Por Rafael Jiménez Asensio.- Blog La Mirada Institucional- La concepción maquinal o si se prefiere vicarial de la
burocracia, tal como fuera estudiada magistralmente por Weber, imprime en las
estructuras y en las personas que en ellas trabajan un respeto y seguimiento de
las normas. La verdadera burocracia profesional no aplica solo las normas,
también las hace efectivas, las convierte en realidad, salvo que, como
advirtiera Manuel García Pelayo, la burocracia se convierta “en una
organización iuscéntrica (…)” y no se adapte a las exigencias técnicas y a los
nuevos retos. Hoy en día una concepción moderna de la burocracia debe implicar,
por tanto, un respeto y cumplimiento efectivo de las leyes y reglamentos, pero
también –sin extralimitar los estrechos márgenes de la validez jurídica- una
implicación efectiva por evitar que tales normas dormiten sin ser aplicadas.
Por consiguiente, en su enfoque originario, pese a todas las taras que siempre se le imputan, la burocracia debería adaptar sus reglas y procesos de funcionamiento conforme a los marcos reguladores que en cada momento se aprueben, haciendo que estos actúen como elemento transformador. ¿Esto es siempre así? Sabemos sobradamente que no.
Las estructuras organizativas del siglo XXI siguen en buena
medida el formato tradicionalmente burocrático, pero el desarrollo organizativo
en términos de eficiencia nos lleva a otros parámetros de funcionamiento, según
escribió Frederic Laloux en su ya difundida obra (Reinventar las organizaciones,
2016). Unos años antes Gary Hamel estableció una nueva jerarquía de capacidades
de los empleados (Lo que ahora importa, Deusto, 2012), en el que las
capacidades derivadas del modelo burocrático, según este autor, no tenían valor
añadido o en otras palabras ya no contenían un valor diferencial que hiciera a
tales organizaciones más competitivas y eficientes. Se refería en concreto (de
menor a mayor peso diferenciador) a tres capacidades: obediencia,
diligencia y experiencia. Estas capacidades siguen siendo hoy en día las que
marcan la hoja de ruta de la mayor parte de las políticas de recursos humanos
en el sector público. Sin embargo, Hamel se refería a otras tres capacidades
que sí que añadían valor a esas organizaciones. Y estas eran (también por orden
de menor a mayor jerarquía): iniciativa, creatividad e implicación
(pasión). Y tales capacidades, hoy por hoy, cotizan muy bajo (si es que lo
hacen) en el sector público. Las organizaciones teal o, en un
estadio menos avanzados, las organizaciones “verdes”, como diría Laloux, siguen
estando a años luz del momento actual de nuestras administraciones públicas.
Habilidades
A esas capacidades que deberá acreditar la persona que
desarrolle su actividad profesional en cualquier organización, también en la
Administración Pública, se le añaden otras tantas, que esta vez revestidas de
competencias, deberá acreditar en un futuro próximo cualquier empleado público
cuyas tareas no sean sustituidas por las máquinas (automatización) y, asimismo,
como necesario complemento a las tareas cognitivas que, más lejanamente, se
vayan también desarrollando por la Inteligencia artificial de las máquinas:
habilidades blandas (empatía, comunicación, resiliencia y capacidad de
adaptación), pensamiento crítico, valores, etc.
Pues bien, si las primeras todavía no están presentes en el
empleo público a las segundas de momento ni se les espera. Las estructuras
organizativas y burocráticas del sector público se mueven aún en un estadio muy
precario de desarrollo de las organizaciones. Tienen mucho recorrido por hacer.
Y la pregunta clave es si lo están realmente haciendo. La política no termina
de incorporar en la agenda estas cuestiones, pues la miopía o ceguera política
no termina de advertir que sin buena organización no se puede hacer nunca buena
política (o “buen gobierno”, como gusta ahora decir). No hay milagros. Y,
mientras tanto, las estructuras administrativas con el paso del tiempo se sumen
en la obsolescencia o en el declive programado por la inacción.
No es que haya habido grandes reformas legislativas en los
últimos años. Es este un país muy poco dado a los cambios. Pero las respuestas
legislativas que se han dado fueron normalmente insertadas en la agenda por
políticas de la Unión Europea o en otros caso por la imperiosa necesidad de
adecuar las vetustas estructuras del edificio administrativo y de sus políticas
a lo que estaban ya haciendo las democracias avanzadas desde hacía alguna
década. En nuestro caso prima más lo primero que lo segundo. La
incapacidad manifiesta de reformar o innovar empieza a ser una pesada losa o
una suerte de maleficio. Pero aun así de vez en cuando surge una ley que, con
mayor o menor presencia, contiene en su seno algún aire transformador, por
pequeño que sea. Pronto ese inicial impulso será fagocitado.
