“Lo difícil, ¿sabe usted?,
es ser moderado sin ser débil”
(Alain, El ciudadano
contra los poderes, Tecnos, 2016, pp. 122-123 y 127)
Por Rafael Jiménez Asensio. blog La Mirada Institucional.- El 9 de marzo pasado se
suscribió el II Acuerdo para la Mejora del Empleo Público y de condiciones
de trabajo, que si sigue la lógica del anterior (el de 2017, atentamente
estudiado por Javier Cuenca, RVOP núm. 12) servirá de “fuente de
inspiración” al proyecto de Ley de Presupuestos Generales para 2018 que el
Gobierno quiere introducir en las Cortes Generales antes de las próximas
vacaciones de finales de marzo. Así, de paso, mete presión política al resto de
grupos parlamentarios. Son, en efecto, casi tres millones de empleados
dependientes del sector público, por tanto una auténtica legión de votos, más
aún si se suman sus familias. A ver qué partido político muestra su enemiga a
tal Acuerdo.
El oportunismo de la medida
es evidente, pues se han juntado el hambre del Gobierno (ante su declive
político en los sondeos) con las ganas de comer de los sindicatos, que una vez
más (como tantas otras) se han puesto las botas ante la debilidad del empleador
público. Cuestión de medida. Quién pague esto, cómo y cuándo, es otra cuestión.
Lo cierto es que el Gobierno vende con este Acuerdo que la crisis ha terminado
y que se inaugura la salida del túnel. Gracias a su gestión, se acabaron las
penurias. Viene la alegría. Ahora toca repartir. Veremos si su optimismo es
compartido por los mercados financieros. Más vale que no haya recaída alguna,
pues los platos rotos se convertirían entonces en el destrozo de una auténtica
vajilla nacional. Pero, en fin, todo se fía a que se apruebe la Ley de
Presupuestos Generales del Estado. Y, tal como está el panorama, es mucho fiar.
Pero es un elemento más de presión. Política de un Gobierno conservador que va
de la mano del mundo sindical. Paradojas.
No es mi intención desgranar
en este breve comentario lo que es un denso Acuerdo, plagado de matices y
condicionantes, pero también de no pocas concesiones. El momento manda. Ha sido
comentado con detalle en alguna otra entrada, por ejemplo la del Blog de José
Ramón Chaves (https://delajusticia.com/2018/03/10/cara-y-cruz-del-acuerdo-2018-2020-sobre-empleados-publicos/).
En todo caso, llama poderosamente la atención que el Gobierno negocie una serie
de ámbitos de “mejora del empleo público” (digámoslo claro: de
incrementos retributivos, incrementos de plantilla, estabilización del personal
temporal y, entre otras, reducción de la jornada laboral), sin nada a cambio.
Es cierto que, algunas medidas, se condicionan a la buena o mala gestión que cada
nivel de gobierno haya llevado a cabo de los objetivos de déficit, deuda e,
incluso, de la regla de gasto. Quien lo haya hecho mal políticamente, reduce el
margen de “mejora” de ese empleo público. Más bien lo enquista. Política
de empleo público vestida traje presupuestario. Marca Troika, sigue de
moda.
Así, escandaliza que, ante
tales concesiones, no se haya demandado ninguna contrapartida. Ni el
cumplimiento de una serie de exigencias relacionadas con la productividad,
tampoco la evaluación del desempeño o menos aún la acreditación de una mayor
profesionalización o, sin ir más lejos, relacionar los incrementos de plantilla
(apertura de la oferta de empleo público) con la inevitable y acelerada
adaptación de los nuevos perfiles de puestos de trabajo a la Administración
digital y a la revolución tecnológica con la robótica y la inteligencia
artificial (formación para la adaptación o búsquese usted otro empleo), que
están llamando a la puerta del sector público. Nada de esto existe ni se le
espera, a ojos de estos negociadores que al parecer no quieren ver la
evidencia. Un auténtico regalo. No le den más vueltas. El Gobierno, dada su
precaria situación, lo necesitaba de forma urgente, más aún tras la revuelta de
los pensionistas. Más les costará al Gobierno explicar cómo a unos se les da
tanto (o se les “devuelve” por los “sacrificios realizados durante la crisis”,
según la filosofía del Acuerdo) y a otros se les niega el pan y la sal.
