Fdez Celada: "Necesitamos transformar la transparencia de una moda en un modo efectivo de funcionamiento de toda la institución y de la organización administrativa"
“No hay política seria sin secreto ni disimulación” (Pierre Zaoui, La discreción o el arte de desaparecer, Arpa
editores, Barcelona, 2017, p. 31)
Rafael Jiménez Asensio.- Blog La Mirada Institucional.- Ciertamente, sorprende ver cómo tenemos tantas instituciones
públicas que sobresalen en transparencia. Si se consultan los rankings de
transparencia se observará de inmediato que en este país, al parecer, hemos
interiorizado en muy pocos años lo que en otros llevó largo tiempo implantar:
una cultura de transparencia. El último ranking difundido es el del Consejo de
Transparencia y Buen Gobierno que tiene por objeto los órganos constitucionales
y órganos reguladores (autoridades independientes), así como otros sujetos
institucionales obligados a cumplir la Ley de Transparencia. (Ver: http://www.consejodetransparencia.es/ct_Home/actualidad/noticias/hemeroteca/2017/04/20170419.html#.WPuNpbjluSE).
Allí, salvo tres casos “anecdóticos” que simplemente
aprueban (Consejo de Estado, Fiscalía General del Estado y Consejo Económico y
Social), se puede observar cómo el resto de instituciones escrutadas se mueven
entre un notable alto y la más pura excelencia, destacando dos de ellas
Tribunal Constitucional y Consejo General del Poder Judicial, también el
Tribunal de Cuentas. Mejor no hablar mucho, pues la imagen que se transmite es
que todo es transparente en esas instituciones. Sin embargo, este panorama
idílico no parece ajustarse a la situación real que tales instituciones
destilan entre la ciudadanía. La manida “confianza”, esa institución invisible
que siempre está alerta, no parece avalar tan magníficas puntuaciones.
Si resulta verdad que, como dice la tesis ortodoxa, la
transparencia refuerza la confianza de la ciudadanía en sus instituciones,
estaría muy claro que esas tres instituciones citadas (así como alguna otra,
como por ejemplo las Cámaras parlamentarias) dispondrían de un reconocimiento
ciudadano innegable. Como digo, no parece ser el caso.
Tampoco nos debemos creer en exceso que buena parte de
nuestras Comunidades Autónomas o un número razonable de las Diputaciones o
ayuntamientos sean, asimismo, instituciones sobresalientes en transparencia,
tal como los índices de Transparencia Internacional confirman cada vez que son
difundidos. De ser así no se entendería que determinadas entidades públicas
autonómicas o locales salgan con excelentes calificaciones en el ámbito de la
transparencia y, sin embargo, tengan casos de corrupción por doquier o, al
menos, prácticas de funcionamiento irregulares y así constatadas por los
tribunales de justicia (Véase al respecto el repositorio sobre casos de
corrupción judicializados del Consejo General del Poder Judicial: http://www.poderjudicial.es/cgpj/es/Poder-Judicial/En-Portada/El-CGPJ-reune-los-principales-indicadores-de-la-actividad-judicial-contra-la-corrupcion-en-un-repositorio-de-acceso-publico-).
Transparencia Vs Corrupción
La ecuación más transparencia menor corrupción, que es
válida para buena parte de los países democráticos avanzados, no parece ofrecer
en nuestro caso una identidad perfecta; son demasiadas las excepciones o, al
menos, algunas muy relevantes. Algo falla. Y no creo que sea precisamente el
método o métodos de evaluación aplicados (sin perjuicio de que se puedan
mejorar algunos indicadores e incorporar otros tantos nuevos). El problema, a
mi juicio, es más conceptual que técnico: una inteligencia alicorta de la
transparencia que viste mucho institucionalmente, pero que poco tiene de
efectiva en el funcionamiento real de las organizaciones públicas. El cambio de
cultura organizativa y de funcionamiento institucional que deriva de una
transparencia correctamente aplicada está aún muy lejos de lograrse. Es un camino
muy largo. Estamos a años luz, por mucho que nos pongamos medallas una y otra
vez.
El mal enfoque del problema viene, principalmente, por dos
cuestiones que lo lastran de forma evidente. La primera cuestión es que se
confunde (interesada o ingenuamente) transparencia con mera publicidad activa.
O si se prefiere, con el cumplimiento de las obligaciones legales que deben
alcanzar las entidades e instituciones públicas (así como otras privadas). Ese
cumplimiento de estándares legales y su visualización a través de los portales
de transparencia y páginas Web, es el paradigma de la buena transparencia. Si
además se publican más datos e informaciones, ya la excelencia es la
distinción. Volcar información en masa no es transparencia, por muy ordenada y
accesible que esta sea. Es informar y punto.
Es ese un concepto pobre de transparencia que poco aporta,
pero que tantas energías político-institucionales conlleva. Partíamos de tan
bajo, que llegar a ese primer y elemental estadio lo hemos confundido con
alcanzar la cumbre. Es verdad que “colgar” información relevante de la
actividad pública, aparte de cumplir las obligaciones legales, representa (al
menos en teoría) un medio adecuado para prevenir malas prácticas o, inclusive
(algo más discutible), la propia corrupción. Tener que difundir determinada
información puede disuadir, en efecto, de malas prácticas.
