Por Rafael Jiménez Asensio.- La Mirada Institucional blog.- La crisis de salud pública que se deriva de la epidemia
del Covid-19 (más comúnmente denominado “coronavirus”) es, hoy en
día, evidente. Esta breve contribución solo pretende tres modestos objetivos. A
saber: 1) Identificar la naturaleza actual (y sobre todo futura) de la crisis;
b) Poner en valor el sentido de responsabilidad individual que debe impregnar
el comportamiento de la ciudadanía ante tal escenario de crisis; y 2) Y, en ese
contexto, promover como solución excepcional “el trabajo a domicilio”, también
en el sector público, si bien en aquellas tareas que permitan soluciones de ese
carácter.
Vayamos por partes. Aunque es originariamente una crisis de
salud pública, ya sus consecuencias desbordan con mucho esos contornos, con
implicaciones económicas, sociales, laborales, etc. Hasta ahora la
centralización de las respuestas ha sido “sanitaria”, pero el problema ya
comienza a desbordar esos contornos. Aunque no ha sido declarado aún el estado
de alarma, general o parcial, no cabe descartar que así se haga (artículo 4 b),
Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio). Mientras tanto, las soluciones normativas
y gubernamentales “ordinarias” se imponen: cada nivel de gobierno ejerce sus
propias responsabilidades públicas de acuerdo con las competencias que tiene
atribuidas por el ordenamiento jurídico, fiándolo todo a los mecanismos de
coordinación interinstitucional que no han sido, hasta la fecha, nuestro punto
fuerte en el plano intergubernamental (aunque desde el punto de vista sanitario
están funcionando razonablemente, como la propia OMS reconoce). Pero, como el
virus no conoce fronteras, la crisis sanitaria es ya un problema europeo y de
no escasa magnitud. La economía se tambalea. De Europa vendrán también algunas
decisiones. En todo caso, en el plano interno, si el problema se agrava, dado
el reparto fragmentado de competencias, posiblemente no cabrá otra opción que
adoptar tal estado de crisis constitucional, siendo en ese caso competente para
esa decisión el Gobierno central por medio de decreto. Y su duración y efectos
sólo podrían extenderse por un plazo máximo de quince días, prorrogable con
autorización expresa del Congreso de los Diputados. Se intentará no declararlo,
y echar mano de los instrumentos “ordinarios”, pero todo dependerá de cómo
evolucione la crisis.
Al margen de esta cuestión de “procedimiento” (en el fondo
nada menor), que puede empañar el desarrollo futuro de las respuestas
institucionales a esta crisis, me quiero detener en las otras cuestiones
citadas.
La llamada a la responsabilidad individual está siendo uno
de los ejes fuertes de la comunicación política. Y me parece acertado hacerlo.
Tanto por el Ministro y portavoz del Ministerio, como por las CCAA. La
Consejera de Sanidad del Gobierno Vasco, Nekane Murga, lo expresaba de forma
convincente a los medios, al referirse a modo de ejemplo a la responsabilidad
de los padres frente a la movilidad o esparcimiento de sus hijos que tienen
cerrados los centros educativos como medida preventiva de difusión de la
epidemia. Pero esa responsabilidad se multiplica en sus todas las actuaciones
personales en un caso de crisis sanitaria como la que tratamos. Extremar la
prevención y llevar a cabo un ejercicio de responsabilidad individual, es una
obligación ciudadana y ética (vinculada a la ética del cuidado, entre otras
facetas). Efectivamente, habrá que hacer mucha pedagogía sobre la necesidad de
que la ciudadanía asuma que de su comportamiento y sus actitudes, así como de
sus hábitos, depende en gran parte que las medidas preventivas funcionen
realmente y que la erradicación o control de la epidemia sea efectiva. Si falla
este primer nivel de responsabilidad individual, no quedará otra opción que
echar mano del arsenal de medidas limitativas que se abren, en su caso, con la
declaración del estado de alarma (limitaciones de circulación, del uso de
servicios o artículos de consumo, garantía de abastecimiento, etc.).
