’Profesionales’ serían aquellos que no han conocido
otro oficio que la política, (y) que están comprometidos con la política a
largo plazo”
(J. Boelart, Métier député. Enquête sur la
professionalisation de la politique en France, 2017, p. 29)
Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- ¿Tenemos los responsables públicos (políticos) con las
competencias requeridas para afrontar la compleja situación actual? Es una
pregunta que reiteradamente flota en el ambiente. Y nadie sabe responderla. Hay
quienes piensan que cada pueblo tiene la clase política que se merece, por eso
la hemos votado y sólo cabe resignarse. Los hay que opinan que hemos entrado en
esta etapa crítica con la peor clase política de las últimas décadas, si no de
siglos. Y, en fin, también existen los que, en los aledaños del poder o
magnetizados ideológicamente, creen que disponemos de unos líderes políticos
(eso sí, “los suyos”) que hacen cabalmente todo lo que está en su mano.
Opiniones diversas para una cuestión polémica, que nos conduce derechamente a
un viejo problema, siempre mal tratado, y nunca bien resuelto. El manido
problema de la política como “profesión”; esto es, la llegada a la política y a
puestos de alta responsabilidad gubernamental o de partido de personas que no
tienen oficio conocido al margen de la propia política o que, en su defecto, si
lo tienen, apenas lo han ejercido y, una vez transitado por los pasillos del
poder, lo abandonan para siempre, salvo que recalen en jugosos puestos de
trabajo o consejos de administración de empresas diversas. Pero el problema es
de más hondo calado.
Como no es cuestión de reinventarse todos los días,
repasando algunos materiales escritos hace casi tres años he vuelto la mirada a
dos entradas sucesivas que en su día escribí sobre la política como
profesión (aquí y aquí),
y de allí he repescado algunas ideas que, a pesar del tiempo
transcurrido, siguen plenamente vigentes, pero he adaptado su contenido al
complejo contexto actual y al propio enunciado de esta entrada.
Sobre la inflación política y la ocupación de esferas de la
alta Administración
En estos momentos hay en España decenas de miles de cargos o
puestos de trabajo que entran dentro del mercado político de nombramiento y
cese (según Joan Navarro y José Antonio Gómez Yáñez, más de ochenta mil: Desprivatizar
los partidos, Gedisa, 2019). El problema en España no es tanto que la
política se configure como una “profesión”, sino que haya tal multitud de
personas que la ejerzan. Aquí la política tiene colonizados amplios espacios de
intervención pública que en otros países son patrimonio exclusivo de la
dirección pública profesional (senior civil service) o de una función pública
profesionalizada. Y esto es algo muy serio, frente a lo cual la política
siempre mira cínicamente hacia otro lado. Como si no fuera con ella. La
colonización partidista es una enfermedad generalizada de todos los partidos
políticos en España. Hay muchos intereses (personales) en juego: entre
otros vivir de la política, como decía Weber. Las únicas medidas de corrección,
nunca fáciles, sería que la política diera “un paso atrás”: dejar espacios de
poder y admitir su cobertura profesional. Esa opción mejoraría su legitimidad
social y su rendimiento institucional. De momento, se trata de un sueño.
Y hoy en día aún no hemos despertado de tal sueño. Es más,
la situación general va empeorando; con pesadillas cada vez mayores. La
política sigue capturando a la dirección pública y estrangulando la gestión,
subordinada a una estrecha visión cortoplacista. La política sigue sin captar,
cuarenta años después, la importancia de una Administración imparcial
(Fukuyama), de la dirección profesional y de la gestión eficiente. La situación
oscila entre una política corporativizada o una política clientelar. El péndulo
nunca se detiene en la profesionalización.
¿Es la política una “profesión”? ¿Qué competencias debe
acreditar?
Si la política fuera una profesión (pues es más bien,
una actividad), debería implicar un saber profesional (competencias
definidas) legitimado por una formación específica y, por tanto, la
introducción de una cultura de gestión pública (eficiencia). Política y gestión
pública combinan mal entre nosotros. La primera devora y condiciona a la
segunda, con serias consecuencias. Las hemos padecido recientemente con la
crisis Covid-19: la política española sigue sin comprender, tal como se apuntaba
más arriba, el valor añadido que para la propia política tiene dirigir
profesionalmente lo público y gestionar eficientemente. Todo descansa en la
confianza política.
El envejecimiento repentino de la nueva política. El
dualismo “profesional”: quien acredita talento profesional no se siente atraído
por la política
Frente a su empuje inicial, se observa un cierto declive
gradual en el fervor y espontaneidad que caracterizaron a los “nuevos partidos”
en sus primeros pasos o, más concretamente, tales formaciones se han
transformado en partidos políticos tradicionales, donde la oligarquía y
concentración de poder en unos pocos (camarilla reducida) está siendo la norma
de funcionamiento. Como también decía Weber, al final, en toda formación
política, se termina imponiendo la ley del pequeño número. Y la
“democracia interna” a través de facciones, corrientes o tendencias, termina
por declinar y se reproducen los mismos vicios de siempre.
