Ver entrevista en El Confidencial:
“Los atenienses hicieron sorprendentes
esfuerzos para asegurar que la mayor parte de los cargos públicos fuesen
adjudicados por el procedimiento indiscutiblemente democrático del sorteo (…)
en lugar de la acción natural de la influencia social” (John Dunn, Democracia.
El viaje inacabado, Tusquets, 1995, p. 295).
“Más que en Francia o en Inglaterra (…)
fue en América en donde surgió de modo paradigmático la combinación de un
principio de distinción y de gobierno popular representativo” (B. Manin, Los
principios del gobierno representativo, Alianza, 1998, p. 162)
Por Rafael Jiménez Asensio. Blog La Mirada Institucional.- Nadie duda que la democracia
representativa atraviesa momentos difíciles. Los problemas se plantean cuando
hay que buscarle un recambio. Tampoco nadie duda que necesita complementos que
la legitimen. En ese momento, surgen con fuerza los discursos participativos,
hoy tan en boga. Nada que objetar a ampliar el radio de acción (o la visión) de
la democracia, como diría Hanna Arendt: “mentalidad ampliada”.
El autor del libro que comentamos es
considerado por la editorial que publica el ensayo como “uno de los mejores
escritores europeos de no ficción”. Y, en efecto, escribe bien; de forma
convincente (al menos en apariencia): es claro en el razonamiento, sugerente en
sus propuestas y original en alguno de sus planteamientos. En verdad, su
razonamiento es muy directo; y, por tanto, llega fácil. Un arqueólogo,
activista en temas de innovación democrática y metido a ensayista de ciencia
política. Una mezcla particular.
Al parecer, como el mismo autor advierte,
la publicación del libro en Bélgica hace unos años fue recibida con
críticas evidentes en algunos círculos académicos que, también según su
opinión, no leyeron el libro y se quedaron con el título (probablemente mal
formulado). Su tesis es, en efecto, rompedora (y, por tanto, puede atraer
fácilmente emociones amigas o enemigas): la “democracia” ha ofrecido
históricamente fórmulas interesantes para ser efectiva (por ejemplo, el sorteo
de los cargos públicos), sin embargo a partir de las revoluciones liberales la
“democracia electoral” se impone y se olvida del “sorteo” como medio de
provisión de cargos (tan solo utilizado en los tribunales con jurado popular).
Y aquí, a juicio del autor, surgen todos los males: gradualmente la democracia
electoral se degrada hasta ser denostada por quienes eran sus principales
valedores, los ciudadanos. La idea-fuerza es que la democracia representativa
electoral sufre “un trastorno conocido como ‘el síndrome de fatiga
democrática’”.
Las soluciones están, por tanto, en la
“democracia participativa”. Aunque el autor no peca de ingenuo, pues tras
utilizar argumentos pretendidamente pesados para denostar la democracia
representativa electoral (algunos de ellos, por cierto, de inconsistencia
manifiesta), ha de reconocer que los instrumentos de democracia participativa,
al menos de momento, deberán ser un complemento de la democracia representativa
electoral: “Hoy en día debemos encaminarnos hacia un modelo birrepresentativo,
es decir, una representación popular obtenida tanto por elección como por
sorteo”. Hay que poner de relieve que Van Reybrouck apuesta decididamente por
una “democracia deliberativa” en la que el sorteo juegue un papel central,
huyendo de modelos de democracia participativa unilaterales o de “democracia
directa” (consultas, referéndums, etc.), así como de la participación
voluntaria “por inscripción”, que deben ser solo complementarios de aquella;
pues a su juicio, la democracia deliberativa por sorteo (correctamente
aplicada) refuerza la legitimidad, pero también la eficiencia de tales
procesos.
