"Mientras la dirección pública profesional y la profesionalización efectiva de los puestos directivos de la alta función pública no se implante en las AA.PP españolas, hablar de gestión del conocimiento en el sector público no deja de ofrecer innumerables paradojas"
“A menudo los sistemas pueden sostenerse más tiempo de lo
que pensamos, pero terminan desplomándose mucho más rápido de lo que
imaginamos” (Kenneth Rogoff)
Por Rafael Jiménez Asensio. Blog La Mirada Institucional.- Presentación.-La participación en una Jornada sobre La gestión del
conocimiento intergeneracional en la Administración, organizada por dos
instituciones de formación (EIPA y ECLAP) y auspiciada por la Junta de Castilla
y León (Valladolid, 31 de octubre de 2017), me ha dado pie a elaborar esta
entrada, que tendrá continuidad en un texto escrito (Paper) que, con una visión
de conjunto del problema, difundiré en las próximas semanas.
En este interesante foro se han presentado, además, dos
buenas prácticas de las que cabe aprender mucho. La primera de la Junta de
Andalucía, que la llevó a cabo quien es director del IAAP, José María Sánchez
Bursón. Y la segunda consistió en un modelo de aprendizaje en el puesto de
trabajo a partir de una experiencia de la Generalitat de Cataluña, que presentó
Jesús Martínez Marín. Faltó, sin duda, el relato del modelo puesto en marcha
por el Gobierno Vasco, que liderado políticamente por los responsables del
departamento de Gobernanza Pública y Autogobierno y técnicamente por Mikel
Gorriti y su equipo, es uno de los ejemplos de referencia en este (aún escaso)
mapa de buenas prácticas necesarias para hacer frente al trascendental reto al
que se enfrentan las administraciones públicas en los próximos diez/quince
años.
Envejecimiento de plantillas y retos de transformación de
las administraciones públicas en los próximos años
No se puede llevar a cabo una política inteligente y
efectiva de gestión del conocimiento en el sector público sin ser concientes de
la acelerada transformación que sufrirán en los próximos años (ya están
sufriendo) las administraciones públicas y, particularmente, la función
pública. Los enormes desafíos de las jubilaciones masivas, de la digitalización
del sector público (con sus inevitables impactos sobre las estructuras
organizativas y los puestos de trabajo), la robotización que llama a la puerta
(que hará superfluos un buen número de puestos de trabajo también del sector
público) y, en fin, los previsibles impactos de la inteligencia artificial
sobre las actividades instrumentales o un buen número de aquellas técnicas (de
alto componente burocrático o procedimental) que se ejercen actualmente en el
sector público, abren un escenario a diez años vista radicalmente distinto al
que se ha movido plácidamente una función pública maquinal que tiene los años
contados, lo que exige ser concientes de que la puesta en marcha de una agenda
de transformación (abandonemos ya el gastado término de “modernización) de las
administraciones públicas (y por lo que aquí interesa de la función pública) es
inaplazable.
Es cierto que, como mostraron las buenas prácticas citadas
al inicio, se pueden hacer muchas cosas o poner en marcha una amplia batería de
acciones o programas que vayan encaminados a ese fin de gestionar mejor el
cambio generacional o la gestión del conocimiento, como de hecho ya se están
haciendo en algunas (aún muy pocas) organizaciones públicas (en esta materia el
caso del IAAP es digno de resaltar). Pero de no configurarse una política
integral del gestión del conocimiento en materia de recursos humanos en el
sector público mediante herramientas de planificación estratégica
(inevitablemente flexibles para adaptarse a un entorno tan cambiante) y un marco
conceptual integral de transformación del sector público, la puesta en marcha
de tales acciones siempre tendrá resultados limitados y posiblemente se
dilapidarán recursos, cuando no sus efectos (aunque tangibles) no consigan otra
cosa que perpetuar un modelo obsoleto de Administración Pública (como puso de
relieve Carles Ramió) que no tiene encaje alguno en una sociedad en constante
proceso de cambio, como es la que se evidencia en los próximos años.
