"Cuando la política actúa con vocación de pirómano y no hay bombero alguno que apague el incendio, la función pública deja de ser un cortafuego y se puede convertir ella misma fácilmente en pasto de las llamas"
“Fracasé rápidamente en el intento de aislarme en un pequeño
entorno privado y protegido, y el motivo fue sencillamente que no existía tal
entorno” ( Sebastian Haffner, Historia de un alemán. Memorias 1914-1033,
Destino, 2006, p. 223)
Por Rafael Jiménez Asensio.- Blog la Mirada Institucional.- La función pública es una institución siempre sensible a las
crisis políticas. Su afectación es mayor o menor en función de varios
factores. En esta entrada analizaré únicamente tres de ellos. Y, a partir de
ahí, extraeré algunas hipótesis o escenarios de futuro. A saber:
El primer factor es el grado de consolidación real de la
institución de función pública. Esta institución tardó mucho tiempo en
asentarse. Y no lo ha hecho de forma efectiva más que en las democracias
avanzadas. No fue una batalla fácil ni corta en el tiempo. En nuestro caso su
proceso de afincamiento ha sido largo y desigual, ofreciendo aún espacios en
los que sus pilares básicos no se han desarrollado plenamente u ofrecen algunas
patologías estructurales.
No se puede hablar de institucionalización plena de la
función pública salvo que se cumplan tres exigencias conceptuales básicas: 1) Profesionalización,
vinculada principalmente con sistemas de acceso y carrera profesional basados
en la libre concurrencia en condiciones de igualdad y en el principio de
mérito; 2) Imparcialidad, principio existencial de la función pública, que
debe ser respetado plenamente por quienes ejerzan circunstancialmente el poder;
y 3) Garantía de inamovilidad del funcionario, poniendo así a este al
abrigo de la (arbitrariedad) política.
Pues bien, las crisis políticas, sobre todo aquellas que
implican procesos revolucionarios, insurreccionales (de cualquier carácter) o
rupturistas, comportan habitualmente –con mayor o menor intensidad- el desfallecimiento
de los tres presupuestos que sirven de base a la institución.
En tales contextos de crisis, la profesionalización se puede
ver quebrada en el acceso (por ejemplo, a través de las “oposiciones
patrióticas”, como las que se llevaron a cabo sin ir más lejos en el primer
franquismo) o en la multiplicación del empleo público temporal, siempre muy
vulnerable a la presión política. En esos complejos
escenarios la imparcialidad es preterida, pues lo único que se exige en
tales momentos son lealtades inquebrantables. Y, en fin, consecuencia de
lo anterior, tal como estudié hace treinta años en la tesis doctoral (Políticas de
selección en la función pública española 1808-1978, MAP, 1989), se ponen
en marcha procesos de “selección negativa” (así los denominó Alejandro Nieto)
que conllevan “purificaciones”, depuraciones, ceses en masa o purgas
(dependiendo el tipo de régimen) en las plantillas de empleados públicos. Esas
nóminas de empleados quedan así diezmadas y se reponen con fieles al nuevo
sistema. Pero debe quedar claro que esas denostadas prácticas no son
propias ni exclusivas de este país, pues ha habido innumerables precedentes,
también en aquellos países que hoy en día representan las democracias más
avanzadas.
Imparcialidad
El segundo factor, estrechamente relacionado con el
anterior, es el grado de politización que sufre la institución de función
pública, entendido como penetración de la política en su estructura y
funcionamiento. Si la profesionalización de la función pública es dominante, la
politización es anecdótica o residual. Pero si aquella es débil y los valores
básicos de la función pública no están plenamente asumidos (imparcialidad
y neutralidad o mérito, entre otros, así como sometimiento al orden
constitucional y a la Ley), la politización puede jugar como un factor de
perturbación de primera magnitud en determinadas crisis políticas. En esos
escenarios de debilidad institucional, el funcionario deja de actuar como
decía Weber sin ira y sin prevención (ya no está alejado
funcionalmente de la lucha política partidista), pasando a convertirse en una
suerte de soldado de la política alineado exclusivamente con ella, con olvido
por tanto de su papel existencial. Algo impropio de un sistema democrático
y de una función pública profesional.
