"El desafío para la reflexión es pensar cuidadosa y
críticamente sobre qué valores deben guiar las decisiones (y la actividad
profesional) de los funcionarios y empleados públicos; así como conocer las
metodologías utilizadas a nivel macro y micro para establecer marcos de
integridad traducidos en Códigos Éticos, formación y capacitación” (Programa
XXII Congreso Internacional del CLAD, a celebrar en Madrid 14-17 noviembre de
2017)
Rafael Jiménez Asensio. La mirada institucional.- Un déficit de partida: Los “principios” del “empleo público”
en el EBEP
Esa institución que conocemos como empleo público, una
suerte de solución mestiza entre la relación funcionarial y la laboral, ha
terminado por incorporar a su funcionamiento actual los elementos más perversos
de uno y otro modelo. No puedo detenerme en explicar con detalle esas lacras
adheridas, pero algunas son muy visibles y, además, se han enquistado hasta el
punto de diluir o desdibujar la noción de “servidor público” que debe estar
detrás de cualquier persona que preste actividad profesional en la Administración
Pública, cuya única y exclusiva finalidad (o, si se prefiere, su ADN
profesional) debería ser servir a la ciudadanía, que es –da pudor recordarlo-
quien sufraga con sus contribuciones los salarios de tales personas.
El Estatuto Básico del Empleado Público (EBEP) intentó –de
forma un tanto voluntarista- incorporar a esa figura híbrida de nuevo cuño
(“empleado público”) una serie de principios y un código de conducta. La
exposición de motivos de la Ley 7/2007 dejó una tímida huella de ello. Estas eran
sus palabras: “Por primera vez se establece en nuestra legislación una
regulación general de los deberes básicos de los empleados públicos, fundada en
principios éticos y reglas de comportamiento, que constituye un auténtico
código de conducta”. Aunque de inmediato metió la pata: pues relacionaba esas
conductas con el régimen sancionador. Ética y Derecho se mezclaban con escaso
acierto.
Vaya por delante que no son las leyes (ni cualquier otra
disposición normativa) instrumentos adecuados para vehicular la aprobación de
códigos de conducta, en cuanto que estos, por lo común, son expresiones de una
“autorregulación” que se aleja del Derecho como ejercicio coactivo de las
normas. Pero eso no fue lo más grave; pues las leyes pueden perfectamente
incorporar valores o principios, que actúen como polos de integridad de sus
respectivas instituciones. Y es oportuno que lo hagan. No hasta el punto en que
llevó las cosas el EBEP, en cuyo artículo 52 (por lo demás ignorado de forma
absoluta en la práctica cotidiana de nuestras administraciones públicas)
incluyó un desordenado listado que recoge nada menos que quince principios, y
ni siquiera los define en sus contornos.
Solo su mero enunciado ya nos advierte de la confusión
existente entre valores y principios de actuación o de las tensiones
contradictorias entre algunos de ellos: objetividad, integridad, neutralidad,
responsabilidad, imparcialidad, confidencialidad, dedicación al servicio
público, transparencia, ejemplaridad, austeridad, accesibilidad, eficacia, honradez,
promoción del entorno cultural y medioambiental, y respeto a la igualdad entre
mujeres y hombres.
Principios pocos, pero precisos
Como expuso en su día Daniel Innerarity, nada peor que
“poner todo manchado de principios”; con ello se devalúan hasta hacerlos
prácticamente disfuncionales o, lo que es peor, hasta ser puramente ignorados.
En términos similares se había expresado antes Savater: principios pocos, pero
precisos.
Con ese batiburrillo de principios que incorpora el EBEP no
cabe extrañarse de que el empleo público en España esté desnortado. No tiene
guía ni faro por el cual orientarse (pues esta es una de las funciones típicas
de la ética, en este caso pública). Tras diez años de vigencia del EBEP,
probablemente ningún empleado público sabría citar cuáles son esos principios que
sirven de base al empleo público como institución. Todo el mundo, políticos,
empleados y sindicatos se los han tomado a broma. Y, mientras tanto, la
institución del empleo público sigue hundiéndose en el fango.
