“Los partidos cada vez se orientan más a
ocupar cargos públicos, y obtener un puesto en el gobierno no solo es una
expectativa habitual sino un fin en sí mismo” (Peter Mair, Gobernando el vacío. La
banalización de la democracia occidental, Alianza, 2015, p. 99)
Por Rafael Jiménez Asensio.- La Mirada Institucional blog. Es obvio que los próximos gobiernos,
tanto en el nivel de gobierno central como en los autonómicos, serán de
coalición. La fragmentación política ha terminado por arruinar las
mayorías absolutas y también por añadidura la configuración de gobiernos
monocolor. Pretender gobernar en minoría absoluta tiene sus enormes tributos:
pactos espurios (con inevitables cesiones), tendencia al abuso injustificable
(allá donde existe) de la legislación de excepción (decretos-leyes) e
inestabilidad parlamentaria, que se concreta en la imposibilidad material de
aprobar siquiera las leyes anuales de presupuestos. En fin, tener el apoyo
de una minoría absoluta del Parlamento, como describiera lúcidamente
Schumpeter, significa gobernar sobre una pirámide de bolas de billar. Un
equilibrio imposible.
Así que la realidad se impone: los
gobiernos de coalición serán la regla. Pero si bien es cierto que hasta
ahora la cultura de la coalición ha estado totalmente ausente del nivel central
de gobierno (dado el bipartidismo dominante), no lo es menos que, en
niveles autonómicos, ha habido bastantes experiencias de gobiernos de coalición.
No es este lugar para analizar su rendimiento institucional, no obstante se
puede afirmar que, por lo común, tales coaliciones han funcionado razonablemente
bien cuando los partidos coaligados no competían por el mismo espacio electoral (o
tenían ámbitos electorales algo o bastante diferenciados), mientras que
sus rendimientos ejecutivos han sido más limitados en aquellos casos en que la
base electoral de los partidos de gobierno era la misma (por razones
obvias de competencia y afán de diferenciación, lo que multiplica los recelos
recíprocos y los potenciales conflictos). También influye si la coalición se
forma entre partidos desiguales en peso electoral, pues en estos casos el pez
grande se suele comer al chico, salvo que los espacios electorales sean muy
nítidos o las tensiones internas vayan in crescendo.
Incluso las
coaliciones son frágiles cuando se mezclan culturas institucionales muy diferenciadas (partidos
sistema con partidos antisistema o de baja cultura institucional). Estas
últimas coaliciones suelen durar, como mucho, un asalto (una legislatura),
luego se cumple aquella máxima formulada por Popper sobre los efectos benéficos
que cabe predicar de la democracia: “Idear instituciones capaces de impedir que
malos gobernantes hagan demasiado daño”.
Reparto de poder
Si el análisis de los gobiernos de
coalición lo hacemos desde el punto de vista del reparto de poder representado
por los cargos públicos o sinecuras, los resultados no dejan de ser
descorazonadores. Los gobiernos de coalición tienden a multiplicar, sea a corto
o medio plazo, las poltronas a repartir. Incrementan los departamentos,
multiplican las direcciones, salpican los organigramas de puestos de personal
eventual o alojan a sus huestes en el sector público institucional, así como,
si son funcionarios, utilizando para ello los puestos de libre designación.
Cuando no buscan el acomodo de sus fieles en “autoridades independientes” u
órganos constitucionales o estatutarios, rompiendo así los frenos del poder, y
convirtiendo a éste (o, al menos, pretendiéndolo) en ilimitado. Por tanto,
tras la formación de un gobierno de coalición crece la demanda interna en los
partidos por ocupar puestos de responsabilidad a los que van anudados
prebendas no solo retributivas sino además la púrpura que acompaña al poder.
Detener esa tendencia no es fácil. Y sin un liderazgo fuerte, imposible.
Si se analizan desde la perspectiva de
la alta Administración los gobiernos de coalición conformados durante las
últimas décadas en diferentes niveles de gobierno autonómicos y locales, se
podrá concluir fácilmente que han existido dos sistemas de ocupación de la
alta dirección pública en las correspondientes estructuras administrativas:
a) Los gobiernos de coalición de reparto departamental en compartimentos
estanco, donde cada fuerza política coaligada gestiona políticamente ese
departamento (por tanto, es dueña y señora de los cargos directivos,
eventuales o de libre designación allí existentes), sin interferencia
alguna de la otra u otras fuerzas políticas coaligadas; y b) Los gobiernos
de coalición de reparto departamental por fuerzas políticas, pero donde los
partidos coaligados se reservan determinado número de altos cargos para
cubrirlos con “los suyos” en departamentos dirigidos políticamente por “los
otros”. A este modelo se le ha venido calificando de forma
autocomplaciente como transversal. Más propiamente hablando se trata de un
sistema de inserción de comisarios políticos de un partido en un
departamento regentado por otro. Se basa más en la desconfianza recíproca
que en la colaboración entre partidos. Por mucho que se trabajen los acuerdos
del gobierno de coalición, las prácticas de reparto clientelar quiebran de raíz
o dificultan cualquier proceso de transformación de la Administración Pública.
