Por La Covid-19 ha puesto de manifiesto la importancia crucial
de lo público, pero también sus insuficiencias.
El personal de la
Administración implicado en la provisión de servicios esenciales ha respondido
de forma excelente, con un comportamiento ejemplar de muchos colectivos
profesionales: sanitarios, Unidad Militar de Emergencias, Fuerzas y Cuerpos de
Seguridad, docentes, empleados de servicios logísticos y de mantenimiento,
servicios sociales, entre otros. Pero el sistema, como tal, ha fallado,
mostrando escasa anticipación, trabas burocráticas y déficits de agilidad que
han afectado a la compra de mascarillas, la fabricación de ventiladores o
gestión de las ayudas; problemas de gestión de datos que reflejan déficits de
personal cualificado en este campo, mientras las profesiones jurídicas y las
categorías de cualificación técnica media y media baja siguen siendo muy
abundantes. Otros desajustes han derivado de problemas no resueltos de
colaboración entre administraciones que caracterizan a nuestro modelo de
gobernanza multi-nivel, y que han dado lugar a episodios disfuncionales de
mayor o menor calado a lo largo del estado de alarma.
Muchos de estos problemas no son nuevos. Reflejan, por una
parte, la lentitud con que los cambios suelen llegar, más allá de la
superficie, a la Administración pública. Por otra parte, son carencias que
derivan del escaso interés que la política viene prestando a las reformas
de la Administración, más allá de los debates ideológicos y retóricos entre una
derecha atea, que parece no creer en la capacidad del sector público para
evolucionar y reformarse, y una izquierda beata, que lo contempla como si
fuera moralmente superior e infalible.
Las crecientes demandas sociales derivadas de la crisis
agudizan estas deficiencias. Nuestros gobiernos y administraciones abordan hoy
un reto descomunal: uno de los momentos más difíciles de la historia del país,
con déficits presupuestarios perennes, estructuras administrativas caducas y
una clase política desorientada. Los ingentes recursos, internos y
externos, que habrá que invertir en la recuperación y en la atención a los más
vulnerables corren el riesgo de perderse, llegar tarde o no ser debidamente
aprovechados si no se ponen al día los circuitos y mecanismos de nuestro
sector público. Piénsese en la aplicación efectiva del Ingreso Mínimo Vital o
en la gestión de los proyectos que deberá financiar el fondo europeo de
reconstrucción, en un país al que los datos de la Comisión Europea sitúan en el
furgón de cola en cuanto al nivel de ejecución de los fondos estructurales.
Es hora de extraer conclusiones de lo ocurrido, recuperar diagnósticos
existentes desde hace años y habitualmente relegados, y pensar en reformas
que garanticen que el sistema público se sitúa en condiciones de liderar la
recuperación y el futuro de nuestro país. Para hacerlo, esta crisis constituye
una nueva ventana de oportunidad. Las reformas más importantes se dieron en
países devastados por crisis graves, como derrotas militares (son los casos de
Japón o Alemania tras la Segunda Guerra Mundial), recesiones económicas (como
Nueva Zelanda en los 80 o Suecia en los 90) o corrupción sistemática (como
Reino Unido a principios del siglo XIX o Estados Unidos a principios del XX).
La reflexión debe ir más allá de la necesidad de ajuste. El
escenario fiscal obligará sin duda a contener, simplificar y reducir, y algunas
medidas de ese tipo son necesarias y saludables, pero sólo con ellas no se
dispondrá de un sector público como el que precisamos. La experiencia de lo
ocurrido durante la Gran Recesión de 2008-2013 nos enseña que los ajustes
sin reformas empeoran la situación, en tanto que los ajustes con reformas
meramente aparentes o nominales distraen del problema y no lo resuelven. Para
que España pueda hacer frente con éxito al escenario post-Covid-19, necesitamos
actuar en cuatro grandes ejes: innovación y evaluación; internalización de
la inteligencia y externalización del trámite; diversificación y
flexibilización del empleo, y liderazgo y gestión profesional.
Innovar y evaluar de modo transparente
Son dos verbos que la Administración apenas conjuga. Tenemos
un sector público más preparado para seguir pautas establecidas, propias de
escenarios estables, que para manejar entornos de cambio y disrupción
tecnológica que obligan a gestionar innovación, y que requieren que ésta
se haga de forma transparente y abierta al escrutinio social.