Pero seamos honestos, volcar mucha información por medios
telemáticos tampoco satisface la finalidad última de la transparencia, que no
es otra que controlar la actividad de los poderes públicos por parte de la
ciudadanía. Como decía el filósofo Alain hace casi un siglo, “todo poder es
malvado desde el momento que lo dejamos en libertad, todo poder es sabio desde
el momento que se siente juzgado” (El ciudadano contra los poderes,
Tecnos, Madrid, 2016). Además, hay otro error de percepción al considerar que
la transparencia incrementa la confianza pública en las instituciones, pues eso
puede ser así o puede no serlo. La transparencia correctamente entendida
comporta la verdad: lo que hay es lo que se ve. Y la confianza se basa, como
bien expuso Buyng-Chul Han, en lo que no se conoce. La confianza se deposita en
personas o entidades que no sabemos qué harán, pero presumimos que sus
comportamientos serán ajustados, pues son merecedores de nuestra confianza. Si
algo se sabe, ya no hay recorrido para la confianza. Al menos en ese punto.
Por parte de los poderes públicos se ha invertido mucho en
publicidad activa, tanto en recursos tecnológicos como personales o económicos,
pero los resultados de tan ambiciosos y cuantiosos proyectos (algunos aún
en marcha) no pasan de ser pírricos: la ciudadanía transita muy
circunstancialmente por los Portales de Transparencia para buscar información
con esa finalidad antedicha. Tampoco ejercen apenas el “derecho al saber”
(derecho de acceso a la información pública), del que al parecer casi nadie
sabe de su existencia.
Pero siendo eso lo importante, no es lo principal. El
problema central radica en que, según nuestro esquema legal, esas obligaciones
normativas de cumplimiento de la transparencia-publicidad activa se encargan
al sujeto institucional que debe ser paradójicamente objeto de control por
parte de la ciudadanía o de sus entidades. Sujeto y objeto se mezclan
espuriamente. Y, así las cosas, cabe suponer cuál será el resultado de tan
particular brebaje. Si la finalidad última de la transparencia es el control
democrático de la actividad pública (político-administrativa), cabe presumir
que ninguna autoridad pública se ahorcará a sí misma: los datos se vuelcan, la
información se difunde, pero a su vez se maquilla, oculta o disfraza. Hay
mucho travestismo de datos y de información. Se muestra lo que interesa, lo
demás puede estar “visible” pero de muchos modos y maneras o, simplemente, no
estarlo. Solo así cabe entender que algunas instituciones públicas con
baja o muy baja legitimidad ciudadana o, incluso, salpicadas con malas (y
continuadas) prácticas administrativas o ciertos casos de corrupción, salgan
bien situadas en esos rankings de transparencia.
El error monumental que se ha colado en el marco normativo
vigente en materia de transparencia es encargar del cumplimiento de los
estándares de publicidad activa a la misma institución que debe ser escrutada
por su actuación. El gran descubrimiento para perfeccionar ese sistema parece
ser ahora endurecer el régimen sancionador en materia de incumplimiento de
obligaciones de la transparencia. Sendero por el que ya han caminado algunas
Comunidades Autónomas (por ejemplo, Cataluña), con resultados muy gráficos.
¿Cuántos procedimientos sancionadores se han incoado en más de dos años de
vigencia de la Ley?: Ninguno. La transparencia con sangre no entra. Es un error
de percepción. También de concepto. Pero mientras tanto, algunos agujeros
negros están sin resolver en una regulación legal perforada de ausencias.
Convendría darle una vuelta de tuerca.
Tampoco cabe entender que, vinculado con la idea anterior,
la solución estribe en atribuir las funciones de seguimiento y control (también
sancionadoras) a una Autoridad “independiente” de la Transparencia, o a las ya
creadas. Todos sabemos la dependencia que tienen en España esas autoridades
denominadas independientes. La captura política está a la orden del día y, en
su defecto (o si esa no es muy intensa), todo se resuelve estrangulando sus
recursos y castrando sus posibilidades de acción. Es muy sencillo. Ya se ha
hecho con otras muchas instituciones (al final de resultados inútiles o con
bajo rendimiento institucional) de nuestro panorama público. Sobran ejemplos. Y
ahí siguen. Sin pena ni gloria.
En fin, no es este breve espacio lugar adecuado para
plantear posibles soluciones, complejas en todo caso. Mientras la cultura de la
transparencia no se interiorice en la actividad pública de modo sincero (ya lo
decía Jankélévitch: “transparencia es sinceridad”), continuará siendo una moda,
como reconoció en su día el colectivo Politikon. Quien mejor ha descrito,
a mi juicio, la necesaria transformación que implica la idea de transparencia
es un Secretario de Ayuntamiento, José Antonio Fernández Celada, quien en una
intervención pública describió la ruta necesaria para que todo cambie:
“necesitamos transformar la transparencia de una moda en un modo efectivo de
funcionamiento de toda la institución y de la organización administrativa”.
Sobran palabras y sobran asimismo ejercicios de autocomplacencia institucional
fruto de lo bien que hemos salido en la foto del último ranking. Se necesitan
hechos. A la espera estamos. Mientras tanto los poderes taumatúrgicos de
la transparencia se van evaporando, como el humo de los cohetes tras los fuegos
artificiales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario