Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Instituciona blog.- Nadie podrá ocultar que el reto al que se enfrentan los
poderes públicos con la pandemia es extraordinario, excepcional y de una
complejidad inusitada. Cualquier calificativo se queda corto. Las medidas
adoptadas, aunque tardías y, además, objeto siempre del legítimo debate
político sobre si ir o no más lejos en su alcance, eran necesarias. Otra cosa
es cómo se estén ejecutando. La respuesta ciudadana está siendo, por lo común,
bastante razonable. Aunque el bochorno nos inunde viendo determinadas actitudes
puntuales. El cansancio y el estrés por el confinamiento hacen mella. La
responsabilidad individual, aún así, está primando. Y no digamos nada del
compromiso del personal sanitario, de las fuerzas y cuerpos de seguridad o de
las unidades del ejército, de las trabajadoras y empleados de supermercados,
comercios de alimentación, farmacias, transportistas y repartidores, entre
otros colectivos. Algún día habrá que dar infinitas gracias a estas personas
que se están dejado la piel (cuando no la vida) y asumiendo enormes riesgos por
mantener nuestra existencia sin más sobresaltos que los derivados de la
situación excepcional propia del confinamiento.
Sin embargo, algo está fallando estrepitosamente. Salvo
excepciones contadas y puntuales, que afortunadamente existen y están sirviendo
para entronizar algunos liderazgos contextuales (Nye Jr.), todavía hay un buen
número de responsables políticos ausentes, otros desnortados, algunos carentes
de estrategia y, en fin, los hay incluso sin apenas capacidad de reacción. Cuando
más reflejos se necesitan, menos se muestran. La inteligencia política, ahora
más necesaria que nunca, salvo destellos puntuales, brilla por su ausencia. Las
estructuras directivas de las organizaciones públicas, hipotecadas
completamente por la política, van a remolque de las circunstancias. Y la
Administración Pública, sin apenas política efectiva ni dirección que se
precie, carece de hoja de ruta, perdiéndose en el laberinto de leyes,
reglamentos y medidas de excepción o pasillos burocráticos. Algunos finos
juristas claman al cielo afirmando que el estado de alarma es insuficiente: se
debe recurrir al estado de excepción. Y si me lo fían más alto, por qué no al
estado de sitio, pues sitiados estamos por un virus cabrón, ayuno de piedad o
de consuelo. La normalidad constitucional está hecha trizas, no la compliquemos
más.
Hay cosas que me siguen llamando la atención. No ahondaré en
los déficits de gestión en los procesos de compra pública de material
sanitario, donde un Ministerio sin atribución ni experiencia alguna en
gestionar (pues desde hace décadas no tiene competencias de esa naturaleza), ha
demostrado hasta la fecha (ojalá se corrija) una manifiesta incapacidad para
llevar a cabo tareas complejas. No cabía sorprenderse. El error de diseño consistió, como
ya he expuesto varias veces, en departamentalizar la autoridad
competente y hacer descansar el peso mayor en el Ministerio más débil. En todo
caso, esa carencia se podría haber reforzado con recursos procedentes de otros
departamentos: ¿Dónde están los cualificados funcionarios de élite de la AGE
que debían dar respuestas adecuadas y eficientes a un problema de tal envergadura?,
¿no se han sabido movilizar y reasignar? Si es esto último, la cosa es grave.
Muchas preguntas que algún día se habrán de contestar. De momento, la gestión
de la Administración Central, esa “autoridad competente” en el estado de
alarma, está dando, paradojas del lenguaje, muestras notables de incompetencia.
Lo peor que se puede hacer es centralizar competencias para, acto seguido, no
saber qué hacer con ellas. Para eso hubiese sido mejor centralizar decisiones y
descentralizar ordenadamente la gestión. Otro modelo de diseño de gestión del
estado de alarma. Al final, por la vía de los hechos, es lo que se está
haciendo. La necesidad, obliga. Más cuando de resolver una crisis sanitaria (ya
humanitaria) se trata.
Las Comunidades Autónomas se quejan, además, una y otra vez
de que no tienen ni les llegan los recursos para afrontar tal pandemia. El
gradual desmantelamiento (“recortes”) de la sanidad pública es una explicación
cabal. Pero no la única. Todos, con mayor o menor intensidad, han recortado,
como ahora volverán a hacerlo por necesidades del contexto (esperemos que no en
sanidad). Se verá en pocos días o en unas semanas. Y serán recortes durísimos.
Tal vez como no hemos conocido nunca.