Actitud ciudadana
Y conviene recordar, sin pretensión alguna de ahogar la
fiesta, que la ciudadanía de esta país llamado España no sale precisamente
fortalecida en su compromiso con la responsabilidad individual. En efecto, lo
escribí hace algún tiempo. En España hay un notable desarraigo o desvinculación
ciudadana hacia lo público, pues paradójicamente se hace descansar
exclusivamente la responsabilidad del funcionamiento de la sociedad en las
propias instituciones, adoptando las personas una actitud ajena y solo
receptora o pasiva de prestaciones y servicios. La responsabilidad individual
está muy ausente, entre nosotros. La bulimia de derechos y anorexia de valores
planea de nuevo, esta vez sobre la sociedad y sus individuos. Y ello lo
constató un estudio comparativo realizado por el BBVA entre las sociedades de
cinco países europeos cuyos resultados fueron muy difundidos en diferentes
medios de comunicación. El estudio lleva por título: Valores y actitudes
en Europa acerca de la esfera pública (BBVA, septiembre 2019). Se
trataba de un análisis comparativo de los que eran entonces (hoy en día
sin el Reino Unido), los cinco países de mayor peso de la Unión Europea. A tal
efecto es oportuno resaltar que cuando en el citado Informe se trata del
apartado de “Responsabilidad del Estado y responsabilidad individual”, se
constata fehacientemente que “el papel que se le atribuye al Estado en
asegurar las condiciones de vida digna de los ciudadanos es una dimensión
fundamental de la cultura política en Europa”. Pero hecha esta
constatación general, destaca sobremanera el dato de que la ciudadanía de
España por amplia mayoría (solo seguida de cerca por Italia, y muy lejos por el
resto: Francia, Reino Unido y Alemania) “considera que es el Estado y no
cada individuo quien tiene la responsabilidad principal de asegurar tales
condiciones de vida”. Dicho de otra manera: la ciudadanía española prefiere ver
descansar las responsabilidades de forma institucional que personal.
Un enorme reto se abre, por tanto, en esta crisis sanitaria
para darle de una vez por todas “la vuelta a la tortilla”. La ciudadanía debe
asumir sus enormes e importantes responsabilidades en la gestión y evolución de
esta crisis, y no dar por bueno que solo soluciones dictatoriales o
autoritarias (de control absoluto de la población), pueden ser efectivas.
Poner China como paradigma de la buena gestión de la crisis es destruir los
fundamentos de la democracia occidental. Dentro del marco del
constitucionalismo liberal-democrático también hay formas de promover la
libertad individual y limitarla proporcionalmente cuando la salvaguarda del
interés público lo exija. No dejemos, por tanto, que todo lo haga “papá Estado”
o “mamá Comunidad Autónoma”. La responsabilidad personal juega un papel
trascendental en la buena gestión y desenlace de esta crisis.