En efecto, da igual que se remocen las leyes, pues la
tendencia natural de la burocracia mal entendida es continuar haciendo
las cosas como siempre se han hecho o, en todo caso, introducir las mínimas
correcciones e, incluso, dilatarlas todo lo posible en el tiempo (“que no me
toque a mí beber de “este cáliz”). Y ejemplos hay por doquier. Frente a
instrumentos normativos que se pudieron considerar como (relativos) cambios de
paradigma (piénsese, por ejemplo, en la Directiva de Servicios y su
trasposición, el EBEP, la derogada Ley de Agencias o, más recientemente, la Ley
de Contratos del Sector Público o el propio Reglamento de Protección de Datos
de la UE) u otros que exigían adaptaciones tecnológicas, procedimentales y
organizativas importantes (como es el caso de la siempre aplazada
Administración Electrónica), así como aquellos marcos legales que se han
aplicado formalmente, pero cuyo espíritu está aún lejos de permear la cultura
política-administrativa (transparencia, participación ciudadana, rendición de
cuentas, etc.), la respuesta ha sido siempre la misma o muy parecida en todos
los casos: una implantación tibia, timorata, lenta, aplazada, poco efectiva y,
la mayor parte de las veces, escasamente entusiasta. Las reformas legales
mueren antes de ser activadas o, si no, hibernan sin plazo.
Lo cierto es que hay innovadores en el sector público, pero
mal que nos pese no abundan. Como describió inigualablemente Siegfried
Kraucauer, “algunos hombres sufren mucho con el trabajo monótono, en
tanto otros, en cambio, se sienten muy a gusto en él”. Sin duda, en la
Administración Pública siempre han encontrado acomodo los de la última
especie. ¿Por qué será?
Pero sería injusto echar las culpas solo a la pereza
burocrática, que en unos casos es evidente, si bien en otros no tanto. La
pereza burocrática solo es un síntoma, no tanto (o no solo) de (algunas de) las
personas que trabajan en las organizaciones públicas, sino más bien exterioriza
una enfermedad de ese complejo orgánico y plural que denominamos como
Administración Pública, también del propio sistema burocrático que olvida sus
esencias: en concreto, su carácter de organización racional, donde, como
también recogía Max Weber (Escritos políticos, Alianza, 1991, pp. 140-142)
el peso de la especialización y la instrucción de índole técnica debe ser
dominante. Y ese corazón racional debería primar frente a la desidia o el
confort. Nada o poco de eso parece regir en nuestros días.
La burocracia pública padece de una enfermedad a la que, por
circunstancias del contexto, nadie pone remedio. Es muy habitual que dormite en
sus prácticas inerciales si no tiene incentivos (o más bien se nutre de
desincentivos). Difícilmente impulsará o se alineará con los cambios o
transformaciones necesarias si no se estimula la iniciativa, la creatividad o
la innovación en el desarrollo de sus funciones. Es, asimismo, imposible que la
burocracia apueste por el cambio si quien la dirige es “un temporero” (y
en no pocas veces “amateur” de la dirección pública). Tampoco es factible
innovar burocráticamente cuando quien gobierna no da ningún valor real a las
reformas de las estructuras de la Administración Pública, salvo la retórica que
muchas veces acompaña a los procesos de modernización, que finalmente se quedan
en palabras hueras y gestos inútiles. Innovar en algunas estructuras
administrativas es visto como una conducta propia de un freaky, cuando
debiera ser una actitud normal y, además, estimulada e incentivada. Tampoco
nada de esto ocurre. Y luego nos extrañamos de que las leyes o las políticas
mueran antes de nacer.
Causas
La pereza burocrática tiene otras causas que ahora no procede
analizar (pongamos solo algunos ejemplos: un empleo público “igualitarista”, en
el que se premia el presentismo y no el desempeño; un acceso trufado
en no pocos casos de mentiras, donde no hay selección sino un sistema de
“ordenación de entrada de interinos”; y, en fin, un sistema que, nutrido por
unos voraces sindicatos, alimenta el apetito inacabable de derechos y un vacío
desolador de las responsabilidades o de los deberes).
Pero lo más sorprendente de todo es que la pereza
burocrática sea resultado, también patológico, de que las organizaciones
públicas (o buena parte de ellas) se hayan convertido con el paso de los años
en “unidades de grandes quemados”, como si tales empleados públicos, hastiados
por un trabajo castrante y rutinario, desmotivador, fueran una suerte de
proletarios explotados de los que hablara Lafargue. Las cosas distan mucho de
ser así. Y si alguien lo duda que lea la obra del escritor o compare las
condiciones de trabajo de esa burocracia con las existentes en el mercado
actual, no en el pretérito. Sin duda, la observación del autor nacido en Cuba y
criado en Francia fue premonitoria del futuro del empleo en una sociedad donde
las máquinas comenzaron a sustituir al empleo, allá por los primeros pasos de
la Revolución Industrial. Pero tengo la intuición que, si las cosas siguen como
están, la pereza burocrática aplazará también todo lo que pueda esa pretendida
entrada de la digitalización y automatización en las organizaciones públicas.
Pero por mucho que se empeñe, no se le puede poner puertas al mar ni menos aún
cerrar las puertas a la revolución tecnológica, que más tarde que temprano,
visto el panorama descrito, irrumpirá en la Administración Pública. Si nadie lo
remedia a tiempo, esa pretendida irrupción se encontrará, como la diosa Ergía,
dormitando en la cueva de Hipnos.
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