"Una deuda pública muy abultada implica redistribuir recursos
entre las generaciones actuales y las del futuro, que no pueden votar mientras
están sufriendo un empobrecimiento. Esto es injusto y debe ser tenido en cuenta
por aquellos que parecen abogar por más y más deuda” (Alesina, Favero y Giavazzi, Austeridad. Cuándo
funciona y cuándo no, Deusto, 2020, p. 267)
Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- Conforme se consumen los meses de este dificilísimo año
2020, y a pesar de que el marco de incertidumbre es aún muy elevado, los datos
disponibles son cada vez más precisos y nos retratan con cierta fidelidad el
tamaño del desastre que se avecina. Las estimaciones del impacto
económico-financiero de la crisis Covid19 se están agravando conforme el tiempo
avanza. Los primeros datos del mes de abril del FMI y del Gobierno de España
(“Actualización del Programa de Estabilidad”) sufrieron modificaciones importantes
al alza en el Informe de la AIReF (Autoridad Independiente de Responsabilidad
Fiscal) de 6 de mayo, así como en la comparecencia del Gobernador del Banco de
España ante la Comisión correspondiente del Congreso de los Diputados (18
mayo).
Según datos del 5 de junio, una vez computado el impacto del
IMV, las estimaciones de déficit en 2020, según la AIReF, se moverán
en una horquilla entre el 11,1 % y 13,9 % del PIB. Siempre que no carguemos más
a los Presupuestos. En 2021, el déficit se moverá entre el 7,5 % y el 9,4
%, también según la AIReF.
Siendo ello preocupante, lo es más que las estimaciones
de deuda pública (estimaciones de 6 de mayo) se encuentran entre las
siguientes horquillas: en 2020, entre el 115 y 122 % del PIB; en 2021, entre el
117 y 124 %.
No cabe duda, por tanto, que nos encontramos ante un
escenario de excepcionalidad fiscal. Tal como sucedió en la crisis de 2008
(aunque ambas sean de muy diferente trazado y factura), en estos primeros
momentos estamos en una crisis fiscal expansiva de gasto público para hacer
frente al shock (ya sin apenas margen de maniobra) y, más
temprano que tarde, vendrá la dura resaca; pues habrá que aprobar un programa
de consolidación fiscal o también denominado como plan de reequilibrio de las
cuentas públicas. Dicho en términos más llanos; un plan de ajuste o
de austeridad. Siempre que no haya que pedir un rescate, que no cabe
descartarlo. Pero de eso poco se habla ahora, menos por el Gobierno. En
2010 se esperó dos años, y se puso en marcha de forma tardía (2010-2012). Y con
errores de bulto. Los costes económicos y sociales fueron inmensos. En 2020 se
siguen aplazando “las malas noticias”, pues ahora solo se quieren comunicar las
buenas: estamos saliendo del durísimo período de la emergencia sanitaria. Y hay
que sonreír, el que pueda. No se puede airear, sin embargo, que estamos
saliendo “más fuertes”, pues precisamente se trata de todo lo contrario. No
sólo en el plano sanitario/humanitario, que es evidente; sino también en la
dimensión económico y social. Por lo que ahora importa, con un estado de las
cuentas públicas deplorable, como no se conocía desde hace muchas décadas
(probablemente desde la Guerra Civil, tal como recordó el Gobernador del Banco
de España).
Las malas previsiones de la AIReF
El diagnóstico de futuro que hizo la AIReF es sencillamente
demoledor: “Para mantener estable en 2030 el nivel de deuda de 2021, sería
necesario realizar a lo largo de la próxima década un ejercicio de
consolidación fiscal similar al realizado en la década pasada, y alcanzar el
equilibrio presupuestario en 2030. Adicionalmente, habría que
mantener el equilibrio presupuestario casi otra década para poder digerir
enteramente las consecuencias de esta crisis y volver al nivel previo de
una ratio del 95 % del PIB en 2038”. Dieciocho años apretándose el cinturón
para volver a los porcentajes de deuda pública (por cierto elevadísimos) que
tenía España a finales de 2019. Ni más ni menos. El déficit entonces estaba en
torno al 3 %. La disciplina fiscal no ha sido nunca nuestro fuerte. Al
menos últimamente. Y las debilidades estructurales de la economía española
son abundantes. Como expuso de forma certera el Gobernador del Banco de
España: “Los impactos a medio plazo obligan a tener en cuenta la sostenibilidad
financiera, por exigencias del marco europeo y, asimismo, por la necesidad de
acudir a los mercados en demanda de financiación (…) La necesidad de un
Plan de reequilibrio es inaplazable, así como la realización de un
seguimiento estrecho del cumplimiento de los objetivos de consolidación
fiscal”. Más claro, el agua.
