La corrupción es un
mal inherente a la naturaleza humana y, como tal, no cabe aspirar a suprimirlo,
pero sí a mitigarlo hasta que pierda la fuerza suficiente para causar graves
daños a la comunidad. Si como afirmaba NIETO (1997, 16), quizás el estudioso español
más combativo contra esta lacra social, “hay tiempos de corrupción en
calderilla y otros en doblones”, las democracias excelentes deben anhelar que
los sobornos y malversaciones sean tan inusuales como las enfermedades
declaradas extinguidas y tan poco lucrativos que alcancen la condición de
simples corruptelas veniales.
Como en todo
fenómeno dañino, la primera medida para combatirlo es conocerlo y en esto se ha
demostrado que la corrupción se comporta como un fenómeno social que se atiene
a leyes que rigen su nacimiento, desarrollo y extinción. En primer lugar, la
"ley de la tendencia al abuso de poder" marca como causa primigenia
del daño a los bienes públicos la natural inclinación del gobernante,
denunciada por Montesquieu y comprobada históricamente, a hacer un uso espurio
de las potestades públicas. En un segundo estadio, la "ley de la
historicidad de la degeneración del poder" nos enseña que las comunidades
se corrompen generalmente de modo paulatino, comenzando por actos banales que confunden
la cortesía social con el favoritismo, hasta alcanzar en su grado más grave,
cuando no se ha atajado a tiempo, el carácter sistémico por el cual todos los
sectores públicos, o algunos especialmente cualificados, se encuentran
irremediablemente dañados. Para terminar con el desarrollo y extensión de este
problema no hay otra solución que aplicar la "ley de la buena conciencia
ante la responsabilidad" que no sólo obliga a los servidores públicos a
responder de la virtud de sus decisiones públicas, sino que involucra a todos
los actores sociales en el combate contra los fraudes a los intereses públicos.
Es comúnmente
aceptado que en la lucha contra todo mal cabe adoptar medidas preventivas para
evitar que se produzca y medidas represivas para castigar y revertir en lo
posible los daños causados. En este trabajo se ha explorado exclusivamente la
ruta axiológica que trata de prevenir la corrupción desde la defensa de los
valores humanos, entendiendo que si las clásicas medidas de carácter
marcadamente legal y represivo pueden servir para obtener sociedades en parte
libres del fenómeno de la corrupción, cuando se aspira a alcanzar la excelencia
de la vida social es imprescindible asumir colectivamente una ética cívica en
forma de buenas costumbres públicas. Esta "ruta difícil axiológica"
trata de imponer los valores como antídotos frente a las leyes que rigen la
corrupción:
Antídotos
a) la ejemplaridad pública frente a la ley del abuso de poder,
b) la gobernanza ética frente a la ley de la historicidad y
c) la buena conciencia y el honor recompensado como armas de la
ley de la responsabilidad.
A través de estas
buenas costumbres, las sociedades han de facilitar el natural ascenso a los
poderes públicos de quienes observan conductas valiosas socialmente y
proscriben como nefandos a quienes tienden al fraude y la corruptela. En caso
contrario, se encuentran perennemente condenadas a sufrir la esquilmación de
los recursos públicos y a correr el grave peligro de caer en las garras de la
corrupción sistémica que termina por anular los valores democráticos.
Reseñas
Leyes
de corrupción y la lucha por la ejemplaridad pública por José
Ramón Chaves, vía delaJusticia.com
Control
público y lucha contra el fraude (I) por Antonio Arias
Rodríguez, vía Fiscalización.es
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