Lo que es obvio es que no hay para todos. Pero como el dicho afirma, “quien
parte y reparte se lleva la mejor parte”. No se podía poner también en pie de
guerra a 3 millones de empleados, unos públicos y otros menos, una vez que los
pensionistas habían desenterrado el hacha de guerra. Cuestión de tamaño y de
impacto, me objetarán. Sin duda que pesa. Pero el peso es dispar y la
capacidad de influencia también.
Buen acuerdo para los sindicatos
Los sindicalistas del sector
público (una cosa son las personas y otra los sindicatos) han sacado, fruto de
las condiciones del contexto político, un buen Acuerdo para los empleados
públicos (y, en particular, para sus clientelas). Más discutible es que ese
Acuerdo sea bueno para la institución de función pública o del empleo público o
para la ciudadanía (que es quien paga). Pero eso a nadie importa, tampoco a
quien gobierna, que mediante una jugada de ajedrez político pretende que este
Acuerdo sea una de las palancas que active la aprobación de la Ley de
Presupuestos Generales del Estado para 2018 y obtener de ese modo una “prórroga
existencial de la Legislatura” que le permita esperar una mejora en los (hoy
por hoy) negros pronósticos electorales. Veremos en qué queda. Y, si no,
que se retraten los que no quieren pactar los presupuestos, al menos los
“aliados” más cercanos y ahora competidores máximos.
Al margen del contexto político,
hay un ejercicio de retórica barata en una de las ideas-fuerza que pretende
justificar el Acuerdo, pues sin ningún rubor se afirma que “la mejora de las
condiciones de trabajo (…) redundará de manera directa en un incremento de la
calidad de la prestación de los servicios públicos que reciben la ciudadanía“.
Sin duda el incremento retributivo propuesto abre un horizonte para que todos
los empleados públicos se sientan moderadamente satisfechos y menos “quemados”
de lo que siempre alegan estar, pero de ahí a que ello revierta en la mejora de
la calidad de la prestación de los servicios públicos va un largo trecho. De
momento, todo apunta a que se trabajarán menos horas, lo que exigirá crear más
plantilla, pues las 37,5 horas semanales se considera una jornada “supletoria”
siempre que se negocie otra inferior (algo que en todos los casos se hará), lo
cual es como decir que se ha transformado en una medida superflua, salvo en
aquellos supuestos en que las administraciones públicas no hayan cumplido en el
ejercicio anterior los objetivos de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad
financiera. El mal gobierno vuelve a revertir en peores condiciones de sus
empleados públicos. Un chiste, vamos. Si cumples objetivos, trabajas menos
horas; si no los cumples, a trabajar más. Pero eso nada tiene que ver con la
productividad ni el desempeño. Tampoco con los empleados público. Solo con la
estabilidad presupuestaria y la sostenibilidad financiera. Cosas distintas.
Mejoras retributivas
Los incremento retributivos
en el empleo público se articulan a través de un marco plurianual que se
extiende desde 2018 hasta 2020, con porcentajes anuales fijos y otros variables
en función del crecimiento económico y de otros factores, pero incorporando
incluso fondos adicionales de la masa salarial en función de determinados
criterios, todos ellos dirigidos a pagar más a los empleados públicos sin
apenas ninguna exigencia por ello (el total, así, puede superar con creces el 8
por ciento de incremento en tres años). La presión sindical será en estos casos
la moneda corriente para “homogeneizar” (aunque se utiliza en el Acuerdo la
expresión más suave de “homologar”) los diferentes complementos de destino o
específicos, cuando no productividades. El ansiado paraíso sindical del
“igualitarismo absoluto” (pagar a todos igual hagan lo que hagan, trabajen
bien, regular o mal, o no hagan nada) se vislumbra en el horizonte. Se toca con
los dedos. Vayan preparándose los negociadores. Les viene una encima de
pronóstico.
La tasa de reposición del
empleo público también se pretende relajar mucho. En determinados casos puede
ser incluso superior al 100 por ciento, lo que supondrá ir dotando plazas
nuevas y necesarias en las Administraciones Públicas e ir atenuando
gradualmente el envejecimiento de las plantillas, que será en los próximos años
la moneda corriente. Hay mucha letra pequeña en este tema, que no puedo
comentar ahora. Lean atentamente el Acuerdo, no tiene desperdicio. Está bien
sin duda que se abran las ofertas de empleo público y que se vaya abandonando (hasta
eliminarla) la maldita y disfuncional tasa de reposición. Pero no nos
equivoquemos, la tasa ahí sigue, aunque descafeinada. El Ministerio de Hacienda
(y su apéndice de Función Pública) continúa haciendo política de personal
exclusivamente a través de los presupuestos, un pésimo instrumento para tales
fines. Los sindicatos del sector público siguen anclados (al parecer toda su
vida) en la política incremental (más retribuciones, más permisos, más
empleados, menos jornada y menos obligaciones o responsabilidades). Y, en esas
estamos, aquí nadie hace política de gestión de personas en el sector público.
Eso son tonterías. No se estila, era de la época del EBEP. Producto viejo
o tiempo pasado de ensoñadores trasnochados. Ya vendrá más pronto que tarde la
pesada factura. Trampear es muy fácil, resolver los auténticos problemas algo
más complejo. A procrastinar, que tanto nos gusta. Vean cómo tenemos y el
futuro que le espera al sistema de pensiones, pues algo parecido pasará con el
empleo público dentro de 5 o 7 años, 10 como máximo. Al tiempo.
No basta con abrir la mano de
la Oferta de Empleo Público. El problema reside en qué plazas querrán cubrir
las Administraciones Públicas (¿técnicas o instrumentales?) y con qué
exigencias. Los servicios de recursos humanos del sector público (menuda
también la que se les viene encima), tras años de inactividad en el campo de la
selección, están desempolvando los viejos y destartalados procedimientos
selectivos, con sus absurdos temarios y la tradicional estructura de pruebas.
Con eso poco se resolverá, si es que algo se consigue. El periclitado sistema
de selección apenas nada predice. Casi puede ser mejor echar a cara y cruz. El
talento joven dará la espalda (ya lo está dando) a la administración pública y
está puede convertirse en un océano de mediocridad, como ya lo son algunas
señaladas esferas o ámbitos del sector público. Y no digo nada más para no
herir susceptibilidades, pero tiempo habrá para hablar de ello.
Sorprende que un Acuerdo
sobre la Mejora del Empleo Público suscrito en 2018 no dedique ni una
sola reflexión seria al contexto actual del empleo público y a sus retos de
futuro, como tampoco se ponga de relieve la trascendencia del mérito, la
captación del talento o la exigencia creciente de estándares elevados de
profesionalidad, así como la medición de los resultados del trabajo profesional
y la articulación de un sistema de carrera profesional que premie a los
mejores. Estas calculadas omisiones nos dan una idea de dónde estamos:
sumergidos en el barro o en las aguas estancadas de un empleo público que está,
pero no progresa. Quieto, cuando su entorno se acelera. Como tantas estas cosas
en este país, donde el reloj de la Historia se ha parado, justo cuando más
necesario era que se adaptara a los nuevos tiempos. Solo interesan las “mejoras
retributivas incrementales”, la estabilización no del empleo temporal sino de
los “empleados temporales” (cueste lo que cueste) y la reducción de jornada
semanal. ¿Esos son exclusivamente los problemas del empleo público?
