Por Andrés Betancor*. El Mundo (Opinión).- El BOE del pasado sábado publicó el "contenido de
las declaraciones de bienes y derechos patrimoniales de los altos cargos
de la Administración General del Estado". En sus 715 páginas se desgranan
los valores consolidados de activos y pasivos de los patrimonios de los altos
cargos, tantos los cesados como los nombrados. El Gobierno lo ha celebrado como
un ejercicio de transparencia. Va más allá de la casualidad que haya coincidido
con el escándalo de Pedro Duque y su sociedad instrumental para
la tenencia de su patrimonio inmobiliario.
La transparencia ha sido ensalzada como un nuevo valor
central de las democracias modernas. La Carta de los derechos fundamentales de
la Unión Europea ha consagrado el derecho de acceso a los documentos (art. 42)
como uno de los que integran el estatus común de libertad; el canon de
civilidad de los Estados de la Unión. Como afirmara, en certera frase, el gran
jurista norteamericano L. D. Brandeis, la luz solar es el mejor de los
desinfectantes; y, para que también lo sea del poder, la transparencia es
imprescindible.
Uno de los caminos para controlar el poder es hacerlo
transparente: conocer quién lo ejerce, cómo lo ejerce, y para qué lo ejerce.
También puede serlo para la ocultación; como artimaña contra la democracia. En
los últimos tiempos hemos celebrado las dos vertientes. Por un lado, el derecho
que el artículo 12 de la Ley 19/2013, de transparencia, acceso a la información
pública y buen gobierno reconoce, el de acceso a la información, hace posible
el enriquecimiento del debate público con información esencial sobre el poder.
A su efectividad contribuye tanto el buen hacer del Consejo de Transparencia
como el apoyo decidido de los tribunales. Así, el Juzgado Central de lo
Contencioso-administrativo número 7 dictó, con fecha de 12 de julio de 2018,
sentencia por la que, al ratificar la Resolución del Consejo de
Transparencia, se obliga al Ministerio de Hacienda a facilitar la metodología
del cálculo del cupo del concierto vasco. Se acaba con el secretismo tras el
que ocultar la arbitrariedad para contentar a los nacionalistas.
Y, por otro, la publicación de la relación de bienes que
comento. No es transparencia; no sirve a la democracia; al contrario, sirve al
populismo. Como se afirma, en brillante frase, en el Preámbulo de la Ley
19/2013, "sólo cuando la acción de los responsables públicos se somete a
escrutinio, cuando los ciudadanos pueden conocer cómo se toman las decisiones
que les afectan, cómo se manejan los fondos públicos o bajo qué criterios
actúan nuestras instituciones podremos hablar del inicio de un proceso en
el que los poderes públicos comienzan a responder a una sociedad que es
crítica, exigente y que demanda participación de los poderes públicos".
El servicio a la democracia se mide por la contribución
al proceso de debate ciudadano sobre el ejercicio del poder, en el contexto de
una sociedad crítica, exigente y participativa. Que no hay tal servicio lo
demuestra, palmariamente, el cómo ha sido noticiada la publicación. Se
comparan los patrimonios, se clasifican; se cae en el cotilleo; se alimenta la
envidia; se nutre el desprestigio de los gobernantes. Se están cebando,
incluso, las pasiones más bajas, ya no de la ciudadanía, sino de la versión más
infame del pueblo. En qué ayuda a ese control conocer cuál es el patrimonio del
ministro Borrell, o las deudas de la ministra Montero. En nada. Y no
sólo en nada, sino que el mismo formato de la información facilitada hace
imposible que sirva para algo. El caso Duque es el mejor ejemplo.
El BOE no reproduce el contenido de las declaraciones de
bienes y derechos patrimoniales que todos los altos cargos deben formular en el
plazo de tres meses desde la toma de posesión. Sólo se publicitan unas cifras
consolidadas de bienes y derechos que integran el activo y el pasivo
patrimonial. En el caso de los altos cargos nombrados, se distingue, en
relación con el activo, entre bienes inmuebles, depósitos en cuentas
corrientes, acciones, seguros de vida y otros bienes. Con esta información es
imposible saber si los bienes, como sucede en el caso del ministro Duque,
estaban en manos de una sociedad patrimonial interpuesta.
Resulta irrelevante, desde el punto de vista democrático,
conocer que Duque tiene un activo de 1,5 millones y no tiene pasivo; en cambio,
sí lo tiene, que ese patrimonio está en manos de una sociedad. Este dato no se
puede conocer con lo publicado. Tiene relevancia porque expone el compromiso
del ministro, al margen de la legalidad, con la igualdad ante las cargas
tributarias y el sostenimiento del Estado del bienestar mediante el pago de
impuestos ajustados a la riqueza real disfrutada. La legitimidad de una medida
se establece en función de si se puede generalizar: ¿qué sucedería si
todos hiciéramos lo mismo que el ministro para gestionar nuestro
patrimonio? Si no es generalizable, no es legítima.
Medida populista
La inutilidad, en términos de su contribución al
proceso democrático, pone de relieve que estamos ante una medida populista, al
margen de otras circunstancias políticas coyunturales (tapar el escándalo
Duque). El populismo tiene dos vertientes: por un lado, la
construcción de un populus, de un pueblo, mediante distintas artimañas de
manipulación, hoy a través de las redes sociales y las fake news, para
hacerle pensar, sentir y participar de ciertas respuestas a las inseguridades
que le agobia. Se le da una respuesta novelada, falsa y manipuladora a las consecuencias
negativas de la globalización. Y, por otro, ese populus, así constituido,
convertido en soberano, empoderado, bajo el liderazgo adecuado, no admite
ningún tipo de límite, aún menos los de la democracia liberal: sobran
instituciones de control (parlamento y tribunales) e, incluso, derechos
individuales. En cambio, necesita de cotilleo, de carnaza; la confirmación de
que unos ricos, casualmente, los de la derecha, gobiernan para ser más ricos a
costa de los pobres, del populus. Éste queda habilitado para aplicar la
justicia; no es venganza, es Justicia.
La obligación de la publicación en el BOE de los datos de
las declaraciones de bienes y derechos patrimoniales fue introducida en nuestro
ordenamiento jurídico por la Ley 5/2006 de regulación de los conflictos de
intereses de los miembros del Gobierno, con Zapatero. Y la publicación se
condicionaba, al estilo Romanones, a la aprobación del reglamento
posterior. No se aprobó; no hubo publicación. La vigente Ley 3/2015 de
ejercicio del alto cargo de la Administración General del Estado, ya con
mayoría absoluta del PP, mantuvo la obligación. El Gobierno del PSOE, tras 12
años, ha visto la oportunidad para utilizar la información al servicio de sus
fines políticos. Lo que no quiso hacer Zapatero, aprobar el reglamento,
porque no le convenía, lo remata el Gobierno Sánchez porque ahora sí le
interesa. Entre uno y otro, la derecha acobardada, no ha cambiado nada.
NI EL PP ni el PSOE se han preocupado por la creación de
un mecanismo eficaz e independiente de control y verificación de la información
que todos los altos cargos han de facilitar al poco de la toma de posesión. En
la actualidad es la Oficina de Conflictos de Intereses, con rango de
Dirección General, la que ha de examinar la situación patrimonial. No se conoce
que haya detectado ninguna irregularidad. Ni ha ofrecido información de
relevancia para el proceso democrático. ¿Cuántos ministros tienen o han
tenido sociedades instrumentales? ¿Cuántos han tenido o tienen empresas en
paraísos fiscales? Podrá ser legal, pero conocerlo ha de permitir
determinar cuál es grado de compromiso del gobernante con los ideales que
proclama.
De la misma forma en la que quiero conocer el contenido
de los trabajos de máster de Pablo Casado, quiero conocer cuál es la estrategia
tributaria seguida por los altos cargos. No hablo de legalidad; hablo de
legitimidad; hablo de política; hablo de democracia. Me gustaría saberlo porque
la coherencia entre lo proclamado y lo actuado es muy relevante en términos
democráticos. España no necesita más palabrerío al servicio del populismo;
necesidad veracidad, coherencia, y responsabilidad. Si no hay nada ilegal, no
hay razones para ocultarlo; y si es bueno para todos, que se defienda. En eso
consiste el debate democrático, la democracia.
Andrés Betancor es catedrático de Derecho administrativo
de la Universidad Pompeu Fabra.
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