En esa nueva política, cuando toca poder, se han manifestado
altas cotas de amateurismo funcional. Como decía Léon Blum, la política
requiere experiencia. Y muchos no la tienen. En efecto “una parte nada
despreciable del personal político está saliendo de canteras nuevas de
reclutamiento político; esto es, de personas (muchas de ellas tituladas) que no
han tenido nunca otra experiencia profesional que el aprendizaje precoz de la
política” (Michel Offerlé). Más de lo mismo. Se advierte, por tanto, una escasa
o nula captación para la actividad política de profesionales cualificados,
académicos o investigadores brillantes, de personas provenientes del mundo
empresarial o de medios profesionales solventes. Miren los liderazgos de los
distintos partidos. Revelador. Nadie tiene profesión conocida en la que se haya
desarrollado plenamente.
Se establece, así, una suerte de dualismo profesional.
La “profesionalización” de la política convierte a esta en un oficio que lo
aleja radicalmente de otras profesiones. Eso no es bueno, ni para la política
ni para la sociedad. Quien quiere hacer carrera profesional no puede estar en
los dos sitios: u opta por su propia actividad profesional o se inclina por la
política. No caben alternativas. Tal vez hemos formulado mal el problema y
dificultado, así, las soluciones al mismo.
La singularidad de la actividad política
La actividad de la política no deja de ofrecer
singularidades sinfín. En primer lugar, como se ha visto, no hay en verdad
una actividad política, sino muchas; aunque no es menos cierto que el político
puro salta con facilidad de unas a otras con ese don de la ubicuidad del que
parece estar dotado, dejando en no pocas ocasiones al descubierto déficits
evidentes para gestionar políticamente con éxito determinadas funciones que
asume a lo largo de su “carrera política”. La continuidad en la actividad
política es, sin embargo, una constante. Una vez entrado, nadie quiere salir.
La “rotación en el poder crea adicción” (Boelaert et alii). Así, el
político percibe que vale para todo, para un “roto o un descosido”: concejal,
alcalde, parlamentario, ministro, consejero, director general, asesor, etc.
Además, en cualquier ramo o especialidad.
Quiénes van a gobernar, dirigirnos o representarnos no deben
acreditar, por tanto, ninguna competencia o conocimientos efectivo, tampoco
ninguna titulación o formación específica. El principio democrático cubre
tales deficiencias; al menos en apariencia. Sin embargo, la actual complejidad
de la acción política (especialmente de la acción de gobierno) deja esa premisa
a la intemperie: ¿Cómo rendir cuentas de algo que no se conoce ni se sabe hacer?
La política no reforzará su credibilidad si se sigue basando en la mediocridad
social y no el talento.
Comienza a haber, en efecto, una brecha importante entre una
sociedad con profesionales altamente cualificados y una política (aunque con
excepciones notables) plagada de diletantes o de personas con trayectorias
profesionales inexistentes o limitadas. Ya pasó en la República de Weimar. Y
sus resultados fueron letales. Es verdad que, cada vez en mayor porcentaje, los
titulados universitarios o incluso altos funcionarios prodigan las nóminas de
la política “profesional”. Pero ello no dice nada. Además, según la teoría
de las tijeras (Herzog), “cuanto más larga es la carrera política y más
alcanza puestos de alto nivel, el político tiende a dejar la profesión
originaria en el olvido”. Si pasa mucho tiempo, sencillamente la entierra.
Las cualidades de la actividad política
Max Weber recogía tres cualidades decisivas que debía tener
todo político: “pasión, sentido de la responsabilidad y sentido de la distancia
(mesura)”. La pasión, como decía este autor, debe frenarse siempre con unas
dosis evidentes de mesura: la pasión sin la responsabilidad no convierte a una
persona en político. La clave está –concluía Weber- en cómo conjugar la pasión
ardiente y el frío sentido de la distancia: “la política se hace con la cabeza,
no con otras partes del cuerpo o del alma”, concluía. Ahora, la (falsa)
“comunicación” (de baratijas) impera.
La política debe ser asimismo consciente de que –como
apuntara Schumpeter- “las cualidades de inteligencia y de carácter que
convierten a alguien en un buen candidato no son necesariamente las mismas que le
convierten en un buen administrador”. La selección de las urnas no garantiza la
buena gestión. Y si al frente de esta se ponen políticos (y no profesionales de
la dirección) el fracaso (o la relativización del éxito) está garantizado. Un
gestor político amateur puede ser calificado como una suerte de “juez sin
carrera de Derecho” (o como un “diplomático sin inglés”), que “arruina a la
burocracia y desalienta a los mejores elementos”. De eso sabemos mucho. Y lo
hemos comprobado recientemente. Sin más comentarios.