Lo que sí parece cierto es que, como también ha expuesto la
AIReF, el problema está en identificar cómo se hará ese programa de
contención fiscal (si pivotará sobre ajustes de gasto o también sobre mayores
impuestos), cómo afectará a los diferentes niveles de gobierno (Administración
central, autonómicas y locales), y, en fin, de qué manera incidirá sobre los
diferentes capítulos de gasto a ajustar. Así se considera que los gastos
sanitarios y sociales se deberán incrementar (al menos en la etapa inicial),
con lo que los ajustes deberán proceder de otros ámbitos. Y esta cuestión
nos conduce derechamente a tres preguntas concatenadas entre sí: a) ¿qué tipo
de plan de ajuste se llevará a cabo?; b) ¿sobre qué capítulos y ámbitos
presupuestarios se proyectarán esos ajustes?; y c), en fin, ¿un plan de ajuste
es realmente un “suicidio político” para el Gobierno que lo impulsa?
En un extraordinario y oportuno libro (Austeridad.
Cuándo funciona y cuándo no, Deusto, 2020), los profesores Alesina, Favero y
Giavazzi, llevan a cabo un exhaustivo análisis los programas de ajuste que se
han aprobado desde 1970 a 2014 en dieciséis países, entre ellos España.
Se trata de un estudio objetivo (escrito, eso sí, antes de la
crisis Covid19) basado en evidencias, que pretende alejarse de un tema, la
austeridad, con “mucha ideología y poco análisis de datos”. Algunas de sus
lecciones, con las matizaciones derivadas del actual contexto, son importantes.
Allí afirman que la austeridad es “la respuesta a la mala previsión fiscal y al
desarrollo de un gasto excesivo en relación con los ingresos disponibles”.
Ciertamente, que la crisis Covid19 ha sido ajena en su estallido (salvo en la
falta de previsión) a la gestión política, pero no en su trazado y desenlace.
Tampoco en la situación precedente: las características estructurales de
la economía española y la ratio disparada de deuda pública, así como
el déficit existente, no nos situaban en buen lugar. Y la salida será mucho más
compleja. Vienen tiempos de durísima contención fiscal. No conviene esconderlo.
Como se señala gráficamente: “Tarde o temprano la estabilización tendrá que
llegar, puesto que la alternativa última será la quiebra. Cuanto más se
espere, mayores serán los ajustes requeridos, bien sean subidas de impuestos o
reducciones de gasto público”.
La tesis central del libro citado, en la que los
autores insisten una y otra vez con evidencias (datos) contundentes es la
siguiente: “Los planes (de ajuste) volcados en bajar gastos arrojan costes
pequeños en términos de caída del PIB, pero los ajustes centrados en subir los
ingresos públicos están asociados con recesiones profundas y duraderas”. Los
planes de reequilibrio que empíricamente han funcionado son los de ajuste del
gasto público, o los mixtos con prevalencia de esa variable.
Con esta tajante conclusión, la siguiente pregunta es
dónde y en qué se ajusta o se recorta (pues recortes son). No cabe duda
que las singularidades de esta crisis, como señalara oportunamente la
AIReF, obligan a reforzar el gasto público en sanidad y en servicios
sociales, al menos los primeros ejercicios. Ciertamente, como han
reconocido los dos premios Nobel de Economía, Banerjee y Duflo, “hay una
urgencia de diseñar y financiar adecuadamente políticas sociales eficaces”.
También sanitarias, habría que añadir en estos momentos. Por
consiguiente, en estos ámbitos, en principio, no se reduciría el gasto,
sino que incluso cabría ampliarlo. Lo que derechamente conduce a la
cuestión determinante: ¿Y dónde ajustamos, entonces? Los autores
resaltan la ineficiencia en el gasto existente en los países del sur de
Europa, y citan expresamente España e Italia (también Portugal, que ha
corregido esas tendencias). También se hacen eco del despilfarro y de la
corrupción, concluyendo que “se puede gastar menos y gastar mejor”. La
ética (también pública e institucional), como ha reconocido Carlos
Sánchez en un interesante artículo, cobra protagonismo especial en la
salida digna a esta crisis. Debería formar parte del programa de
reformas institucionales. Como otras muchas reformas del sector público a
las que nos referimos en una reciente Declaración
suscrita por quince académicos y profesionales. Fortalecer el Estado
no es engordarlo artificialmente.
