“El cambio empieza por arriba” (G. Hamel)
A Fernando Monar, que nunca pierde la esperanza de ver algún
día cristalizar la Dirección Pública Profesional en España.
Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- El Instituto Andaluz de Administración Pública organiza,
junto con la Asociación de Dirección Pública Profesional, el I Congreso
Internacional sobre Dirección Pública, y ambas entidades me emplazan a que
primero presencial y luego virtualmente diserte sobre la Dirección Pública. Lo
que sigue es un mero aperitivo de lo que allí expondré (28 octubre/2
diciembre). Correctamente, como ha escrito Fernando Monar, ese I Congreso se
enmarca en la Agenda 2030 y, más en concreto, en el Objetivo de Desarrollo
Sostenible número 16 (Fortalecimiento de las instituciones), pues sin Dirección
Pública Profesional el avance (“la ejecución” contenida en el ODS 17) hacia el
cumplimiento de esos objetivos será más lento y, posiblemente, más tortuoso.
No os ocioso comenzar diciendo que cualquier organización
pública dispone de estructuras directivas. Una organización sin dirección
es un cuerpo sin cabeza. Y una organización con una dirección inadecuada es una
estructura con mala cabeza, de la cual poco o nada bueno cabe esperar. “Una
organización es la sombra del que la dirige”, como expuso con acierto Pascual
Montañés. Cualquier institución pública tiene, en primer lugar, una estructura
política (gobierno y aledaños), de la que ahora no toca ocuparse. Asimismo, en
toda organización de ciertas dimensiones hay direcciones ejecutivas que ofrecen
terminologías diferenciadas según entornos. Pero, a poco compleja que sea la
organización, ese nivel directivo frecuentemente se subdivide en una estructura
superior (en contacto epidérmico con la política) y otra de naturaleza
intermedia (o de dimensión más operativa). Ambas son estratégicas y de una
importancia fuera de lo común para que las organizaciones funcionen. Por la
naturaleza de las cosas la dirección pública es ante todo y sobre todo
organización. O dicho de otro modo, si se quiere tener organizaciones
eficientes es necesario, en primer lugar, un buen diseño de estructuras
directivas, tanto orgánico como funcional. Pero ahí no acaba todo. Más
bien empieza.
La Dirección Pública, una vez diseñada organizativamente,
debe cobrar vida. Y el pulso de la dirección depende directamente de la persona
que cubre o despliega sus funciones. La institucionalización de la
Dirección Pública es, junto con la dimensión organizativa, la clave de bóveda
del modelo. Depende cómo y con quién se cubran esos niveles directivos el
éxito o el fracaso estará anunciado. Y en esa cobertura (adecuación de la
persona al nivel orgánico directivo) entran básicamente tres criterios de
designación: el político, el corporativo-burocrático o el profesional.
Selección
Si la forma de cobertura es política, la persona que ejerza
esas funciones será designada esencialmente mediante un sistema de
discrecionalidad absoluta. Se habla entonces de libre nombramiento y libre
cese por parte de la autoridad u órgano encargado de su provisión. En este
caso la designación no requiere ningún requisito o exigencia, solo disponer de
la confianza política del órgano que designa. Estos nombramientos políticos
sitúan a la Dirección Pública en el ámbito o espacio de la política, lejos por
tanto de la Administración Pública profesional y superpuesta (que no alineada)
con las estructuras burocráticas-funcionariales. Bien es cierto que, en algunos
casos, para llevar a cabo tales nombramientos se pueden exigir el cumplimiento
de determinados requisitos para que pueda hacerse efectiva la designación (como
titulación o condición funcionarial, así como experiencia), pero la presencia
de tales requisitos (a no confundir con las competencias) no impide
calificar al nombramiento como discrecional políticamente, si bien sujeto a
tales exigencias. Por consiguiente, aunque el libre nombramiento deba
recaer necesariamente sobre funcionarios no se puede hablar de
“profesionalización” del modelo, pues la discrecionalidad en la
designación y cese de tales niveles directivos representa, como
expuso Quermonne, un sistema de spoils system “de circuito
cerrado”).
Si la forma de cobertura es burocrática, la persona que vaya
a ejercer esas funciones directivas se designará mediante los sistemas de
provisión previstos en la normativa de función pública. Puede haber
modelos de alta profesionalización con estos sistemas de dirección pública
burocrática o corporativa, y es importante recordarlo. Francia tiene un modelo
del alta Administración muy singular predominantemente cubierto por altos
funcionarios (procedentes de la ENA o de la Politécnica). Alemania se asienta,
asimismo, sobre una alta función pública profesionalizada (pues ser funcionario
público es una posición de prestigio y allí llegan los mejores perfiles
profesionales), salvo los “funcionarios políticos”, que son numéricamente
escasos y que ocupan posiciones de segundo nivel en las estructuras
ministeriales. En nuestro país el sistema burocrático solo impera en la alta
función pública (dirección pública intermedia); esto es, cuando se cubren esos
niveles directivos básicos (subdirecciones o jefaturas de servicio) entre
funcionarios hay que acudir a los procedimientos de provisión que se
establezcan en las leyes. Y son principalmente dos: concurso (sistema
ordinario) y libre designación (sistema excepcional). El concurso tiene también
la modalidad de concurso específico. El TREBEP abrió la posibilidad de un
tercer sistema de provisión (artículo 13), habitualmente ignorado; o cuando se
ha transitado se ha convertido en un sucedáneo de la libre designación,
perfeccionada algo en origen (nombramiento con determinadas exigencias) y nada
en el final (cese discrecional). Eso no es Dirección Pública Profesional ni nada
que se le parezca. Sin embargo, tal como se indicaba, estos sistemas de
provisión solo se utilizan en nuestras Administraciones Públicas para proveer
niveles orgánicos directivos de la alta función pública (dirección intermedia),
pero no los de la alta Administración (dirección superior). Además, es muy
frecuente que el sistema dominante de provisión de esos niveles directivos
intermedios sea la libre designación, con su contrapunto del libre cese. En
estos casos también se trata de un sistema discrecional, aunque el
nombramiento deba recaer inexcusablemente en funcionarios públicos
que acrediten cumplir los requisitos de las respectivas convocatorias (puestos
de trabajo), si bien el cese sigue siendo libre (con escasas
restricciones formales).
Si se opta por la forma de cobertura profesional las claves,
sin embargo, son distintas; al menos conceptualmente hablando. La
Dirección Pública Profesional (DPP) descansa sobre un modelo previamente
institucionalizado (a través de normas: sea Ley o Reglamento), que se
concreta ulteriormente en la previa definición del perfil de competencias
requerido para el desempeño de las funciones del órgano directivo (asunto
organizativo) y, posteriormente, mediante la convocatoria de un
procedimiento competitivo y abierto para que concursen las personas que reúnan
los requisitos exigidos, así como acrediten poseer las competencias requeridas
a través del examen de la trayectoria profesional de los candidatos y de la
superación de las pruebas objetivas que se realicen. El modelo puro de
Dirección Pública Profesional descansa sobre el nombramiento del mejor
candidato, quien suscribirá un acuerdo de gestión con el órgano que lo designe,
será evaluado periódicamente en el ejercicio de sus funciones directivas,
recibirá parte de sus retribuciones en función del mayor o menor cumplimiento
de objetivos y, en fin, solo podrá ser cesado por no alcanzar los resultados
previamente establecidos en el acuerdo de gestión. Ese modelo puro existe en
algunos países (por ejemplo, Senior Civil Service del Reino Unido),
sin embargo se ha ido imponiendo –sobre todo en Administraciones de corte
continental (Bélgica, Chile o Portugal)- un modelo mixto de Dirección
Pública Profesional en el que se establece un período de nombramiento (3 o
5 años) y que, durante su vigencia, la persona designada no puede ser cesada,
salvo que no cumpla los objetivos establecidos.
En las Administraciones Públicas y en las entidades del
sector público español los niveles directivos superiores se cubren
habitualmente por criterios políticos o, en algunos casos (AGE), salvo
excepciones tasadas, esa designación política debe proyectarse sobre
funcionarios del Subgrupo de Clasificación A1. Pero que el nombramiento se
proyecte con la exigencia de que deba recaer en funcionario público no le resta
un ápice al carácter político de la designación. El mero hecho de ser
funcionario A1 no representa que la persona designada disponga de las
competencias mínimas o básicas para ejercer función directiva: se puede ser un
excelente funcionario técnico y, a la vez, un pésimo directivo. La
Dirección Pública Superior en España ofrece, por tanto, un modelo altamente
politizado, solo corregido tímidamente con reservas de designación de
determinados ámbitos directivos a favor de funcionarios, y es el que nos
acompaña desde 1978. Con este sistema convivimos y sin él no se
explicarían muchos de los escándalos de corrupción que han anegado a la
Administración Pública estos últimos años: establecer sistemas de “carreras
cruzadas” (de la función pública a la política y viceversa), frente a los
modelos de “carreras separadas”, es un factor que, como demostraron Lapuente y
Dalhstrom, alimenta o facilita que anide la corrupción. Los controles se
obturan mediante la aparentemente imperceptible influencia de la
metafísica de la confianza política que abraza y captura la provisión de
los niveles directivos, como diría Francisco Longo.
Niveles intermedios
Los niveles directivos intermedios (o de segundo nivel) en
las Administraciones Públicas españolas se cubren también, en su mayor parte,
por procedimientos de provisión de libre designación entre funcionarios
públicos (A1); aunque en algunos casos puntuales esa provisión se hace por
concurso específico (por ejemplo, Administración Vasca para las Jefaturas de
Servicio). Es un sistema de dirección pública intermedia atado, salvo alguna
excepción como la citada, a la discrecionalidad de la autoridad que tiene la
competencia de los nombramientos y ceses. Su profesionalidad está muy
cuestionada por los amplios márgenes de discrecionalidad que siguen
sobreviviendo en el nombramiento y en el cese.
Por consiguiente, la Dirección Pública Profesional en rigor
no ha sido implantada hasta la fecha de forma efectiva en ninguna de nuestras
Administraciones Públicas ni tampoco en las entidades de su sector público.
Dicho en términos conceptualmente correctos: no puede haber DPP donde no
hay procesos competitivos abiertos, pero tampoco donde se prevé el libre cese
de las personas designadas, aunque estas hayan alcanzado esos niveles
directivos tras procesos competitivos formales. En verdad, el enfoque normativo
seguido aquí (tanto con el EBEP como el de las leyes autonómicas de desarrollo)
ha sido erróneo (al ubicar el problema en la normativa del empleo público y con
un sesgo dominante de régimen jurídico), la voluntad política hasta ahora
inexistente, y el resultado obvio: España es el país de los cinco de mayor
tamaño de la Unión Europea (por no decir de toda la UE) que tiene una
alta Dirección Pública (de primer y segundo nivel) con estándares más
bajos de profesionalización y, por tanto, con una mayor presencia de la
politización o de los nombramientos discrecionales en tales estructuras. Nótese
que estamos hablando, entre todos los niveles de gobierno, de varias decenas de
miles de puestos de naturaleza directiva.
¿Cómo darle la vuelta a este estado de cosas? No es fácil.
Si la política no ve el valor añadido que para ella tiene profesionalizar la
dirección pública, esta nunca se implantará. El marco normativo tampoco
ayuda. La cultura jurídico-administrativa dominante, es un fuerte lastre, como
ha puesto de relieve recientemente un sugerente estudio sobre “Reformas
administrativas” del profesor Velasco Caballero. Así, con este estado de cosas,
se constata una evidencia: nada ha cambiado realmente en los últimos
cuarenta años en este ámbito, salvo que el problema ha adquirido dimensiones
cuantitativas mucho más grandes. El reino de la politización y de la
discrecionalidad se ha ido ensanchando.
Por ser propositivo, aunque (tras casi tres décadas
estudiando y escribiendo sobre esta cuestión) me venza el escepticismo: las
únicas vías de dar algunos pasos en el proceso gradual de implantación de la
DPP descansan, a mi juicio, conjuntamente sobre dos premisas. La primera es que
haya el suficiente liderazgo político como para alterar los actuales
equilibrios de poder que se asientan en una colonización intensiva de la alta
administración por la política (algo nada fácil, pues afecta a privilegios y
espacios de poder políticos y personales que habrán de desocuparse
políticamente y, por tanto, sustituir a los “colonizadores políticos” por
personas que acrediten criterios profesionales). La segunda es que, a
imagen y semejanza del modelo de DPP existente en Portugal, se regule a
través de una Ley un Sistema de Alta Dirección Pública el acceso a la función
directiva por medio de criterios profesionales y que, tal sistema, aglutine a
los dos niveles directivos básicos de cada Administración Pública
(Direcciones Generales y Subdirecciones o niveles directivos intermedios que
esistan en su lugar; por ejemplo, “Jefaturas de Servicio”). Se trata de
regular un modelo institucional común de DPP (salvo algunas
peculiaridades singulares) que abarque a los niveles superiores e intermedios
de la dirección pública (sustrayendo el nivle superior de esa perversa
categoría hispana que son “los altos cargos”), y estableciendo un órgano
independiente que lleve a cabo la convocatoria de la provisión de tales niveles
directivos y gestione imparcialmente el proceso de acreditación de competencias
directivas proponiendo a los órganos competentes la designación una terna de
candidatos para que sobre ese círculo de personas se proceda a formalizar
el correspondiente nombramiento.