La politización puede adoptar, de todos modos, muchas otras
caras: por ejemplo, llenar la alta administración de fieles al partido o
partidos en el poder para que hagan de motor de la voluntad política
explicitada a veces como mera decisión. También la politización supone
multiplicar sin freno los puestos de libre designación en la
Administración pública (muestra viva de la colonización política), con la
finalidad de disponer así de un ejército de correligionarios que trasladen de
forma muda las decisiones políticas, por muy contestadas que pudieran ser estas
desde el plano técnico; o más sutilmente politizar es, asimismo, llevar a
cabo una presión directa o indirecta sobre una función pública que en su
estado de debilidad muestre escasa beligerancia con el poder. La expresión más
extrema de esta forma de actuar es la que se dio en regímenes totalitarios.
En estos últimos, el impresionante testimonio de Haffner recogido en el
libro que abre esta entrada es inigualable, sobre todo para observar también
cómo una función pública profesional (como era entonces la alemana) cae
gradualmente en las redes de una expresión política total.
Y, en tercer lugar, un factor sustantivo en ese complejo
binomio entre función pública y crisis política se encuentra en la naturaleza
que esas crisis adopten. La Historia nos muestra muchos ejemplos, tal vez
demasiados. Por no salir de nuestro marco y tampoco del propio de las
democracia avanzadas, es cierto que en todo proceso revolucionario que supone
la caída de un régimen anterior se suman con mayor o menor
intensidad todas y cada una de las patologías descritas. Se pudo ver, así,
en la Revolución francesa, pero también en los distintos modelos
constitucionales que se ensayaron a partir de entonces en Francia desde 1789 a 1873, por no ir más lejos.
A tal efecto, tanto el libro de François Furet (La révolution I y II,
Hachette, 1988) como las imprescindibles impresiones de Tocqueville sobre la
Revolución de 1848, dejaron claras esas tendencias de depuración de los
escalafones funcionariales en momentos de honda perturbación
política. Aunque ello no fue exclusivo de Europa. En este punto, los dos
tomos del último libro de Fukuyama traducido al castellano (Los orígenes del
orden político; y Orden y decadencia de la política, Deusto, 2016) son
reveladores. No puede haber Estado democrático sin una función pública
profesional e imparcial.
Cesantías
En España, ya los liberales gaditanos implantaron a inicios
del siglo XIX el denostado sistema de cesantías. Pero Fernando VII fue mucho
más agresivo, al perseguir sin descanso a cualquier funcionario adicto a la
causa constitucional e implantar más adelante (tras el trienio liberal) un
sistema de purificaciones que describe magistralmente Benito Pérez
Galdós en su obra El terror de 1824.
Tras esa larga etapa de oscurantismo, volvió con fuerza el
sistema de cesantías, pues los funcionarios dependiendo de la adscripción a una
u otra opción política retornaban a sus puestos o eran sencillamente laminados
por un cese fulminante. Y esto se produjo independientemente de cuál fuera la
naturaleza del sistema político-constitucional o del gobierno de
turno (conservador, moderado, liberal, progresista, republicano o
franquista). En este sentido, un excelente libro para comprobar esa noria
permanente de ceses y nombramientos de funcionarios marcados por una visión
sectaria de la política (tan arraigada en nuestras mentalidad) es, sin
duda, la obra colectiva Política en penumbra (Siglo XXI, 1996).
Ese es el legado institucional heredado. Y, a pesar del tiempo transcurrido,
todavía muestra huellas evidentes.
Pero, tras ese largo calvario, la institución de función
pública (también en España, aunque de modo desigual y más tardío), echó raíces
firmes. Las depuraciones masivas (al menos en Europa occidental) dejaron
de darse, aunque los regímenes cambiaran de signo. La institución de función
pública, por tanto, adopta una alta resistencia ante las crisis (y
también ante las presiones) políticas, en especial cuando mayor es su
grado de consolidación institucional y menos politizada está. Ello no quiere
decir que, ante una crisis política grave, la institución de función pública no
padezca, pero si se dan las premisas de una Administración impersonal (en
términos de Fukuyama), la defensa de la institución y de sus miembros siempre es
mucho más efectiva frente al mal gobierno, el aventurerismo político o al mero
desorden o caos institucional.
Los problemas, sin embargo, no acaban ahí. Si se
producen colisiones frontales entre orden constitucional y
decisionismo político (legalidad versus legitimidad; o el retorno a la escena
política del viejo enfrentamiento entre Kelsen y Carl Schmitt, saldado
históricamente a favor del primero), el desgarro de la función pública puede
ser un efecto inducido del contexto. En ese marco nadie, absolutamente
nadie, se libra de que la polarización política intensa traspase los
muros de contención (más aún si estos son débiles o frágiles) de la función
pública. Decir lo contrario es ignorar el pasado.
En esa hipotética circunstancia se abriría, así, un aparente
dilema: ¿Qué “legalidad” obedecer?: la que es fruto de la decisión o la inserta
en el orden jurídico constitucional vigente. Una función pública profesional no
tiene dudas de alineamiento frente a esa cuestión. Plantear tal dilema, por
ejemplo, en Alemania, Francia o Canadá, es un absoluto dislate. Plantearlo aquí
como mera especulación también tiene, en principio, una respuesta clara y
unívoca. Mas pueden surgir algunas dudas, por lo antes expuesto. La
función pública solo se desgarra ante las crisis políticas graves cuando sus
pies son de barro. Si se produce el derrumbe de la institución, la
profesionalidad, imparcialidad e inamovilidad, pueden transformarse
en valores inertes. Y si así fuera, la institución quedaría absolutamente
capturada, que es como decir muerta.
En verdad, pese al énfasis que se pueda exponer en el
discurso político, se trata de un falso dilema. Cualquier funcionario, al
margen de su propia ideología, procedencia o nivel, lo sabe. La función pública
está al servicio de la sociedad, pero asimismo sujeta a un orden
jurídico-constitucional del que no puede fácilmente desembarazarse. Un
funcionario conoce perfectamente las consecuencias que se anudan a tal conducta.
Nada de lo anterior implica –y de necios sería no
reconocerlo- que a la institución de la función pública se lo pongan fácil
en determinados contextos, menos aún si la alta tensión política contagia y se
traslada al sistema burocrático. Y ello se puede dar cuando se invoque, por un
lado, el Derecho sancionador “propio” y, por otro, se saque a pasear
al Derecho penal y a los tribunales de justicia.
Cuando la política actúa con vocación de pirómano y no hay
bombero alguno que apague el incendio, la función pública deja de ser un
cortafuego y se puede convertir ella misma fácilmente en pasto de las llamas.
El edificio funcionarial puede quemarse totalmente o tener destrozos de tal
magnitud que lo hagan poco menos que irreconocible en un futuro inmediato. El
espacio burocrático se puede transformar, así, de forma burda e irresponsable,
en campo de batalla político.
Seguridad Jurídica
Pero que nadie se llame a engaño. Cuando surgen crisis
políticas graves, la seguridad jurídica (y sobre todo la inamovilidad) de los
funcionarios públicos, por muchas lecciones (impostadas) de normalidad que se
quieran dar, entra potencialmente en una tierra de arenas movedizas o, si se
prefiere, en un campo minado. Todo el mundo pretende ponerse a salvo. La
tensión política se transforma en tensión existencial en lo que a la vida
funcionarial respecta. Hay mucho en juego. El temor y la incertidumbre se
apoderan de una cotidianeidad que se ha visto (¿sorpresivamente?) alterada de
raíz. Ley de vida. Si esto se produce, retornarán (si no lo han hecho ya)
viejos debates que presumíamos cerrados para siempre. Qué poco hemos aprendido.
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