Realmente, si las partidas sanitarias y de servicios
sociales no se podrán tocar y, es más, deberán verse incrementadas, por la
gravedad del momento vivido y por un fortalecimiento del principio de
precaución (hoy en día tan olvidado), habrá que hilar muy fino sobre qué
ámbitos se producirá el ajuste. Y no iremos muy desviados si ponemos el foco en
el gasto corriente, especialmente en los gastos de personal. Tal como se
ha dicho, “la reducción en la masa salarial del sector público también tiene un
efecto deprimente en la demanda agregada”, pero dicha caída puede compensarse
con su traslado al sector privado, “conteniendo sus remuneraciones y aumentando
así la rentabilidad y la inversión”. Aunque en España el empleo público es un
“estabilizador” frente al brutal desempleo. Habrá que manejar muy finamente
el bisturí para que esos ajustes se desplieguen efectivamente sobre
las bolsas de ineficiencias, el tejido adiposo o aquellos empleos que no añadan
valor añadido. No hay que ser ingenuos, la ortodoxia presupuestaria
es bastante soez en sus planteamientos de ajuste, al menos en España, pues
reduce o congela indiscriminadamente las retribuciones e impone tasas drásticas
de reposición que nada ahorran realmente, puesto que el empleo tiende a
transformarse en interino o temporal. Se debilita; así, la función pública, la
envejece, la convierte en una institución inadaptada e impide atraer el talento.
Y “atraer a personas cualificadas es esencial para que un Gobierno funcione
bien” (Buena economía para tiempos difíciles, Taurus, 2020). Un
diagnóstico muy conocido. Salvo que la cordura se imponga, eso es lo que
vendrá. Pero depende cómo se haga ese proceso de ajuste, podrá acelerar
una tendencia imparable, también en el sector público, a la automatización de
muchas tareas (esto es, la sustitución de personas por máquinas) o a
la externalización de determinadas actividades (esperemos que las
superfluas y no las críticas).
Siempre cabe también reducir drásticamente las inversiones,
pero entonces el motor de la economía sufrirá más aún. Los autores citados la
prefieren, incluso, antes que recurrir a bajadas de impuestos, que son
propuestas más depresoras. Y ello además teniendo en cuenta que será un ajuste
duro y largo, pues en este caso –como también señalan- cuando “un plan
(es) más persistente en el tiempo tiene un impacto más drástico para bien o
para mal”. El bien lo sitúan empíricamente en el ajuste de gasto público; el
mal, en la subida de impuestos. Como bien concluyen, “la recomendación es
clara: rebajar el gasto, en vez de subir los impuestos contribuye decisivamente
a romper la espiral de una crisis fiscal y revertir la situación de forma
satisfactoria”.
Uno de los capítulos finales trata de un tema también
recurrente en nuestro ámbito político: “La sabiduría popular sostiene que
tomar medidas de ajuste es algo así como un suicidio político”. Poco más o
menos que prepararse para la muerte súbita en política. También introducen el
factor de si la gestión del plan de ajuste la lleva a cabo un gobierno de
coalición, y si este está o no cohesionado. Su conclusión, basada en
análisis empíricos, no va por esa línea: “Nuestros cálculos sugieren que no se
puede afirmar que las consolidaciones supongan un ‘suicidio político’, ni mucho
menos”. Aunque es cierto, y este es un dato nada menor en nuestro actual
contexto político, lo siguiente: “La probabilidad de salir reelegido es mucho
mayor si la austeridad se toma con más margen hasta las siguientes elecciones
(lo ideal sería una distancia de al menos tres años)”. Asimismo, ponen de
relieve otro punto nuclear: “La composición interna de las estructuras
públicas (reparto de carteras) es más determinante de lo que podría parecer. Si
el jefe de gobierno o el ministro de Hacienda tienen más poder, entonces las
resistencias ante los ajustes serán menores”. Un liderazgo aceptado
socialmente hace más fácil esa reelección. Las sociedades polarizadas y
fracturadas políticamente complican la gestión de cualquier ajuste. Pero
también añaden: “Las consolidaciones fiscales son más lentas cuando los
gobiernos están conformados por una coalición de varios partidos”.
En cualquier caso, cabe concluir que habrá ajuste y,
además, muy duro. Pero tendrá que ser de factura muy distinta al anterior de
2010, donde los errores fueron estrepitosos. Hará falta, sin duda, echar mano
de la calculadora; pero también de la empatía política y social. Y no es fácil,
“puesto que el PIB solo valora las cosas que tienen un precio y se pueden
vender” (Adhijit Banerjee y Esther Duflo). Y esta crisis ha mostrado algo más,
mucho más duro, también más humano. La Agenda 2030 y sobre todo el tercer mundo
padecerá lo suyo. España, en otra dimensión y “amparada” por la Unión Europea
(no lo olvidemos), también. Pero, en este complejo escenario, no se puede
tolerar ni un día más que nos invoquen las seculares ineficiencias de nuestro
sistema público y, cuando se salga del shock, nuestra falta de disciplina
fiscal. El problema es que si esto no comenzamos a resolverlo
nosotros, con un realista plan de reequilibrio, así como con reformas
estructurales serias y bien planificadas, también del sector público, nos
vendrán impuestas desde el exterior (Europa y FMI). Y, en ese caso,
demostraremos una vez más la impotencia que este país tiene para resolver sus
propios problemas.
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