Sea cual fuere el sistema de ocupación de
la alta Administración por el que se opte, el resultado no es otro que
la politización extensiva e intensiva de la alta Administración. Los
gobiernos de coalición carecen de estímulos para profesionalizar la alta
dirección pública o la dirección pública intermedia: necesitan manos
libres para recolocar a sus clientelas y quebrar el brazo a cualquier
resistencia funcionarial o profesional interna. Si con gobiernos monocolor
ha sido imposible hasta la fecha implantar de forma efectiva la dirección
pública profesional en el sector público, con gobiernos multicolor y en un
escenario de alta fragmentación política esa tarea se torna en un pío deseo.
Por lo menos en lo que afecta a la alta dirección pública (aquellos niveles
estructurales más altos de la Administración), la tozuda realidad nos muestra
que esa pretendida profesionalización no es en absoluto compartida por los
partidos políticos. Ni siquiera la airean o defienden, y cuando lo hacen es con
la boca pequeña: la práctica les delata de inmediato. Algunos cantos de sirena
esbozados por determinadas formaciones políticas de despolitización de la alta
Administración, se han dado de bruces inmediatamente con la realidad del
grosero reparto de sillones entre los socios de gobierno.
Da vergüenza comprobar cómo países de
nuestro entorno inmediato han resuelto razonablemente bien este problema (por
ejemplo, Portugal), y aquí en cambio una clase política depredadora de cargos
públicos se muestra una y otra vez incapaz de poner en marcha una
profesionalización de la dirección pública que acabe de una vez por todas con
ese ineficiente y corrupto sistema de carreras político-funcionariales cruzadas (en
términos de Dahlström y Lapuente), con viajes de ida y vuelta, norias de
nombramientos y ceses, así como de innumerables puertas giratorias o puentes de
plata para saltar del sector público al privado o viceversa. Un sistema de
continuidad quebrada, altamente ineficiente y alimentador de prácticas de
corrupción.
Nombramientos clientelares
Los gobierno de coalición, que vienen para
quedarse, serán más bien gobiernos de acumulación desordenada de
fuerzas políticas, cargos públicos y de reparto de organismos entre los
distintos partidos y de prebendas entre sus fieles. No es precisamente éste un
contexto que nos depare buenas noticias para el necesario asentamiento de la
dirección pública profesional en España. A pesar de que, desde
determinados círculos académicos y profesionales, así como asociativos de la
alta función pública, se viene insistiendo en esa necesidad, los partidos
políticos siguen imperturbables en sus prácticas de corrupción blanca o gris en
esta materia: nombran a los cargos públicos por criterios de discrecionalidad política
y los cesan con el mismo rasero. Cuarenta años de democracia no han
servido absolutamente para nada en lo que a la profesionalización efectiva de
la alta Administración respecta. El reloj de la Historia sigue parado. Los
futuros gobernantes coaligados, sean estos del partido que fueren, harían bien
si leyeran con atención la espléndida obra, publicada hace más de cuarenta
años, de José Varela Ortega, Los amigos políticos; Partidos,
elecciones y caciquismo en la Restauración: 1875-1900 (Alianza Editorial,
1977). Allí, en relación con el putrefacto sistema político de la Restauración,
se afirmaba que los cargos públicos “se consideraban como un fondo de
recompensa para servicios políticos; y la primera ocurrencia de los nuevos
ministros era encontrar trabajos para sus clientes”. Si leyeran esa obra (u
otras muchas más que podríamos traer a colación) podrían darse cuenta de cuán
viejas son sus discutibles prácticas de nombramientos clientelares que pondrán
por enésima vez en circulación cuando se formen los gobiernos respectivos tras
las elecciones del 28 A y 26 M. Pero sobre todo más tarde que pronto advertirán
(si bien de esto no serán conscientes hasta que pierdan las siguientes
elecciones) que elegir a dedo al personal directivo de un
departamento o de una entidad pública es la peor inversión a medio/largo plazo
que puede realizar un político, sobre todo si quiere hacer buena política. Sin
profesionales de la dirección pública, la política está condenada a vivir
sumida en la ocurrencia, en la adulación de los cortesanos (cargos de
designación política o eventuales) o en la pura cosmética. Y los
ciudadanos condenados, asimismo, a padecer políticas altamente ineficientes con
costes directos e indirectos sobre su calidad de vida y su anhelada
búsqueda de la felicidad. En fin, una estafa. Y con ella seguirán. No lo
duden.
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