La tiranía de la inmediatez y las paradojas de “un oficio”
digno
El político vive atado a “la tiranía de lo inmediato”. Ya no
es el mandato, es la instantaneidad. Y eso tiene serias consecuencias, pues con
semejante enfoque alicorto la política no es capaz de desarrollar una visión
estratégica y es la táctica sola lo que termina por ahogar la buena política.
La política está cuestionada frontalmente. Más aún en nuestros días, donde el
populismo (sea gubernamental o de la oposición) florece por doquier. Hay
riesgos de que se multiplique. La política requiere legitimarse, cada vez
más. Está muy debilitada en su imagen pública. Es exageradamente endogámica.
Provoca altas cotas de rechazo. Y ello no es bueno.
El intento de dignificar y legitimar la política encuentra,
sin embargo, no pocas paradojas. Citaré dos de ellas. La primera es
cómo se “ingresa” en la actividad política: el compromiso político
(“vocación”) y la precocidad han sido hasta ahora las notas dominantes. Y no ha
habido, ni hay, premisas básicas para garantizar que la elección sea correcta
en términos de competencia “profesional” para ser buen político. Esta debilidad
no es fácil corregirla, aunque hay alternativas. No precisamente las primarias.
La política no puede ser un coladero de oportunistas, amiguetes y advenedizos
sin escrúpulos. Que proliferan. Así se mata la política.
La segunda es la adquisición y desarrollo de competencias
profesionales para ejercer con éxito la carrera política. El sistema se
sigue basando (al menos aparentemente) en “la experiencia” como fuente de
conocimiento, pero poco o nada se le añade a esa dimensión práctica. Las
escuelas de formación de los partidos representan un modelo totalmente agotado. Hay
que reinventar la formación de cuadros para el desarrollo de competencias
políticas e institucionales. Existen muchos programas formativos de
políticos dirigidos a ganar elecciones y ninguno que enseñe realmente a
gobernar las instituciones.
Final
Concluyo. Hay muchas personas instaladas o recién
instaladas en los núcleos, aledaños o en la sala de espera del poder que
no quieren modificar el statu quo, pues ello podría significar que -según
la terminología weberiana- sean expulsados de esa profesión “de” la que viven,
tras haber accedido jóvenes “para hacer política” (y muchos haberse hecho
mayores en ella). El perímetro tan amplio de la política no se quiere reducir:
viven muchas personas de tales cargos. No se trata tanto de limitar mandatos o
regular incompatibilidades muy estrictas, pues ello apenas vale de nada si se
puede saltar de una actividad a otra de la política sin solución de
continuidad. Puede ser incluso contraproducente, como expuso en su día Juan
Linz. La rotación permanente entre la política y la vida social o profesional
es la clave del proceso de renovación, pero no en puestos directivos del sector
público que deben profesionalizarse. La política requiere renovación periódica.
Y deber atraer talento y no mediocridad. Un camino que, al parecer, nadie
quiere emprender. Los aparatos de los partidos están generalmente plagados de
mediocridad sectaria.
Y en esas estábamos y allí mismo seguimos. Se puede afirmar
que la política en estos últimos años no ha mejorado ni en su “material humano”
(Schumpeter), ni en su visión estratégica (nula hasta la fecha), tampoco en la
“gobernanza anticipatoria” (Innerarity), que está literalmente anulada, y menos
aún (salvo excepciones puntuales) en su capacidad de dirección y gestión; pero
tampoco se han hecho avances en integridad, transparencia o rendición de cuentas.
La política tiene, hoy día, un monumental problema de
legitimidad y de credibilidad, que comporta riesgos evidentes de puesta en
cuestión de los postulados democrático-liberales y sociales del Estado
Constitucional de Derecho. La miopía política, la polarización y el sectarismo
atroz no contribuyen a su reparación, sino que la agravan. Y mientras tanto una
ciudadanía atónita y atenazada (o, en su defecto, sectariamente movilizada)
observa impertérrita cómo el país se desmorona ante sus ojos. Sin que nadie lo
remedie. Tampoco la política, que es la llamada a buscar soluciones y no a
generar constantemente nuevos problemas, como está haciendo en los últimos
años. Más aun en los últimos tiempos. La política española, por su propio
interés y dignidad, debe poner decididamente en valor la gestión pública y la
imperiosa necesidad de una dirección pública eficiente y profesional. Esa es su
gran asignatura pendiente. La política, por mucho que se empeñe, no puede vivir
de espaldas a la buena gestión pública. Sin ella no es nada. Pura
charlatanería.
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