Nuestra percepción era equivocada, no disponíamos de una
sanidad excepcional, sino más bien de personal sanitario extraordinariamente
cualificado (medicina y enfermería, entre otros). Y con una vocación de
servicio público que en estos momentos no hace falta calificar. Los hechos lo
dicen todo. Pero el Sistema Nacional de Sanidad era una entelequia legal,
inexistente. Pura ficción. La gestión sanitaria, avanzada en algunas
Comunidades Autónomas (en otras, no tanto), sigue, sin embargo, necesitada de
la introducción de criterios de profesionalidad en la dirección sanitaria, con
capacidad de anticipación, así como estratégica, pero también con autonomía
organizativa y recursos para desarrollar sus competencias de forma efectiva.
Cuando esta pandemia se supere, habrá que hacer balance. Y adoptar medidas
drásticas. No hay alternativas. Reconstruir el diezmado sistema de salud
pública será una tarea inaplazable y hercúlea. Imprescindible. Pero debe salir
algo nuevo, no más de lo mismo: nuevos valores, nuevas formas de organización y
de gestión, captar excelencia también en profesiones tecnológicas, así como más
flexibilidad y menos burocracia. Medidas imprescindibles. La gestión de datos
sanitarios está mostrando uno de los puntos negros más evidentes de esta
crisis. Uno más.
Otro punto caliente que, por ejemplo, también ha saltado a
los medios es la inexistencia de plantilla por parte de las Comunidades
Autónoma para gestionar los expedientes de regulación temporal de empleo. Los
servicios administrativos de gestión de ERTES están colapsados. El Consejo de
Ministros de hoy viernes ha pretendido una vez más solucionar problemas de
gestión con el “BOE”, arma formal y no siempre efectiva, que no pocas veces
choca contra una realidad testaruda. Paradojas de la vida burocrática, mientras
centenares de miles de empleados públicos han sido enviados a sus domicilios a
trabajar (para hacer -con salvedades- más “tele” que “trabajo”), a nadie se le
ha ocurrido iniciar un expediente exprés de planificación de recursos humanos
que reasigne transitoriamente efectivos (o, en su caso, tareas) y refuerce
profesionalmente esos servicios administrativos que han de gestionar tales
trámites. A los funcionarios técnicos y de tramitación les costará más o menos
adaptarse a esa gestión de expedientes, pero lo pueden hacer en un tiempo
razonable y con el debido apoyo de formación y asesoramiento telemático. Y si
la legislación encorseta esa posibilidad inmediata de reasignación (que, con
voluntad, se puede resolver en unas horas o en muy pocos días), a qué espera el
Gobierno para adoptar medidas normativas extraordinarias en la función pública
que flexibilicen una legislación ya obsoleta e inservible. Ha sido sorprendente
que, en el ámbito público, todas las medidas de organización y gestión del
tiempo de trabajo se hayan adoptado en “notas”, “circulares” e “instrucciones”
(cada Administración Pública “a su bola”). Hasta hoy no se ha dictado ni una
sola medida normativa excepcional, algo muy diferente al sector privado (Real
Decreto-Ley 8/2020 y, hoy mismo, Real Decreto 9/2020), salvo las relativas a
contratación pública y procedimiento administrativo). Regulan “lo externo” y
abandonan a su suerte a la organización y a sus empleados públicos.
En fin, son solo algunas muestras de las fatales
consecuencias de un desorden político y de gestión, que pondrá muchas cosas
patas arriba cuando la crisis amaine (pues tardará tiempo en cerrarse). Por
mucho que algunos sigan empeñados en mantener sus prebendas y privilegios, nada
volverá a ser como antes. Se barruntan cambios radicales, de actitud y de
exigencia. A la Administración y al empleo público se le mirará con lupa, en un
escenario de paro desbocado, empresas cerradas, autónomos arruinados y
crecimiento inmediato de la pobreza, por mucho que se empeñe el Gobierno en
utilizar el BOE una vez más como dique de contención de una sangría de despidos
que no se podrá detener.
Puntos críticos
En ese incierto y preocupante contexto que se alumbra, sólo
quisiera traer a colación algunas reflexiones finales sobre determinados puntos
críticos pésimamente resueltos que deben corregirse de inmediato, si es que el
sector público de este país quiere realmente salir adelante. Aunque la lista es
solo telegráfica, indicativa e incompleta, ahí va:
-La política debe racionalizarse radicalmente, echar de sus
filas a incompetentes y corruptos, así como dejar de utilizar los presupuestos
y cargos públicos como premios para sus amigos políticos y afines
ideológicamente. O se hace política con visión de futuro, o estará muerta. Es
la hora de la Integridad y de la Transparencia, así como de la Rendición de
Cuentas. Se ha de eliminar la mediocridad política, es una medida de salud
pública. Deben dejar de recalar en puestos de responsabilidad política quien no
sabe qué hacer en la vida profesional ni nada acredita. El Gobierno de la
sociedad es cosa seria.
-No podemos tolerar ni un minuto más tanta incompetencia
directiva teñida de amateurismo. Está costando muchos recursos y, sobre todo,
en estos momentos (no es retórico) muchas vidas. La dirección de las
organizaciones públicas de todo tipo y condición, deben profesionalizarse sin
demora. Echar a patadas a directivos políticos amateurs es una necesidad
existencial. El clientelismo político debe erradicarse totalmente de las
instituciones públicas y del propio sector público. Quien utilice el
presupuesto para “colocar” amigos, familiares o miembros de su partido, debe
ser denunciado públicamente de forma inmediata. Y debe dejar el cargo sin
demora. Una sociedad civil exigente es la premisa.
-Es imposible afrontar los retos de futuro con una
Administración de corte decimonónico, bañada de palabras hueras (Buen Gobierno,
Gobernanza inteligente, etc.), cuando hemos sido incapaces (excepciones aparte)
de implantar una efectiva Administración digital (electrónica) que sirviera
como instrumento para gestionar una crisis como la actual, cuyas letales
consecuencias estamos pagando.
-Con unas Administraciones Públicas sobrecargadas de
funcionarios que tramitan y que, aplicando una legislación casi siempre
inadaptada e interpretada formalmente también por algunos jueces que apenas miden
sus consecuencias económicas y de gestión (podría poner varios “ejemplos”), se
ponen trabas sinfín a necesidades imperiosas e inaplazables. Un marco normativo
desvencijado, que no puede dar respuesta real a lo ordinario, menos a lo
excepcional. Y una Administración envejecida (como factor de riesgo) en la que
proliferan (casi hasta el monopolio) los juristas y escasean (o simplemente no
existen) los informáticos, tecnólogos, ingenieros de datos, estadísticos,
matemáticos, etc. Así, resulta un sueño enfrentarse a desafíos del siglo XXI a
pandemias o catástrofes, pero también a las exigencias del futuro. No se puede
afrontar esos retos con recursos humanos del pleistoceno administrativo,
tribunales de justicia incluidos.
-Y, en fin, con una política de recursos humanos inexistente
en el sector público, sin planificación estratégica ni operativa, sin modelo
selectivo real y efectivo, con una formación obsoleta y un empleo público
cargado graciosamente de derechos y con absoluta carencia de valores, enfrentarse
a retos del futuro es un pío deseo. O se refunda completamente la
función pública o su declive será todavía más imparable, hasta hacerse
completamente prescindible. Nada puede seguir como hasta ahora. También hay que
redefinir de raíz el papel del sindicalismo en el empleo público y ponerle
límites estrictos a una función que sólo piensa en términos de endogamia (por
su propias clientelas) y nunca sociales o en la ciudadanía en su conjunto. La
brecha existente entre el sindicalismo y su deformada versión pública es
insostenible. Su insolidaridad (algo radicalmente ajeno al ADN sindical), hoy
en día ya es manifiesta.
Podría multiplicar el cuadro de dolencias que aqueja al sector
público español, sea cual fuere el nivel de gobierno. No obstante, es
suficiente con lo expuesto para concluir que lo que está pasando no es
casualidad. Con este cuadro sumariamente descrito, que las cosas salieran
razonablemente bien rayaría el milagro. La dureza de la pandemia no podría
haberse evitado. No hay que ser demagogos. Pero sí se podrían haber atenuado
algunos de sus efectos más duros y, en todo caso, atender mejor a la
ciudadanía, evitar algunas muertes y prestar más atención y mejor servicio a
una población, especialmente aquellos colectivos más vulnerables, cuyos
zarpazos están causando hondo dolor colectivo (personas de tercera edad).
También deberíamos haber sido más previsores (análisis de riesgo), y haber
tenido mejor capacidad de respuesta, así como tendríamos que haber gestionado
de modo más eficiente los recursos públicos, siempre escasos. Eso también habrá
que aprender.
En estos momentos sólo cabe lamentar que, siempre con
excepciones, que afortunadamente las está habiendo, el sistema
político-burocrático está mostrando todas sus limitaciones, ineficacias e
ineficiencias. Reina una vez más la improvisación y el amateurismo, cargado
(eso sí) de buena voluntad y excelentes palabras, así como mensajes de una
esperanza que no llega y de héroes entronizados, pero también sacrificados.
Tiempos muy duros. Pero no se trata de eso. Lo que está pasando no debería
volver a pasar nunca más. El bienestar de la ciudadanía y la dignidad humana
(pues también se trata de eso) se defiende con buena política y con eficacia
administrativa. No con discursos ni proclamas. Ya no hay excusas. De aquí sólo
se puede salir mínimamente airosos con una agenda de transformación radical de
lo público y de las instituciones públicas. Lo demás, será absolutamente insuficiente
y una pérdida de tiempo. Quien primero lo vea, tendrá premio. Tiempo de
descuento.
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