“Las democracias que operan con una administración
politizada rinden poco, mientras que las que trabajan con una administración
basada en méritos disfrutan de altos niveles de calidad del gobierno. En pocas
palabras, los regímenes gobernados por políticos que rinden cuentas ante sus
ciudadanos requieren de burócratas que no rindan cuentas ante sus jefes
políticos” (Dahlström-Lapuente, p.)
Por Rafael Jiménez Asensio. Blog la Mirada Institucional.- Siempre he tenido la intuición de que la altísima
penetración política padecida por las estructuras burocráticas en nuestras
Administraciones Públicas no solo representaba una colonización del espacio
profesional por diletantes, sino que generaba altas patologías tales como
servir de caldo de cultivo a la corrupción, provocar poca eficacia
derivado de la alta rotación y baja cualificación de los directivos políticos o
de una función pública sin medición del rendimiento, así como introducir la
retórica en las necesarias reformas del sector público hasta situarlas en
vía muerta por las cesiones y concesiones que un empleador débil, como es el
político, siempre hace a los actores en liza.
También siempre he pensado, de nuevo intuitivamente, que
designar discrecionalmente por la política altos funcionarios para puestos de
responsabilidad política o directiva en las estructuras de la alta
Administración o de la función pública no era en sí mismo un remedio, sino que
destruía las carreras profesionales de los funcionarios, encadenándolas al
ciclo político y estimulaba su “vocación política” como único medio ascender en
el ejercicio de responsabilidades públicas.
Así, en las más de tres décadas que llevo ocupándome
circunstancialmente de estas cuestiones, siempre he manifestado que la
politización de la Administración (mal endémico en España) y la
funcionarización de la política (también muy presente entre nosotros, al menos
en el Gobierno y Administración centrales, aunque menos que en otros países,
como es Francia), eran dos grandes patologías en el modo y manera de vertebrar
la Administración Pública y las siempre complejas relaciones (pues no se olvide
que son relaciones de poder) entre políticos y altos funcionarios. Este esquema
conceptual, sumariamente descrito, es el que me ha llevado a defender desde el
principio la implantación en nuestro sector público de la Dirección Pública
Profesional. Con los resultados por todos conocidos: nadie se da por enterado.
[Sobre este tema: alta-direccion-publica]
El país, en todos sus niveles de gobierno, sigue mareando la
perdiz. La corrupción ha echado raíces sólidas, la ineficiencia del sector
público comienza a ser clamorosa y los procesos de innovación y reforma, por
mucho que diagnostiquemos una y otra vez los males que nos aquejan, se bloquean
antes de iniciar su andadura. En nuestro caso, Leviatán está enfermo de
gravedad. Las instituciones fallan estrepitosamente y, por lo que ahora
interesa, nuestras máquinas administrativas (las organizaciones públicas) funcionan
o mal funcionan con infinitas taras y nadie pone remedio a ello. La política se
muestra fragmentada, sectaria e impotente. Vive del corto plazo, alimentada por
un periodismo cada vez más desinformado, de trinchera y en muchos momentos
cainita, cuando no carroñero. Estamos inmersos en un círculo diabólico del que
nadie sabe cómo salir. Pero para buscar la salida nada mejor que mirar fuera.
Siempre al norte. A aquellas democracias avanzadas que funcionan. Y aprender
algo de ellas, para poder trasladar, siempre con las adaptaciones que requiera
nuestro particular contexto, alguna de las soluciones allí adoptadas. Nada de
esto es fácil, pero menos lo es no hacer nada.
Para este viaje nada mejor que ir bien pertrechado. El libro
de Carl Dahlstrõm y Víctor Lapuente, aparecido recientemente en el mercado
editorial en lengua castellana, es la mejor guía que políticos, burócratas y
ciudadanos en general pueden buscar para darse cuenta fielmente de una
evidencia (que algunos solo la habíamos sabido formular de forma intuitiva) y
comprobar por qué funcionan tan mal nuestras administraciones públicas. Más
importante aún es detectar cómo ese mal funcionamiento tiene un inevitable
contagio sobre la baja calidad de nuestros gobiernos y también ello explica la
mala política que nos anega. A nuestros responsables públicos se les llena la
boca a la hora de hablar de Buen Gobierno y si nos miramos en el espejo
salimos, sin embargo, siempre desdibujados. La calidad del Gobierno depende
también de una buena administración, como ya Hamilton expuso hace más de dos
siglos.
El libro citado aporta la suficiente base empírica como para
avalar sus interesantes tesis. Dicho de otra manera: transforma en evidencias
lo que antes eran meras intuiciones. El eje de su razonamiento pivota sobre un
trazado argumental sencillo, pero tremendamente convincente. Su razonamiento
arranca de la necesidad de situar a los sistemas burocráticos como uno de los
ejes centrales que miden la calidad del Gobierno.
