La complejidad
del lenguaje burocrático y de los conceptos administrativos dificultan el
acceso a la hora de pedir una ayuda como el Ingreso Mínimo Vital
Revista de prensa. Por Noemí López. Newtral.es.- “No sabía qué era una carta de desistimiento”, dice Luz
Martín, trabajadora
doméstica. Durante el estado de alarma, en abril, su empleador
le dijo que no fuese a trabajar y le insinuó que podría darse de baja ella
voluntariamente.
Por suerte, dos días antes,
Luz había visto en las noticias que se aprobaba un subsidio extraordinario para
empleadas como ella: “No sabía cómo se pedía, ni si yo tenía derecho. Leía
noticias y lo único que me quedaba claro es que necesitaba una carta de
desistimiento de mi jefe, pero no lo había oído jamás. ¿Era a mano? ¿La tenía
que hacer él o yo?”, explica.
A René, de origen cubano y
residente en Madrid, se le caducó el permiso de trabajo a
finales de marzo. Unas semanas después, en abril, el Gobierno aprobó el Real
Decreto-ley 13/2020 de medidas urgentes en materia de empleo agrario, cuyo
objetivo era conseguir mano de obra para la recogida de
la fruta de temporada.
René quería viajar hasta
Aragón, donde comenzaba la recogida de la cereza: “No
sabía a quién llamar para que me contratasen, no sabía si podía trabajar con el
permiso de trabajo caducado". Llamaba a un sitio y a otro y solo me decían:
‘Llame usted mañana’”, cuenta.
También a Yolimar Maldonado,
madre de una niña menor de edad, le decían “llame usted mañana” cuando
trataba de informarse sobre una ayuda familiar de 430 euros. Al final consiguió
acceder a ella gracias a que pudo contactar con una trabajadora social: “Será
ella la que me ayude a pedir el Ingreso Mínimo Vital [IMV]
porque yo, la verdad, no sé muy bien dónde hay que pedirlo”, señala.
En las dos últimas semanas, en
la Federación
de Asociaciones de Madres Solteras (FAMS) han recibido
numerosas llamadas de familias monomarentales que querían saber si podrían
tener acceso al IMV. “Estamos detectando muchas dificultades en el acceso.
Aunque es cierto que han intentado facilitarlo todo lo posible, en muchas
comunidades todavía no están operativas las oficinas, y los procesos
telemáticos suponen una serie de trabas”, explica la presidenta de FAMS, Carmen
Flores.
Mercé Darnell,
trabajadora social y responsable del programa de ayuda a necesidades básicas de
Cáritas Barcelona, apunta que “de todas las personas a las que va dirigida el
IMV, las más vulnerables no van a ser las primeras en pedirlo”.
Mecanismos
de exclusión en la burocracia
La pobreza es compleja y más
heterogénea de lo que pueda parecer en un principio, según Darnell: “Pueden
estar en riesgo de exclusión los progenitores que han perdido su trabajo a
causa del COVID-19, pero también aquella población con problemas de salud
mental a las que el sistema ha ido expulsando por ser
demasiado rígido como para mantener dentro a personas con ciertas
dificultades”.
El acompañamiento
individualizado es una de las soluciones que propone Albert Sales,
profesor del Departamento de Ciencias Políticas de la Universitat Pompeu Fabra
y autor del ensayo El delito de ser pobre, cuya línea de
investigación se centra en la exclusión social en las zonas urbanas: “Quienes administran
el acceso a estas medidas de carácter social, en lugar de ser meros
dispensadores, deberían ser personas que acompañan en el proceso”.
Sales critica la asimetría en
dos ejes: en primer lugar, la del poder entre la administración y la ciudadanía;
y en segundo, la que existe entre los servicios sociales: “Estos
suelen ser de competencia municipal, por lo que conlleva muchas diferencias
territoriales. Hay población que disfrutará de unos servicios sociales más
generosas al estar en una gran urbe, mientras que otra gente, si está en un
municipio con menos presupuesto, tendrá unos servicios sociales más pobres”.
Este investigador considera
que el poder se ejerce en las propias oficinas de Hacienda o de la Seguridad
Social: “Los conceptos son complejos, y al final que te enteres mejor o peor
depende un poco de la buena voluntad de la persona que te atiende”. Esta relación
desigual generaría dos categorías: quienes administran las
ayudas y quienes las reciben. “Al final, acabas desistiendo o firmando lo que
sea por la vergüenza que da admitir que no entiendes lo que te están
explicando”, añade Albert Sales.