Tesis interesante
El libro tiene, en efecto, aportaciones
sugerentes. Sin duda, entre las más destacables está la encendida defensa del
“sorteo” como medio democrático, cuyas ideas las extrae del excelente libro de
Bernard Manin (que parece haber descubierto en fechas recientes), así como de
“los apuntes” (sic) de su profesor de Universidad que le explicó el sistema de
gobierno de Atenas. La parte segunda de este trabajo ofrece, ciertamente, una
amplia batería de ensayos participativos que han combinado inteligentemente
elección con sorteo y mezclado de forma razonable ciudadanía con expertos y
políticos. Los casos (aunque no exitosos en todos los supuestos) de Canadá,
Holanda, Islandia o Irlanda, son descritos de forma muy didáctica. No se
olvide, en esos países hay un demos maduro. Y, sin duda, suscitan ideas
para mejorar la débil democracia representativa. Allí donde han llegado al
final del proceso han mejorado la calidad de la decisión y la legitimación del
proceso: el caso islandés, con la reforma de la Constitución en juego, ha sido
–como pone de relieve el autor y a pesar del fiasco final- “el ejemplo más
asombroso de democracia deliberativa hasta el momento”. Su conclusión, a
explorar: “la dramática crisis de la democracia puede paliarse dando una nueva
oportunidad al sorteo”. Una fe, tal vez excesiva, en un procedimiento de
elección, basada además en la experiencia ateniense. Una reivindicación
consistente de la democracia deliberativa con el ingrediente del sorteo. A
explorar.
Frente al interés de esa segunda parte
del libro, la primera, a mi juicio, es muy poco sólida: plagada tal vez de una
visión exagerada (llega a afirmar que “las elecciones nunca fueron un método
democrático”) y un tanto apocalíptica sobre el futuro de “la democracia
representativa electoral”. Y, en estos puntos me quiero detener.
En efecto, esa encendida defensa de la
democracia ateniense basada en el sorteo y en los cargos coyunturales (un año),
centrada especialmente en la época de Pericles (no cita a Clístenes, artífice
del proceso de transformación democrática de Atenas), no está exenta de errores
o, al menos, de imprecisiones. Si bien el autor reconoce que “la elección por
sorteo no se aplicaba entre los cargos militares más elevados, ni tampoco entre
los financieros”, defiende acto seguido que eso solo afectaba “a una minoría de
los cargos de la Administración”. Olvida, en cambio, que se trataba de los más
importantes. Francisco Rodríguez Adrados, en su extraordinaria obra La
democracia ateniense (Alianza Editorial, 1993, p. 234), hacía especial
mención que, aparte de las magistraturas que se proveían por sorteo, había una
“una serie de cargos que se cubren por elección en gracia a que requieren una
capacidad técnica o ‘virtud’ especial (arquitectos, intendentes de obras
públicas, tesoreros, embajadores, generales)”. Nada más y nada menos que los
puestos clave de la administración, algunos incluso de mando estratégico. No
tenían limitación temporal de mandato. Ello permitió que el propio Pericles
permaneciera catorce años en el ejercicio de sus funciones.
Esa entronización de la democracia
ateniense también olvida que allí los asuntos públicos eran, por lo común,
ejercidos por ciudadanos que (al menos muchos de ellos) no tenían que trabajar
(para eso estaban los esclavos; y, si no, como decía burlonamente Aristóteles,
sus mujeres y niños a quienes trataban igual que si fueran esclavos). Era la
“libertad de los antiguos”. Las reformas que llevó a cabo Solón crearon una
élite económica que sería la base de ese régimen democrático. También orilla
que esas “cargas” (pues, en definitiva, lo eran) de desempeño temporal de
“cargos públicos”, fueron –al menos en la época de Pericles y en un buen
número- retribuidas, lo que, dado que se trataba de miles de cargos públicos,
requería unas finanzas saneadas. Algo de lo que se debe tomar nota, si se
quieren cargos por sorteo.