La crisis nos exige una gestión pública crecientemente
basada en datos y evidencias. La disponibilidad masiva de información y la
aceleración del cambio tecnológico nos pueden ayudar a conseguirlo, pero se
hace imprescindible facilitar la formación de núcleos y laboratorios de
innovación en políticas públicas, dotados de un funcionamiento autónomo y
flexible y capaces de hacer un progresivo uso de los hallazgos de la economía
del comportamiento, de impulsar y aprovechar la transformación digital y de
desarrollar aplicaciones de inteligencia artificial en el diseño y la
prestación de los servicios públicos.
Al mismo tiempo, esta orientación innovadora exige poner el
foco en las verdaderas prioridades de la sociedad y desarrollar los mecanismos
de evaluación de los impactos de las políticas públicas. Debemos pasar de medir
los outputs a medir los outcomes. Para ello, hay que construir
organismos evaluadores profesionales y dotarlos de la independencia que
los haga fiables y creíbles. Necesitamos una Administración capaz de trabajar
de forma totalmente íntegra y transparente, de rendir cuentas de un modo
efectivo y de abrirse proactivamente al escrutinio social. No hay mejor modo de
combatir la corrupción y de recuperar la confianza de los ciudadanos.
Internalizar inteligencia, externalizar el trámite
Nuestro sistema público padece un déficit cognitivo severo
que le hace muy difícil anticipar los cambios y responder con eficacia a los
retos que le plantea la combinación de una sociedad global hiperconectada y una
revolución científica y tecnológica sin precedentes. La baja cualificación de
muchas tareas y el envejecimiento de las dotaciones agravan este
diagnóstico. Los actuales sistemas de retribución sitúan por encima del
mercado el coste del trabajo de menor nivel, mientras ofrecen salarios poco
estimulantes a los profesionales de mayor cualificación como médicos,
científicos o expertos en tecnologías de vanguardia.
Ingentes recursos de la Administración se dedican hoy a
actividades rutinarias, poco creativas o de trámite que, más pronto o más
tarde, serán automatizables y que en muchos casos podrían gestionarse a través
del mercado. En cambio, se necesita incorporar a las organizaciones del
sector público dosis masivas de talento. Esta necesidad es apremiante, tanto en
las áreas regulatorias, precisadas de entender y anticipar los impactos de la
innovación en campos emergentes como en las áreas de servicio, sometidas a la
rápida evolución de las tecnologías.
Se hace imprescindible, de entrada, dar prioridad a la
captación de inteligencia e incorporar al sector público nuevas
competencias en las áreas más conectadas con la innovación. Los cientos de
miles de jubilaciones previstas para los próximos años deben ser aprovechadas
para poner en marcha planes contundentes de cualificación y rejuvenecimiento de
las plantillas. Se debe evitar, tanto la reproducción de perfiles profesionales
que no satisfagan las necesidades futuras como las amortizaciones
indiscriminadas de puestos derivadas del ajuste fiscal que será inevitable.
Incorporar empleo joven altamente cualificado obliga a implementar
transformaciones profundas en los sistemas de reclutamiento, haciéndolos más
ágiles y atractivos para las nuevas generaciones. Por otro lado, será
imprescindible invertir la lógica de los sistemas de compensación,
ajustándolos a los mercados salariales de referencia e incentivando la
atracción del mejor talento.
Diversificar y flexibilizar el empleo
El empleo público sigue adoleciendo de una regulación
exageradamente uniforme que no se corresponde con la pluralidad de su
composición y con el carácter diverso de las funciones y tareas que se realizan
en la Administración. Este marco uniforme está compuesto, además, por
procedimientos y prácticas que introducen una considerable rigidez en los
mecanismos de gestión de las personas, lo cual lleva consigo importantes
restricciones a la calidad de la gestión, la adaptación a los cambios, las
mejoras de eficiencia y la capacidad de innovación.
Las regulaciones del empleo público deben garantizar los
principios constitucionales de mérito y capacidad, pero deben hacerlo
diferenciando claramente entre el ejercicio de potestades públicas y la
actividad –muy mayoritaria en cuanto al número de personas implicadas– de
producción de servicios públicos. Si para las primeras tienen sentido arreglos
jurídicos cuya prioridad es preservar ante todo la imparcialidad e
independencia de quienes las ejercen, los segundos necesitan regímenes de
empleo diversos, más flexibles, más próximos al régimen común del trabajo por
cuenta ajena, y con el foco puesto en el talento, el rendimiento, el
aprendizaje y la adaptación al cambio.