Lenguaje
burocrático: un idioma en sí mismo
¿Y qué dificulta la
incomprensión? El lenguaje sería una de las grandes trabas, según señala la
trabajadora social Mercé Darnell: “Si tienes que entender el IMV leyendo el BOE,
no lo entiendes. Yo, que me dedico a esto, lo tengo que leer varias veces y hacer
consultar, y aun así suelen quedar dudas”.
El lenguaje
burocrático, para la ciudadanía, sería casi como un idioma en
sí mismo, diferente al del país en el que residen. Esta barrera idiomática es
doble cuando se trata de población extranjera, como apunta Vincent Dubois,
profesor de Sociología y Ciencias Políticas en la Universidad de Estrasburgo, y
autor del ensayo El burócrata y el pobre: “Los más desfavorecidos
económicamente también suelen estar más a menudo en desventaja cultural y
lingüística y, por lo tanto, tienen más dificultades”.
Dubois señala que “en casi
toda Europa, desde principios de los 90, se han realizado esfuerzos para
simplificar el lenguaje administrativo y para mejorar las condiciones de
recepción”. Sin embargo, analiza el sociólogo, esta simplificación,
paradójicamente, ha conllevado “más dificultad para los más desfavorecidos”:
“Pienso, por ejemplo, en la desmaterialización de los procedimientos
[realizarlos vía telemática], que en muchos casos añade obstáculos en lugar de
aliviarlos”.
Esto se produciría, según
Albert Sales, por “la ausencia de acompañamiento”: “Los servicios sociales
están sobrecargados e infradotados para la tarea”, pero también por el propio perfil de
quienes diseñan estas políticas públicas: “Las suelen realizar
personas que están muy alejadas de la vulnerabilidad social, que nunca han
tenido que pedir una ayuda, ni tan siquiera darse de alta en el paro”.
Por otro lado, como apunta la
trabajadora social de Cáritas Mercé Darnell, otro de los motivos podría ser el
de la brecha digital: “El lenguaje digital también es un lenguaje específico y
complejo para quienes no tienen ordenador ni wifi, que suelen ser personas en
situación grave de exclusión”.
Y según aporta Vincent Dubois,
el presencialismo también puede complicar el acceso: a más pobreza, más
personas pedirán la ayuda y, por tanto, el colapso puede producirse en la
propia espera, ya sea a través de largas colas en la puerta de la
oficina o en la prolongación de los tiempos para conseguir
una cita: “Esto genera más tensión aún en las relaciones con la administración,
ya que, al mismo tiempo, las normas para la asignación de las ayudas se vuelven
más estrictas”.
Desconfianza
y pobreza
Tanto Darnell como Sales y
Dubois coinciden en que la burocracia puede ser hostil para
las personas pobres porque sobre esta población reina la sospecha: “Se percibe
al pobre como una persona corrupta. Esto se traduce en más controles para
evitar el fraude, y a más controles, más difícil es el acceso”, apunta la
trabajadora social de Cáritas.
En este sentido, Darnell
especifica que la rigidez para “evitar trampas acaba provocando que mucha gente
se quede fuera por las trabas que ponen”. “A veces se gasta más dinero en el
control que en las ayudas”, añade.
Como ejemplo, Mercé Darnell
recuerda el reciente Ingreso Mínimo Vital, que obliga a los potenciales
beneficiarios a “enviar el certificado de empadronamiento”:
“Hay ayuntamientos que empadronan a la gente que no tiene domicilio, pero hay
otros que lo ponen muy difícil. Hay personas en situación de calle, sin hogar,
que podrían percibir el IMV y que se van a encontrar con esta primera
traba”.
También Albert Sales opina que
el imaginario colectivo concibe a la persona vulnerable como un sujeto que toma
malas decisiones o cuya autonomía está mermada: “Hay mucha desconfianza hacia
esta población. Se piensa que no sabrá administrar el dinero o que lo va a
gastar en cosas que no convienen. La idea de que el pobre lo es por su culpa está
inscrita en nuestra visión cultural de la pobreza”.
Una posible solución sería
la Renta
Básica Universal, diferente al Ingreso Mínimo Vital en tanto
que sería una renta que percibiría cualquier ciudadano independientemente de
sus ingresos. Según Vincent Dubois, “es una prestación incondicional, pagada de
forma automática, que reduciría los problemas de tramitación, limitando la
exclusión”. Este sociólogo, sin embargo, aboga por identificar, en primera
instancia, cosas que habría que evitar como “el cierre de los servicios
públicos o la reducción de su personal, dificultando el acceso directo”.
También se muestra contrario a
la estigmatización de las personas más vulnerables, ya que “acusarles de
pereza, de fraude o de ser responsables de su situación” es una forma de desincentivar que
soliciten estos recursos a los que tienen derecho.
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