Rafael Jiménez Asensio. Blog La Mirada Institucional.- Es una queja común airear
la politización de la Administración pública. Menos frecuente es hacer mención
al proceso inverso: la funcionarización de la política o, mejor dicho, la
ocupación de la política por altos funcionarios. Para entender cabalmente qué
ocurre realmente en la política española (al menos en las instituciones
centrales) conviene detener el punto de mira en este aspecto. Aunque ello
signifique, tal como se verá, nadar contracorriente. A veces es oportuno volver
a las raíces de los problemas.
Max Weber abordó, en
diferentes trabajos, la cuestión de quiénes eran los profesionales idóneos para
hacer política. Sin duda, su opúsculo más representativo del tratamiento de
este tema fue la conocida conferencia titulada El político y el científico.
Desde entonces han cambiado muchas cosas. Las nóminas de la política se
nutrieron durante mucho tiempo principalmente de abogados. Luego otras
actividades profesionales y laborales se fueron incorporando a la clase
política.
Pronto, asimismo, los
funcionarios –al menos en algunos países y pese a las objeciones conceptuales
que mostrara Weber- fueron entrando en la escena política. Pero el tránsito de
la función pública a la política no es sencillo. Son actividades de muy
diferente cuño y con valores distintos, aunque algunos de ellos puedan ser
coincidentes.
Funcionarios vs políticos
El funcionario público,
según el planteamiento de Weber, debe servir a la Administración Pública sine ira et studio, alejado de la
contienda política y actuando siempre de acuerdo con los valores de profesionalidad
(saber especializado) e imparcialidad, con lealtad institucional, así como con
neutralidad y honestidad. Las tres premisas en las que se asienta la
institución de la función pública son la profesionalidad, la imparcialidad y la
integridad. Sin ellas la Administración Pública cae irremediablemente en la
corrupción.
El político, como describe
magistralmente Weber, está marcado por el entorno en el que desarrolla
esa actividad: “la esencia de la política es lucha, ganarse aliados y
seguidores voluntarios” (cursiva del autor). La política se mueve por la pasión
y por la ambición, como también apuntara este autor. Algo alejado, por lo
común, de la reflexión. Además el político es, por definición, parcial, pues se
alinea (con frecuencia cerradamente) con una “parte”, pues no otra cosa son los
partidos (Sartori).
Además, en palabras
también de Weber: “quien quiera dirigir políticamente tiene que saber
manejar los instrumentos modernos del poder”. Y está por ver que ese manejo sea
habilidad propia de los funcionarios, por muy “altos” que sean. Ya Alain nos
puso en guardia al afirmar que “el gobierno de los mejores no resuelve nada”.
Las competencias políticas (por emplear la expresión de Léon Blum) no están en
los amplios temarios de oposiciones de los cuerpos de funcionarios (ni tampoco
en la formación complementaria, cuando la hay), tampoco –salvo excepciones
singulares- el cúmulo de técnicas y habilidades necesarias para dirigir la
Administración Pública. Sus competencias son de otro carácter, propias del
saber especializado.
No cabe duda que en las
instituciones centrales la presencia de funcionarios de cuerpos de élite en los
puestos de responsabilidad política siempre ha sido una constante, pero cada
vez es más intensa. En la legislatura 2011-2015 los altos funcionarios
(esencialmente, Abogados del Estado; pero también otros de formación económica)
marcaron la agenda política, dando primacía absoluta al “imperio (formal) de la
Ley” y a la estabilidad financiera (por imperativos europeos), pero ahogando
literalmente otras muchas dimensiones que debieron haber estado también
presentes en la acción política. Los resultados de esa política están a la
vista y no es momento de recordarlos. La herencia es pesada. Un país con
amplias heridas abiertas (algunas, sin duda, heredadas) y un sinfín de
problemas sin resolver (en lista de espera). Y, a pesar ello, se sigue con el
mismo guión.
Legislación por mayoría absoluta
La verdad es que en los
últimos años no se hizo política: se legisló (por vía de excepción o por
urgencia), que es cosa distinta. La mayoría absoluta lo permitía. La política
se entendió de forma errónea. El compromiso y el acuerdo (esencia de la
política, como diría Innerarity) no formaron parte de tal modo de actuar. Pero
llenar el BOE de leyes no es gobernar. El BOE ha ido dibujando un país
inexistente y dando respuestas simples o falsas a problemas complejos y reales.
Estado de Derecho líquido. Del Estado Social y Democrático, apenas se ha
hablado.
Es cierto que, a partir de
ahora, ya nada será igual. La pregunta surge de inmediato: ¿Sabrán adaptarse a
ese nuevo escenario quienes solo han acreditado hacer política en un contexto
“fácil” y no en aquel en el que la política debe mostrar su auténtica esencia?
En general, la presencia
funcionarial siempre ha sido importante en la política española. Y ello fue así
porque la legislación de función pública tendió graciosamente puentes de plata
para permitir que los empleados públicos saltaran a la política con
paracaídas (a través de las facilidades que ofrece la situación administrativa
de “servicios especiales”).