Tesis central
Tesis central
La tesis central de este sugerente libro es muy sencilla de
formular (y aparece reflejada en varios momentos a lo largo de sus páginas):
los países que tienen un sistema de carreras separadasentre la
política y la burocracia (por ejemplo, los nórdicos, Reino Unido o
Irlanda, entre otros) disponen de bajos índices de corrupción, tienen
burocracias más eficientes y reforman e innovan de forma continua, adaptando
sus estructuras a las exigencias de cada momento. Por contra, los países
que tienen un sistema de carreras integradas, en los que política y
burocracia se entrecruzan o diluyen y donde los incentivos de unos y otros se
transforman en algo espurio, generan organizaciones públicas con mayor
potencial de corrupción, con niveles de eficacia mucho menores e incapaces de
llevar a cabo reformas estructurales necesarias para adaptar las organizaciones
públicas a los nuevos retos. Ni que decir tiene que entre estos países se
encuentran todos los del sur de Europa, aunque con intensidad variable
(Portugal, por ejemplo está impulsando algunas reformas que han atenuado esa
integración de carreras). España es uno de los ejemplos más evidentes de este
segundo modelo. Y los autores lo resaltan en varios pasajes de la obra. La
comparación con el singular modelo sueco no resiste ni un minuto. Tampoco con
aquellos otros países que apostaron por sistemas separados de carreras entre la
política y la función pública.
Como bien analizan los profesores Dahlström y Lapuente,
los procesos de construcción histórica de las administraciones públicas,
o si se prefiere el legado institucional, son tremendamente importantes
en esa evolución. Ello explica en buena medida la incapacidad e impotencia que
determinados países, entre ellos el nuestro, tienen para adaptar y flexibilizar
sus estructuras administrativas. En nuestro caso, el fenómeno de la
funcionarización de la política existe, pero muy localizada en las
instituciones centrales y en la alta Administración del Estado. En los
gobiernos autonómicos y locales es mucho menos evidente. Pero lo que sí tenemos
es una altísima penetración de la politización en las estructuras
directivas y de la alta función pública, lo que provoca una colonización
política y una desprofesionalización de tales espacios nucleares del
funcionamiento de las organizaciones públicas, así como tiene como secuela la
inevitable perversión de los incentivos profesionales, pues en buena medida
nuestros altos funcionarios se deben dedicar, si no quieren arruinar sus
expectativas de carrera profesional (muy atada en sus niveles altos a la
política) a satisfacer las pretensiones del Gobierno, “mirar hacia otro lado”
o, en fin, no generar demasiado ruido u oposición a quienes gobiernan en cada
momento. En caso contrario, estás condenado a un puesto funcionarial de
mera ejecución de lo que los directivos circunstanciales manden. La burocracia
se achata, encoge su creatividad e iniciativa y se ahoga la innovación. Todo
pasa por el molino de la decisión política.
Una de las tesis más interesantes de este trabajo es, sin
duda, la de que disponer de sistemas burocráticos cerrados con acceso por
mérito no es suficiente para garantizar la calidad de los Gobiernos, puesto que
si no vienen acompañados de sistemas separados de carreras entre la política y
la burocracia la contaminación entre ambos actores puede derivar fácilmente en
la aparición de prácticas corruptas, en la ineficiencia o en el bloqueo de las
reformas.
Otra idea-fuerza que atraviesa el libro es que en un sistema
de carreras separadas la política y la burocracia articulan un sistema de pesos
y contrapesos (una suerte de checks and balances) con importantes efectos
de equilibrio y de freno de la politización o del corporativismo,
respectivamente. En 2016 publiqué un libro sobre Los frenos del poder.
Separación de poderes y control de las instituciones (Marcial Pons/IVAP,
2016). Allí, en el Epílogo (titulado “España, ¿Un país sin frenos?”), puse de
relieve el pesado legado del sistema burocrático y los déficits que el
funcionamiento de la España constitucional tenía como consecuencia de una
construcción deficiente de una Administración impersonal y profesionalizada,
por la fuerte impronta de la politización. Si hubiera tenido la oportunidad de
leer el libro que hoy comento el discurso se hubiese enriquecido notablemente,
pues aporta mucha luz sobre ese complejo proceso.
Pero nuestro problema realmente no es solo que la calidad de
los Gobiernos y las máquinas administrativas estén averiadas por ese perverso
“sistema de carreras integradas” entre la política y la burocracia, lo que
debilita a esta última y tampoco fortalece a la primera. Es más serio. Esa
politización extensa e intensa, así como esos incentivos perversos para la
política y la burocracia, se trasladan sin excepción (como una auténtica
metástasis) al resto de las instituciones políticas y entidades del sector
público, ya sean órganos constitucionales, estatutarios, organismos reguladores
o de supervisión, autoridades (in)dependientes o entidades del sector público.
Quien quiera entrar en ese reparto, sea político o funcionario, sabe
perfectamente lo que tiene que hacer: lealtad inquebrantable al partido que lo
promueva, nada de ruido y a seguir a pies juntillas lo que le digan o susurren
al oído, según los casos.
Nuestro Leviatán está gravemente enfermo, agoniza. También
lo están “los pequeños leviatanes” que se han querido reproducir en escala
menor en los distintos niveles de gobierno territoriales. Las máquinas no
funcionan y algunas de las claves están en lo que Dahlström y Lapuente enuncian
con trazo fuerte. Solo cabe recomendar a políticos, periodistas, altos
directivos públicos, académicos y funcionarios, la estimulante lectura del
libro Organizando el Leviatán. No les dejará indiferentes. Aprenderán
mucho. España sale muy mal en la foto. Pero no hay nada que no se pueda
transformar, tampoco ese Leviatán, que hoy por hoy parece irreformable y está a
punto de entrar en coma. Todo es cuestión de saber y querer. También de
liderazgo y estrategia. Y ahí nuestros problemas se multiplican. En fin, un
excelente libro que mezcla inteligentemente el ensayo académico riguroso con la
divulgación necesaria para que llegue a quien debe llegar. Solo cabe felicitar
a los autores y que su mensaje cale.
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