Idea-fuerza:
No hay función pública que se precie sin valores. Y
convendría tener esta idea muy clara. Cabe retornar de inmediato a recuperar
los valores de la institución, como único medio de reforzar su prestigio,
integridad, imparcialidad, así como su profesionalidad, con el único fin de
apuntalar la erosión de confianza pública que –con excepciones tasadas- hoy en
día padece el empleo público.
Algunas experiencias comparadas: Reino Unido, Francia y
Canadá.
Para ver la importancia que los valores tienen en un
correcto diseño institucional de la función pública (algo por lo que viene
abogando desde hace años la OCDE, también en su propia organización), nada
mejor que observar qué han hecho otras democracias avanzadas. Traeré a colación
solo tres ejemplos, aunque se podrían multiplicar.
En el Reino Unido, el Civil Service Code configura
la institución en torno exclusivamente a cuatro valores, que define y acota:
Valores del Civil
Service del Reino Unido
-Integridad: implica situar las obligaciones del servicio
público por encima de los intereses personales del funcionario.
-Honestidad: actuar con veracidad y de forma abierta o
transparente
-Objetividad: basar sus informes y decisiones en
análisis rigurosos de cada caso
-Imparcialidad: comporta actuar exclusivamente de
acuerdo con los méritos o circunstancias del caso, sirviendo del mismo modo a
las diferentes políticas que pueda llevar a cabo cada Gobierno.
Por su parte, como consecuencia del “Informe Nadal” (Renouer
la confiance publique; 2015), en Francia se aprobó la Ley 2016-483, de 20 de
abril, relativa a la deontología y a los derechos y obligaciones de los
funcionarios públicos. Allí se recogen los valores que se deben respetar por
todos los funcionarios en el ejercicio de su actividad profesional. Son
principalmente cuatro:
Valores de la función pública
en Francia
-Dignidad
-Imparcialidad
-Integridad
-Probidad
A estos cuatro valores nucleares, la Ley añade algunos
principios sustantivos que también deben informar el ejercicio de la actividad
profesional en la función pública:
Principios de la
actividad de la función pública en Francia
-Neutralidad
-Laicidad
-Igualdad, entendida como compromiso de paridad
-Transparencia, que se regula en un apartado distinto
El informe Nadal abogaba, además, por la aprobación de
códigos deontológicos “de proximidad” en todas las instituciones públicas; por
tanto, también aplicables a la función pública. Algunos de ellos ya se
aprobaron.
Otro ejemplo algo distinto, pues su ámbito inicial de
aplicación se extiende a todos los cargos públicos y funcionarios, es el “Código
de Valores y Ética del Sector Público” de la Administración federal de Canadá.
Probablemente, junto con algunos códigos del servicio civil australiano, uno de
los mejores ejemplos por la claridad en la exposición de los fines y por su
alto sentido pedagógico.
Allí, se expone lo siguiente:
Código de Valores y Ética del Sector Público de Canadá
“Bajo la autoridad del gobierno elegido y en virtud de la
ley, los funcionarios federales ejercen un rol fundamental al servicio de la
ciudadanía canadiense, las entidades y el interés público. En su condición de
profesionales cuyo trabajo es esencial al bienestar de Canadá y a la viabilidad
de su democracia, son garantes de la confianza pública”.
“Un sector público federal, profesional e imparcial es un
elemento clave de nuestra democracia”
El Código establece, en grandes líneas, los valores y
comportamientos que deben adoptar los funcionarios en el ejercicio de sus
funciones profesionales, salvaguardando siempre ese valor existencial de la
función pública que es la imparcialidad. Y, como bien se dice, “al adoptar esos
valores y al comportarse según las expectativas establecidas, los funcionarios
refuerzan la cultura ética del sector público y contribuyen a mantener la
confianza de la ciudadanía en la integridad del conjunto de las instituciones
públicas”. Más claro y preciso no se puede ser.