El fenómeno de la
funcionarización de la política (en los términos descritos) tiene muchos
ángulos y perspectivas. Aquí solo me ocuparé de uno de ellos. Creo que no es
bueno para la profesionalización y la imparcialidad de la función pública ese
tránsito constante de ida y vuelta de la función pública a la política y
viceversa. Algunas barreras deberían imponerse. Sin embargo, esa práctica está
absolutamente extendida. Y sus efectos, al menos desde el punto de vista
institucional y de imagen pública, son letales. Quien pasa a un lado de la
orilla y vuelve al otro ya no es el mismo, sus valores funcionariales han
mutado: se han disuelto en las garras de la lucha política. Esa imparcialidad
originaria se ha transformado inevitablemente en sectarismo político. La
inexistencia de una Dirección pública profesional agudiza el problema: o estás
en un lado o en el otro de la orilla. No hay término medio ni espacio de
intersección o mediación entre la política y la función pública. Mundo dicotómico.
Y no es bueno ese trasiego
porque, como señalara en su día Weber, ambos mundos (política y función
pública) difieren radicalmente en su dimensión ética o de valores, así como en
el contenido propio de sus respectivas actividades. Transitar del uno al otro o
viceversa representa abandonar radicalmente una forma de actuar para importar
otra. Pero, además, nada predice que un buen funcionario pueda ser un político
idóneo. Más bien lo contrario.
¿Por qué, entonces, los
funcionarios anhelan recalar en la política y cuáles son las causas reales de
ese proceso? Los motivos son muchos y no se pueden abarcar en estas pocas
líneas, pero hay uno que, a mi juicio, sobresale. La legislación de la función
pública española ha sido muy complaciente con ese tránsito y la política se ha
mostrado (interesada o desinteresadamente) incapaz a lo largo de su historia de
construir sistemas de promoción o carrera profesional que sirvieran de estímulo
y que abrieran horizontes de crecimiento personal conforme la experiencia y el
saber hacer se fueran acumulando en la trayectoria profesional del
funcionario.
Los altos funcionarios que
han ingresado en la función pública mediante procedimientos exigentes (de mayor
o menor racionalidad, esta es otra cuestión) tienen legítimas expectativas de
desarrollo profesional en la Administración Pública. Su talento y esfuerzo en
el ejercicio de sus funciones públicas deberían verse compensados, tanto en las
retribuciones como en su carrera (ascenso paulatino, previa evaluación del desempeño,
a posiciones de mayor responsabilidad y retribuciones o, en su caso, garantizar
un desarrollo profesional horizontal en el puesto de trabajo). Sin embargo,
pronto tales legítimas expectativas se desvanecen. La carrera profesional en la
función pública es algo de otro mundo, muy alejado de esta Administración
Pública que tenemos con nosotros.
Como quien accede a la
función pública se encuentra con una perspectiva de varias décadas de servicio
a la Administración Pública, al alto funcionario le quedan tres opciones: 1)
resignarse a un horizonte bastante plano, con lo que los estímulos y la
motivación irán gradualmente decayendo, salvo que (excepciones siempre las hay)
el compromiso personal con la organización sea elevado; 2) buscar salidas en el
sector privado, que siempre está interesado en captar el talento público y
sobre todo capturar la red de relaciones que esas personas puedan
proporcionarles en sus hipotéticas actividades futuras con el sector público;
3) dar el salto a la política o, al menos, significarse (con mayor o menor
intensidad) políticamente, para poder asumir así puestos de responsabilidad
directiva en la Administración y sector público, y a partir de ahí –si la
suerte acompaña- incorporarse a la nómina de puestos de responsabilidad política
de primer nivel. La discrecionalidad política y la red de relaciones personales
que uno conserve o haya tejido hacen el resto.
Y no se nos objete que eso
ya no es así. Por muchas leyes que se dicten (al menos tal como están hoy en
día formuladas) es obvio que la pretendida profesionalización de los puestos de
altos cargos en la Administración General del Estado es un principio falso. Se
nombra y se cesa por criterios de discrecionalidad política a los funcionarios
que desarrollarán tales cometidos. La confianza política o personal es lo
determinante. Lo demás es retórica. En estos días, tiempos de nombramientos en
cadena, lo estamos viendo. Se puede nombrar alto cargo a un funcionario que, si
bien pertenece a un Cuerpo de élite, ninguna experiencia real o efectiva
acredita sobre ese ámbito de actuación. Y eso tiene altos costes, al menos de
transición. Se podrá decir que eso no es frecuente. Más de lo que parece. Aun
así, los nombramientos siempre tienen sello político. El reparto de cargos
secundarios –otra vez volvemos a Weber- se sigue haciendo con lógica política:
¿es de los nuestros o afín al partido?
Política de funcionarios
En fin, algo serio está
pasando en la estructura política del Estado español, y apenas se percibe (pues
este es un proceso silente, pero continuo). Y ese algo tiene que ver con una
profunda y persistente ocupación de la política por personas procedentes de
(determinados) cuerpos de élite de la Administración General del Estado. El
precedente más próximo fue la alta Administración del sistema político franquista.
Hay otros ejemplos comparados (la administración de impronta confuciana o el
caso de la ENA en Francia), pero nada tienen que ver con nuestras miserias
peninsulares.
En fin, acabo esta
reflexión como la comencé. Weber ya advirtió de los monumentales errores (de
consecuencias gravísimas) que supone “poner a gentes con espíritu de
funcionario donde tenía que haber personas con responsabilidad política
propia”. Consecuencias letales para la política, pero también para la propia
función pública. Ambas salen perdiendo. Nada hemos aprendido desde entonces. Al
menos, de momento.
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