Vuelve así a llamar la
atención un párrafo que los sindicalistas del sector público erre que erre lo
incorporan en estos acuerdos, con la esperanza de que el legislador de
Presupuestos “muerda el anzuelo” y lo traslade a la Ley. Una operación
dudosamente constitucional (por ser suave en el juicio), ya que se dedica a
preterir el principio de igualdad, mérito y capacidad, en el acceso a la
función pública. Una vez más se recoge, como ya hiciera la LPGE 2017, que “la
articulación de estos procesos selectivos (de estabilización del empleo
temporal) será objeto de negociación colectiva” (hasta aquí ninguna novedad,
salvo que de nuevo se ignora el artículo 37.2 TREBEP). Pero se vuelve a
insistir en la siguiente idea, que no se incorporó cabalmente en los Presupuestos
del ejercicio anterior: “(…) en cuyo marco podrá ser objeto de valoración en
la fase de concurso, entre otros méritos, en su caso, el tiempo de servicios
prestados en la Administración Pública“. Dicho en román paladino:
aplantillar a todo el personal temporal por encima de cualquier otro candidato
que venga “de fuera”. Se avecinan tiempos de impugnaciones múltiples de las
convocatorias y procesos selectivos ante los (hasta ahora complacientes)
tribunales de justicio. Hay mucho paro, precariedad y frío fuera de la
Administración para que el ciudadano “externo” se chupe ingenuamente el dedo.
También son titulares de derechos, y algunos fundamentales. Aunque con
frecuencia se olvide.
Pero esta vez la cosa va más
lejos. Esa tasa adicional de estabilización del empleo público se le dota de un
carácter cuasi universal, por lo que, de aprobarse la Ley, el empleo temporal
de carácter estructural desaparecerá (o, al menos, eso se pretende) de la faz
de la tierra administrativa. Se estabilizarán plazas ahora estructurales y
dentro de cinco años superfluas. Si bien la cosa no queda ahí, pues la
estabilización también se extiende al sector público institucional, o si
prefiere a la “Cueva de Alí Babá” de las empresas públicas y fundaciones, donde
se podrán hacer así fijos a miles o decenas de miles de enchufados o afiliados
políticos o sindicales que pululan por sus nóminas sin haber acreditado nada
para ingresar allí. Nóminas, no se olvide, que paga el ciudadano. Cuando la
necesidad aprieta, cuantas tonterías se hacen.
Con este panorama descrito,
comprenderán que no me sume al entusiasmo que despiertan tales medidas
recogidas en tan aireado Acuerdo. Sancionan y agravan un dualismo insostenible
y cada vez más sangrante entre el mercado de trabajo público (con notables ventajas
en condiciones de trabajo, no seré más explícito) y privado (marcado de
precariedad y bajas retribuciones). Y lo pactado en el Acuerdo no es solo lo
aquí explicado. Léanlo porque tiene más miga. Compárenlo con el sector privado.
Pero sean conscientes de que la filosofía que anima todo “pacto” en el sector
público es siempre la misma: engordar derechos, nunca responsabilidades. Que
eso lo promuevan unos sindicalistas del sector público me dirán que está en su
ADN (algo que en absoluto comparto, al menos no en lo que debería ser la
posición institucional de los sindicatos en el sector público). Que lo
sancione, en esos términos y sin nada a cambio, un Gobierno pretendidamente
responsable, me parece algo más serio o más preocupante. Y no soy ningún ingenuo,
pues esa es la forma de “hacer política” en este país llamado España: aplazar
el pago de las facturas. Entre las (malas) conductas de unos y otros, la
conclusión que extraigo es lapidaria: la función pública en España, así, nunca
tendrá remedio. Salvo que la ciudadanía lo pare. Y me gustaría equivocarme,
pero me temo que no. Son ya muchos años, tal vez demasiados, viendo lo mismo.
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