Los valores, asimismo, son guías de conducta (posteriormente
desarrolladas para cada colectivo profesional o departamental) y, además (tema
nada menor), se integran en el sistema de gestión de la organización y de las
personas como parte sustancial del mismo. Esos valores, que también se definen,
son cinco:
Valores de los funcionarios del
Sector Público de Canadá
-Respeto a la democracia
-Respeto hacia la ciudadanía.
-Integridad
-Administración o gestión de los recursos
-Excelencia
Final. A modo de conclusión.
En fin, son solo algunas rápidas e incompletas pinceladas
sobre cómo determinadas democracias avanzadas afrontan el importante reto de la
definición de los valores de su función pública. Se podría profundizar mucho,
pero no es el momento.
Frente a esas experiencias avanzadas, los diferentes niveles
de gobierno de este país llamado España navegan en el desconcierto que implica
no saber definir correctamente cuáles son los valores-fuerza de su organización
y de su empleo público. Algo se está haciendo y espero que el próximo post
sobre este tema dé cuenta de alguna buena práctica, pero son excepciones. Con
esa actitud pasiva y carente de la mínima diligencia institucional, la
indecisión política sume a la función pública (aquí “empleo público”) en una
desorientación absoluta sobre cuál es su papel efectivo. Emerge así, con
fuerza, un contexto del empleo público marcado por una bulimia de derechos y
una anorexia de deberes. Dato que, en sí mismo, debería ser fuente de
preocupaciones. Y no es algo menor.
Tal vez ha llegado la hora de replantearse la necesidad de
recuperar esos valores perdidos o, al menos identificarlos, al margen de ese
“diarreico” listado del artículo 52 del EBEP. Para ello nada mejor que promover
la elaboración de códigos éticos o de conducta en el empleo público, que
definan valores-fuerza y detallen algunas normas de conducta. Tales códigos
deben ser –tal como en su día (2007) defendió sin éxito Manuel Villoria-
desarrollo de los principios éticos y de conducta recogidos en el EBEP. Y aquí
también, por lo que nos toca indirectamente a quienes estuvimos en algunas
fases de ese proceso (Comisión “de expertos”), cabe entonar el mea culpa.
El momento es importante: en los próximos diez/quince años
la renovación generacional del empleo público será un hecho en un altísimo
porcentaje. Si no se refuerzan los valores de la función pública, quienes
ingresen en esas estructuras se contagiarán de los mismos males que aquejan
actualmente a un empleo público ayuno de valores y perdido en su papel
existencial, solo mantenido por la responsabilidad individual de no pocos
funcionarios ejemplares que con su implicación salvan el hundimiento de este
singular “Titanic” que es la Administración Pública.
Pero la finalidad de tales códigos de conducta, que
necesariamente se han de insertar en un Sistema de Integridad de toda la
institución, no debe ser “disciplinaria”; sino esencialmente preventiva: se
debe promover la creación de una infraestructura ética en la función pública,
prevenir de ese modo las malas prácticas o conductas contraproductivas y
lograr, así, una revalorización de la institución que actualmente se encuentra
(más tras los duros años de contención fiscal) en una fase de constante y
permanente declive (fruto también de su ya reiterada “desorientación”), así
como reforzar la confianza de la ciudadanía en quienes prestan los servicios
públicos. Y, en este punto, también el sindicalismo del sector público tiene
mucho que aportar, siempre que sean capaces de desprenderse de su rol (hasta
ahora exclusivo y excluyente) de ser solo instancias mediadoras en la
reclamación (reivindicación) de derechos, interiorizando la defensa de la
institución de función pública y no solo de las personas aisladamente
consideradas. Reto estratégico para su supervivencia y transformación
institucional. Veremos si están a la altura.
En ese proceso de (re)construcción de los valores, así como
en la articulación de un marco de integridad institucional, la función pública
(o el empleo público) del siglo XXI se juega su futuro existencial. La
disyuntiva es obvia: o sirve realmente a la ciudadanía, o estará también
condenada a morir. Ya lo dijo Fukuyama, siguiendo en este punto a Huntington,
las instituciones nacen, se desarrollan, entran en decadencia y, pueden incluso
desaparecer. Tomen nota.
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