Y abordar correctamente esta cuestión estratégica y existencial
requiere, sin demora, un replanteamiento en profundidad de la institución de la
función pública tal como está configurada actualmente. También exige un enfoque
holístico del problema, no solo circunscrito a las técnicas que pueden hacer
efectivo ese proceso de gestión del conocimiento, que están muy bien diseñadas
en otros modelos comparados y en las numerosas contribuciones académicas o
profesionales, pero que parten de sustratos organizativos e institucionales
maduros y no plagados de patologías y disfunciones sinfín como es nuestro caso
(véase, al respecto, el número monográfico de la Revista Vasca de Gestión de
Personas y Organizaciones Públicas con varias contribuciones académicas sobre
el tema de “Gestión del conocimiento intergeneracional”, que puede consultarse
en abierto). No me puedo detener aquí, por razones obvias de espacio, en ese
marco conceptual integral que hace falta abordar para obtener unas mínimas
garantías de éxito en el (largo) proceso que se inicia de gestión del
conocimiento en nuestro sector público. Reenvío al lector interesado al texto
anunciado más arriba.
No hay conciencia del problema: la inmediatez aplasta la
visión estratégica.
Pero abordar este problema estratégico requiere asimismo
sensibilidad política, al menos comprensión por parte de los niveles de
gobierno de la existencia del problema y de que, por tanto, hay que buscarle
soluciones. Salvo muy pocos casos, la política ignora la trascendencia del reto
que tiene (o debería tener) a pocos años vista. Lo que dice muy poco de una
política marcada por la contingencia y sin mirada estratégica. De seguir así el
problema les reventará sin que apenas se hayan dado cuenta de ello. Pero esa
política de vuelo gallináceo, así como de marcada incompetencia por parte de
todos sin excepción, es la que nos está conduciendo a que España esté sufriendo
una crisis institucional de magnitudes estratosféricas. Y la función pública
también es una institución. Eso sí completamente olvidada por el poder
político.
Aun así no se pueden echar, ni mucho menos, todas las cargas
de la inacción sobre la política. El empleo público es muy acomodaticio y en
muy pocas ocasiones (los ejemplos expuestos y alguno más) se han activado
propuestas con el fin de afrontar ese complejo problema que corre el riesgo de
explotarnos en las manos, pues efectivamente (como recordó Jesús Martínez)
estamos ya en tiempo de descuento. Y no digamos nada de la rémora que supone
una dirección pública que por lo común ni huele un problema que debiera estar
marcado con rojo en las agendas de recursos humanos del sector público. Una
dirección, en efecto, marcada por el sello de la provisionalidad temporal que
implica el ciclo de la política, lo que hace particularmente difícil que a ese
personal directivo “temporero” (cuando no muchas veces amateur) se le puede
exigir visión estratégica. Tienen fecha de caducidad en las instituciones. Y
eso define sus prioridades, siempre a corto plazo.
Y luego hay otros actores, sin duda relevantes en esta
materia, como son los sindicatos. El inevitable proceso de transformación de
las administraciones públicas como consecuencia de los fenómenos descritos, les
pondrá más pronto que tarde frente al espejo de la realidad, que no podrán
deformar interesadamente. La jubilación masiva de empleados públicos comportará
una reducción de plantillas (como consecuencia de la supresión de aquellos
puestos de trabajo instrumentales o que no añaden valor en la sociedad del
conocimiento y de la digitalización), una tecnificación imprescindible de los
puestos de trabajo suprimirá asimismo decenas de miles de puestos
instrumentales y, probablemente, se producirán no pocos desgarros entre unas
plantillas infladas y un proceso de robotización e implantación de la
inteligencia artificial en el sector público. Alguna solución habrá de
buscarse, pues la Administración Pública dista de estar lejos de ser una
institución benéfica, sino que se debe al servicio a la ciudadanía. Lo lógico
sería que el ajuste fuera natural, aprovechando la ventana de oportunidad que
ofrece la salida en masa de centenares de miles de empleado públicos en los
próximos años. Pero no será fácil. O los sindicatos del sector público asumen
la incontestable realidad del contexto y trabajan con mirada estratégica e
inteligente para la resolución de los enormes retos que se plantearán en los
próximos años o se transformarán con enorme facilidad en la última expresión de
un trasnochado ludismo en la administración pública. En este último caso,
estarán condenados a desaparecer.
Mi tesis es, en efecto, que con el marco actual (también
presupuestario) de la función pública insertar una política de gestión del
conocimiento es un ensayo cargado de voluntarismo y con escasos efectos reales
o de impacto efectivo. Los instrumentos organizativos están caducos, pues son
de otra época (puestos de trabajo estáticos, relaciones de puestos de trabajo
rígidas e inservibles como herramienta de gestión, ofertas de empleo público
que abren proceso selectivos eternos, etc.). Los instrumentos de gestión están
asimismo periclitados (procesos selectivos formales y desactualizados, que no
sirven para captar talento joven e identificar la adecuación entre persona y
puesto; una formación aislada de las políticas de gestión y formalizada, sea
presencial o virtual) o sencillamente no existen (carrera profesional efectiva,
evaluación del desempeño; etc.).
La “destrucción” del conocimiento: la alta dirección y la
alta función pública.
Y, en fin, podríamos seguir con otros muchos ejemplos. Pero,
a mi juicio, donde se producen las paradojas más evidentes de la gestión del
conocimiento es en los puestos críticos de la Administración Pública y,
especialmente, en los puestos de niveles directivos, pues es en estos (por su
naturaleza estratégica) donde realmente el sector público se juega mucho en esa
necesaria transferencia de conocimientos y destrezas que evite el eterno
retorno a la casilla de salida, con sus letales efectos.
Efectivamente, esta es posiblemente la mayor (no la única)
debilidad institucional que se plantea en una política de gestión del
conocimiento en las administraciones públicas españolas. En este país la
práctica totalidad de los niveles directivos de sus administraciones públicas
están colonizados directa o indirectamente por la política. Esa rotación
infinita que se produce en los niveles directivos provoca (algo que señalé hace
años en sendos libros sobre la función directiva: Directivos Públicos, IVAP,
2006; y La Dirección Pública Profesional en España, Marcial Pons, 2009, en
colaboración con Manuel Villoria y Alberto Palomar) una destrucción permanente
del conocimiento en los niveles de alta dirección, en los puestos directivos de
la alta función pública y en algunos puestos técnicos, que son nucleares en el
funcionamiento de la Administración Pública. En efecto, los cambios de
gobierno, de responsables departamentales o cualquier otro tipo de incidencia
política (o personal), hacen que las personas que ejercen puestos directivos de
las Administraciones Públicas y de su sector público institucional (que forman
parte habitualmente de la cuota que los partidos gobernantes disfrutan para
satisfacer a sus huestes o “amigos políticos”) salten por los aires cada cierto
período de tiempo. Y se repongan con personas provenientes de las “bandas
rivales”. Ya sea como consecuencia de ceses políticos o de ceses derivados del
procedimiento de libre designación.
La política de gestión del conocimiento pone el foco de
atención principalmente en aquellos puestos críticos de las organizaciones
públicas, que son al fin y a la postre los directivos, así como aquellos
puestos de carácter técnico cualificado. Si esos puestos se proveen por
designación política o por libre designación, construir en ese caso una
política de gestión del conocimiento en esas organizaciones se tropieza de
inmediato con el muro de la realidad, que nunca le dejará avanzar o, si lo
hace, será un camino plagado de mentiras piadosas.
Mientras la dirección
pública profesional y la profesionalización efectiva de los puestos directivos
de la alta función pública no se implante en las administraciones públicas
españolas (algo que, hoy por hoy, ni se visualiza ni se le espera), hablar de
gestión del conocimiento en el sector público no deja de ofrecer innumerables
paradojas, como la descrita. Aquellas Administraciones Públicas que tienen
centenares o decenas de puestos de alta administración en su sector público
(que son la práctica totalidad) cubiertos por sistemas de nombramiento político
o miles (centenares o decenas) de puestos de la alta función pública cuyo
sistema de provisión es la libre designación (que también son la mayoría),
difícilmente podrán implantar una política inteligente y sincera de gestión del
conocimiento, pues tales sistemas conducen de forma inevitable a depredar o
destruir el conocimiento en el sector público con cada ciclo político que se
inaugura. En estos casos hablar de transferencia es cerrar los ojos a la
evidencia. Quien se marcha se lleva todo, papeles incluidos. No deja memoria. Y
quien llega, construye “su” conocimiento de cero. Y cuando la inestabilidad
política se instala, ya se sabe: el conocimiento se va irremediablemente a la
basura y, al parecer, a nadie le importa. Y esto, anótenlo, solo pasa en la
“vieja” Europa en España y Grecia. Y luego hablamos de modernidad. Este es el
país real, lo demás coreografía.
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