Joan Subirats. El País.- La nueva película de Ken
Loach que mereció la Palma de Oro en Cannes y el gran premio del público en el
festival de San Sebastián arranca con una conversación entre Daniel Blake, el
carpintero protagonista del filme, y una “experta en política sanitaria”. La
experta en cuestión trabaja para una compañía privada, contratada por la
administración, que tiene como objetivo evaluar el grado de incapacidad del
carpintero después de un infarto que le afectó en plena labor. Los médicos que
le atendieron dicen que, en su estado, no puede seguir trabajando, pero ello
parece no bastar a la hora de conseguir una ayuda económica por incapacidad y
la administración quiere contar con una opinión externa que avale el informe
médico. El desencuentro entre la experta y un Daniel que no entiende la jerga ni
las preguntas que se le formulan acaba en un dictamen que no le permite acceder
a la mencionada ayuda.
Así arranca el filme, con
las peripecias de un Blake, solo en su pequeño apartamento en Newcastle, que
toda la vida ha trabajado y que no entiende ni de papeles, ni de informes
propios de la jungla burocrática en que se ve inmerso. Una situación que le
lleva a pelearse con números de teléfono que solo insisten en que espere hasta
ser atendido, mientras suena una melodía musical inacabable, o que le obligan a
un conocimiento del acceso digital a formularios y reclamaciones que él tampoco
controla. Su experiencia personal es otra, personal y directa. Hace favores,
ayuda y busca reciprocidad. Mientras espera que le revisen una decisión
claramente absurda, no le queda más remedio que pedir una ayuda para
desempleados, pero la lógica del workfare (que parte de la hipótesis que no
puedes recibir ayudas si no eres emprendedor y activo en tu busca de empleo) le
conduce a una situación sin sentido: ha de buscar trabajo para ser ayudado,
pero si lo consigue no lo puede aceptar ya que su salud no lo permite.
Estado del bienestar
La película tiene muchos
más matices y presenta giros que no es necesario desvelar aquí. Lo cierto es
que una vez más Loach nos acerca a la complejidad de la evolución de los
estados de bienestar en Europa, desde vivencias, sentimientos y emociones que
van mucho más allá de los sesudos análisis de las políticas sociales en este
inicio de siglo. Personas con más de 45 ó 50 años acostumbrados a espacios
laborales en los que el coleguismo y la continuidad laboral ofrecía todo un
mundo de relaciones, complicidades y orgullo de trabajo bien hecho, que ahora
no parecen tener sitio en un mundo que exige otras habilidades y muchas menos
fidelidades. No genera valor la capacidad de hacer bien lo necesario, sino que
se busca el desapego que permita ir cambiando constantemente siguiendo las
peripecias de puestos de trabajo efímeros y de baja calidad.
Se puede criticar a Loach
el tono nostálgico con relación a un escenario laboral que no volverá. Pero,
más allá, lo que destaca es la clara posición reactiva y defensiva de unos
servicios públicos muy sensibles al relato de clases altas y medias sobre el
abuso que las ayudas sociales han generado. Predomina la desconfianza en
relación con los demandantes de ayuda, y se acaba dirigiéndolos a los bancos de
alimentos, como solución caritativa ante la falta de salida digna para
demasiada gente en busca de escasos puestos de trabajo. La selva burocrática es
el reflejo de esa desconfianza y de esa incapacidad. Los trabajadores sociales
que se compadecen (es decir, que comparten la pasión, el problema de los que
atienden) apenas tienen espacios en los que buscar flexibilidad y adaptación a
las circunstancias. Ya que los procedimientos, las rutinas y los protocolos
acaban encorsetando y asfixiando por igual a servidores y ciudadanos.
Los Blakes del futuro
Lo que explica Yo, Daniel
Blake es reflejo de la deriva conservadora de Thatcher y del nuevo laborismo de
Blair, y no es generalizable a cualquier servicio social. Pero la fuerza de su
historia es que nos obliga a pensar hacia dónde nos dirigimos. A qué le damos
importancia. Enfrentarse al escenario actual no es tarea que puedan hacer solos
los Blake por heroicos que sean. Si renunciamos a las dinámicas de solidaridad,
de reciprocidad, de ayuda mutua y no conseguimos que esas prácticas sociales
las podamos compartir e incrustar en las prácticas habituales de los servicios
sociales de las instituciones, no conseguiremos preservar lo que ha costado
generaciones alcanzar. No es algo que competa solo a las instituciones, aunque
debamos recordar responsabilidades y compromisos. Es una tarea social y
colectiva.
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