Pero donde la tesis central del libro
desfallece por completo es cuando vincula la aparición de “la democracia
electoral” con las revoluciones liberales. No diferencia, tal como por ejemplo
ha hecho recientemente Luís María Díez-Picazo (recordando a Manin), entre
“gobierno representativo” y “democracia”. No eran cosas idénticas. En este
punto, los errores e imprecisiones del libro son manifiestos, puesto que
desconoce que los procesos electorales, especialmente el sistema de voto (que
el autor vincula con los orígenes de las revoluciones liberales), pues no fue
el mismo durante los aproximadamente ciento cincuenta años que transcurren desde
las primeras convocatorias electorales (en Inglaterra) hasta la implantación
del sufragio universal masculino a finales del siglo XIX y principios del XX.
Asimismo, llama poderosamente la
atención que ignore (o pase de puntillas) sobre el Estado de partidos y, más
concretamente, sobre el papel de estas organizaciones partidistas en el proceso
de consolidación primero y luego de degeneración de la propia idea democrática.
Ni una sola cita de Michels u Ostrogorsky. Da que pensar. Tampoco ninguna de
Benjamin Constant o alguna incidental de John Stuart Mill, necesarios ambos
para entender la democracia representativa. Entroniza a Rousseau, cuyos
postulados “democráticos” ensalza. Ignora a Sieyés. Y con esos mimbres se
pretende arrumbar el árbol de la democracia representativa “electoral”. El
conocimiento actual, mal que nos pese y menos en estos temas, no está aún en
Internet. Sin la lectura atenta de los clásicos no es fácil sacar conclusiones
correctas en un tema tan complejo como este.
El argumento, en efecto, se torna
manipulador (tal vez por ignorancia y no por mala fe) cuando se defiende que
“nos hemos convertido en fundamentalistas electorales”, pues “idolatramos las
elecciones”. Y edulcora su “razonamiento” con que “los fundamentalistas carecen
de visión histórica”, por lo que se impone “una mirada retrospectiva”, lo que
“exige algo de imaginación a los ciudadanos de principios del siglo XXI”.
Seguimos aplicando, según el autor, el mismo “método doscientos cincuenta años
más tarde”: la gente acude “cada cuatro o cinco años con un papelito en la mano
de una oficina electoral donde, en la penumbra de una cabina marca con una cruz
nombres de una lista”. Esa es, según él, “la fiesta de la democracia”.
La simplificación de los problemas
complejos nunca ha sido buena consejera. Tampoco en este caso lo es. El libro,
que tiene puntos de originalidad evidente (como antes decía), pierde gran parte
de su crédito cuando se sumerge en ideas falsas o carentes de precisión. En
efecto, aunque cita también a Pierre Rosanvallon (al menos alguno de sus
libros), no ha debido leer su obra La sociedad de los iguales (RBA,
2012). Si lo hubiese hecho tal vez comprendería que ese “rito solitario y
silencioso” que es el ejercicio del voto no era una práctica habitual hasta
bien entrado el siglo XX; pues tal como dice este autor, “la cabina, por
ejemplo, no se introdujo en Francia hasta 1913”, pues “originariamente, votar
implicaba por el contrario participar en una asamblea muy concurrida”. Como
bien concluye: “participar y reunirse, elegir y deliberar nunca habían
constituido antes nociones separadas” (p. 53).
En suma, un libro que sin duda tendrá
sus valedores, pues no le falta un lenguaje directo, un cierto tono provocador
y apuntes de modernidad. Reitero que tiene una segunda parte muy aprovechable
para enriquecer “la democracia deliberativa” (por medio del sorteo como
instrumento central de actuación), pero una primera, en mi opinión, poco sólida
y que desmerece el resultado final. Hay, en esos pasajes, una simplicidad que
si se escarba se torna fácilmente en llana simplificación. Pero es lo que se
lleva ahora en estos tiempos de redes sociales y de ciento cuarenta caracteres:
la apariencia. En fin, una de cal y otra de arena. Interesante en lo que
conoce, poco riguroso en lo que ignora. Pero un libro que ha tenido un éxito
innegable. Tiempos líquidos, en los que el rigor no cotiza y sí la hipérbole.
Algo más de mesura y criterio también sería bueno para instalar de modo
efectivo la democracia deliberativa. Salvo que, paradojas de la vida, se le
quiera hacer un flaco favor.
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