Cierto es que, como cualquier regulación institucional que
afecta a un espacio ocupado actualmente por la política o por criterios
discrecionales, el diablo estará en los detalles y habrá que afinar mucho el
alcance y sentido de esa regulación. Y no cabe obviar unas resistencias
numantinas de la política, que impidan o vacíen la efectividad del modelo que
finalmente se adopte. Teniendo en cuenta este complejo contexto, una opción
pragmática inicial tal vez sería, al menos, fortalecer el sistema de
designación profesional de la dirección pública intermedia (alta función pública)
y establecer unos requisitos y exigencias mínimos (titulación, experiencia
acreditada en funciones directivas, idiomas, etc.) para poder cubrir niveles
directivos superiores. Al menos hacer algo y no dejar pasar el tiempo
inútilmente. Logrado esto, el siguiente paso sería profesionalizar el nivel
directivo superior, que es el que está en contacto epidérmico con la política.
El más complejo por ese parentesco y porque actualmente está cubierto por
criterios de designación política. Descolonizar políticamente la alta
Administración, si somos realistas, será un objetivo a cumplir a medio/largo
plazo. Y siempre que haya liderazgo político que avale esa operación, Si no,
mejor ni intentarlo.
Cualquier paso que se dé en ese sentido será un avance. La
profesionalización, de la dirección pública, por pequeña que sea, dado que es
una garantía de continuidad al margen de la dependencia del cordón umbilical de
la política (de los vaivenes y tampestades de la política), ofrece soluciones
cabales de continuidad institucional y de mantenimiento de la acción pública,
incluso en estos momentos eternos que estamos viviendo de no gobierno (o
de Gobierno permanentemente en funciones), como ya sucedió en Bélgica. La
ciudadanía y sus necesidades no pueden consentir que la parálisis política
atenace no solo al nivel gubernamental sino a la práctica totalidad de las
estructuras de la Alta Administración, que es como decir a la Administración
entera. Y eso es lo que está pasando actualmente en la Administración General
del Estado y, en cierta medida, por contagio, en otros niveles de gobierno.
Pero la cosa no parece tener remedio inmediato, menos aún si los futuros
gobiernos de coalición (que serán la tónica dominante) tienen como misión
principal repartirse también el botín de “los altos cargos” y de las entidades
del sector público. Así que paciencia estoica. Esto va para largo.
Olvidémonos, por ahora, de formalizar acuerdos de gestión y
evaluar las competencias de los directivos públicos profesionales. Si no hemos
sido capaces hasta la fecha de incorporar a las Administraciones Públicas una
mínima cultura de gestión, sistemas de evaluación del desempeño, así como un
trabajo por objetivos y resultados, difícilmente lo podremos lograr en ese
estrato directivo. Vayamos paso a paso. Mejoremos los procesos de
designación de tales niveles directivos, pongamos un período de plazo en el
cual tales profesionales no podrán ser cesados discrecionalmente, y, una vez
conseguidas estas importantes metas, abramos la posibilidad de incorporar otras
herramientas al diseño definitivo de la Dirección Pública Profesional, para ir
haciéndola efectiva en todos los sentidos. Ya sería un avance. Mejor eso, por
poco que sea, que quedarse siempre con los brazos cruzados mirando a la luna o
a las estrellas. Aunque si les soy sincero, albergo serias dudas de que un
sistema de tales características, ni siquiera con las mínimas exigencias que he
expuesto, se implante. Me encantaría equivocarme.
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