Este empleo público más diverso y flexible que necesitamos
debe albergar una pluralidad de fórmulas contractuales y de servicio. Se
necesitan prácticas flexibles de gestión de las personas, en materia de acceso
y desvinculación, duración, movilidad, evaluación, desarrollo e incentivación
que se adapten a esa diversidad. Al mismo tiempo, para administrar este tipo de
sistema resulta imprescindible descentralizar las funciones de gestión de
personas, aproximándolas a las direcciones de las diferentes entidades,
organismos, unidades y equipos.
Fortalecer las garantías de integridad en la
actividad de los servidores públicos, en este entorno de cambios profundos y
acelerados, debe presidir estas reformas. En definitiva, el empleo público se
juega su futuro en cuatro grandes ámbitos: refuerzo de los valores,
planificación, fortalecimiento y puesta al día del sistema de mérito y gestión
de la diferencia.
Liderar y gestionar
Nuestra Administración pública está más acostumbrada a hacer
cosas que a conseguir que pasen cosas; le resulta más fácil remar que llevar el
timón. Siguen predominando, además, en su relación con otros actores sociales,
los modelos autosuficientes y verticales, a pesar de que la creación de valor
público es, en este tiempo, una tarea cada vez más colaborativa.
Por otra parte, ganar eficiencia y mejorar la calidad
del gasto público será crucial en el nuevo entorno de fuerte limitación de
recursos. Eso requiere mejorar significativamente la capacidad gerencial.
En nuestra Administración, el desarrollo de la gestión pública se ha visto
constreñido tanto por la colonización política del espacio directivo,
frecuentemente denunciada, como por las limitaciones del modelo burocrático de
función pública para producir, reconocer e instalar capacidades directivas en
la Administración.
En el contexto económico y social que abordamos, se hace
necesario que el sector público interiorice un papel estratégico, cuyo eje es
el liderazgo de procesos sociales capaces de producir un alto impacto en
las áreas donde se concentran las prioridades del país. Ejercer este rol obliga
a adoptar enfoques colaborativos y abiertos a los actores económicos y las
organizaciones de la sociedad civil. Requiere el uso de aquellas modalidades de
gestión de servicios más adecuadas para cada caso, ya sea con medios internos o
externos. Obliga a desarrollar activamente fórmulas –algunas bien conocidas,
otras emergentes– de colaboración público-privada. Implica el trabajo en red y
la apertura a la coproducción de servicios con los ciudadanos.
En paralelo, será imprescindible delimitar con mayor
precisión los marcos de responsabilidad de la política y la gestión al
interior de las instituciones. La política debe visualizar de una vez por todas
el valor añadido que, para su óptimo funcionamiento y legitimación, tiene
disponer de estructuras directivas profesionales en la Administración. La
reforma de la alta Administración es una propuesta política y en beneficio de
la buena política. Esta delimitación debe ser la base para articular diseños
organizativos descentralizados que permitan a los directivos la autonomía de
gestión necesaria para responsabilizarse de crear valor en el ámbito que les es
propio.
Disponer de esta capacidad gerencial hace imprescindible y
urgente la construcción de un régimen jurídico específico de dirección
pública profesional, que preserve a ésta de las turbulencias del ciclo
político-electoral, sin confundirla con la función pública ordinaria ni
pretender aplicarle los esquemas propios de ésta. Sobre esta base, será
necesario desarrollar mecanismos de gestión por resultados; crear, sobre ellos,
marcos claros de responsabilidad gerencial y diseñar sistemas de incentivos a
la eficiencia.
Este conjunto de orientaciones que proponemos no constituye
una reforma de carácter sectorial, que deba ser pensada por funcionarios y
hecha para funcionarios. Se trata de cambios cuya dimensión y significado
los incluye en el ámbito de las reformas estructurales, es decir, de aquellas
transformaciones profundas que, como ocurre en campos como la fiscalidad, las
pensiones, la educación o el empleo, son necesarias para que no se detenga el
progreso económico y social de los países. Y que, por tanto, exigen un consenso
entre las principales fuerzas políticas. No saldremos bien de la enorme crisis
económica y social que nos lega la pandemia sin ocuparnos de nuestro sector
público e incluir su reforma en la agenda política de reformas institucionales
que resultará necesario emprender en los próximos meses.
(Firman también este texto Marc Esteve, Mila Gascó, Rafael
Jiménez Asensio, Fernando
Jiménez, Guillem López
Casasnovas, Juan Luis
Manfredi, Elisa de
la Nuez, Carles Ramió, Luz
Rodríguez, Carlos Sebastián, Maite Vilalta y Manuel
Villoria )
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