, del
favoritismo en la selección del personal o en la contratación de obras y
servicios, de la interesada arbitrariedad en la planificación urbanística, de
la negligencia en la gestión del patrimonio municipal o de los frecuentes
cambalaches en la composición de las mayorías de gobierno. Es a partir de la
ausencia de moral, o de dignidad en el desempeño del cargo, cuando el Alcalde
(o el concejal delegado de turno, o el funcionario revestido de capacidad
decisoria o meramente asesora), experimenta un total desprecio por el interés
general de la ciudadanía y utiliza sus potestades en beneficio particular
(propio, de sus allegados o de su partido), orillando los principios constitucionales
de eficacia, objetividad, independencia e igualdad, y demás preceptos legales y
reglamentarios. Se corrompe, en definitiva.
Llegados a este punto, hemos
de convenir que ni uno sólo de los gestores públicos que recientemente han sido
imputados en nuestro país por prácticas presuntamente corruptas (todos los
conocemos), se distingue precisamente por cumplir los postulados éticos que se
han descrito, a tenor de los modos y maneras de su malhadada gestión pública,
que hemos conocido con todo detalle por las oportunas crónicas mediáticas
sobre causas judiciales en marcha. Se diría más bien que utilizan la política
como medio de vida y, según se ha visto, como negocio (primun vivere, deinde filosofare).
La falta de ética pública de esos políticos es, por tanto, el denominador
común de la práctica presuntamente corrupta a que se refieren los escándalos de
corrupción antes señalados.
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