Teletrabajo
La tercera cuestión se refiere a cómo afrontarán las
Administraciones Públicas un hipotético escenario de cuarentena temporal
domiciliaria y de necesidad de desarrollar sus actividades (o buena parte
de ellas) a distancia, fuera del centro de trabajo. Ciertamente, hay
actividades públicas cuyos servicios directos y personales son imprescindibles
(personal médico y sanitario, fuerzas y cuerpos de seguridad, bomberos,
servicios asistenciales, ambulancias, etc.). Estos servidores públicos están en
la trinchera y son imprescindibles. Protegerlos también es un acto de
responsabilidad individual de la ciudadanía, evitando el colapso de tales
servicios. Pero ante un hipotético contexto de agravamiento de la crisis, en un
gran número de empleos públicos, al igual que en buena parte del sector
servicios, habrá que aplicar lo que Emilio Ontiveros afirmaba hoy mismo (10 de
marzo) en Radio Nacional: “Hacer de la necesidad virtud”. Y, por tanto, se
deberán poner en marcha en tiempo récord sistemas de teletrabajo, para
los cuales las Administraciones Públicas están aún mucho menos adaptadas que el
sector privado, dada la inflexibilidad de sus estructuras, el retraso
generalizado (salvo excepciones singulares) en el proceso de digitalización,
así como la concepción singular y excepcional de esas medidas de trabajo a
distancia, que hasta la fecha han sido más bien anecdóticas, a pesar de haber
algunos marcos reguladores razonables que Víctor Almonacid recogió en su día (https://nosoloaytos.wordpress.com/2019/02/13/tecnologia-y-teletrabajo-en-la-administracion/)
El reto al que se enfrentarán las Administraciones Públicas
en las próximas semanas será inmenso. Se trata nada más ni nada menos que de
crear prácticamente de la nada un sistema (casi) universal de teletrabajo, que
tenga por objeto identificar qué tareas se pueden hacer a distancia, con qué
objetivos y qué mecanismos de supervisión se fijarán (el papel de las
estructuras directiva es aquí determinante), cuáles han de ser los resultados,
con qué recursos, medios tecnológicos y qué aplicaciones se dispondrán para
llevarlas a cabo, así como articular sistemas de control de ejecución y de
evaluación del trabajo desarrollado. Un plan de choque del teletrabajo en
el empleo público en un marco de crisis sanitaria, que mancha a todos los
ámbitos de la sociedad, se torna imprescindible. Y se debe elaborar con
urgencia. Los sindicatos no se puede poner de perfil, ni pedir sólo en este
caso ventajas corporativas. La sociedad demanda un esfuerzo, también a los
empleados públicos que no están en “la primera línea de fuego” (a los que
siempre hay que preservar). Una mirada solidaria, cooperativa y de ética
pública se impone.
Test de esfuerzo
¿Está preparada la Administración Pública para ese
inaplazable test de esfuerzo? Salvo excepciones singulares, que las habrá,
todo apunta a que no lo está. Pero este es un reto que presumiblemente, más
temprano que tarde, habrá de afrontarse. Y en su correcto enfoque se encuentra
una ventana de oportunidad para desarrollar las capacidades de
iniciativa, innovación, creatividad e impulso de la implicación y ética del
cuidado en el ámbito del trabajo en el sector público. Solo hace falta que las
estructuras políticas y directivas de las organizaciones públicas,
particularmente lideradas por sus unidades de recursos humanos, se pongan
inmediatamente manos a la obra. No basta con segmentar “el trabajo a domicilio”
sólo para colectivos individualizados o para tareas críticas que no
admiten demora, pues ello implicaría que solo unos funcionarios
públicos tendrían encomendadas tareas específicas y trabajo “a domicilio”,
mientras que el resto gozaría de un retiro domiciliario sin apenas nada que
hacer o permanecer de “brazos cruzados”. Una auténtica injusticia (compárese
con el esfuerzo de los servidores públicos que están hoy en día “en la
trinchera”). O peor aún, que algunos empleados públicos fueran eximidos de
estar presentes (por tanto, más protegidos frente al contagio), mientras que
otros se verían obligados a atender a la ciudadanía y a asistir a las oficinas
públicas, con niveles más altos de exposición, y un mayor compromiso de
servicio. No cabe una función pública de dos velocidades. Nadie sobra en este
empeño. Y quien así lo crea no debiera formar parte de la función pública. Los
comportamientos egoistas sobran.
La improvisación o las medidas tomadas precipitadamente no
son buenas consejeras. Algo ya está pasando en esa línea. Y el peor error, con
consecuencias funestas, es dejar absolutamente dormida la
Administración Pública por el período, más o menos largo, que dure la crisis o,
en su caso, la cuarentena. No nos lo podemos permitir. Veremos cómo camina la
expansión del virus. Pues el echar mano de expresiones, políticamente correctas
para gestionar una crisis como esta, como “ahora no” o “no de momento”, no
están reñidas con una mínima planificación y estrategia que atenúe las
consecuencias y prepare a las organizaciones públicas para lo que viene. O lo
que ya está aquí.
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