Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- Hay un consenso elevado en que nos encontramos en plena
revolución tecnológica (la denominada “Cuarta Revolución industrial”). Existen,
no obstante, diferencias marcadas a la hora de evaluar los impactos de la
automatización sobre el empleo. Los trabajos sobre esta materia, así como los
libros e informes, son cada día más numerosos. Y quienes los firman se dividen
entre aquellos que relativizan, aplazan o minusvaloran sus consecuencias,
frente a aquellos otros que las magnifican o que, incluso, ofrecen visiones
apocalípticas. De todo hay, también juicios equilibrados. En todo caso,
cualquier revolución de esas características conlleva disrupción (Schumpeter),
más la que ya está entre nosotros. Y, por consiguiente, ganadores y perdedores.
Aparecerán nuevos empleos que sustituirán a muchos anteriores, el problema es
el ritmo o la cadencia en su desaparición/aparición y si el “material humano”
(las personas) se adaptarán o no a tales transformaciones.
Al margen de esas diferentes visiones, que simplifico por
razones de espacio, parece haber un cierto consenso en que la automatización en
los próximos años suprimirá muchas de las tareas rutinarias que actualmente se
desarrollan en no pocos empleos. La supresión de tareas no implica en sí mismo
la desaparición de un empleo, pero sí su transformación o, en su caso, la
reducción drástica del número de empleos de tales características en cualquier
organización, allí donde la revolución tecnológica sustituya gradualmente
trabajo humano por máquinas.
De todo lo anterior comienzan a ser conscientes las
empresas, pero menos la Administración Pública. En este último caso se produce
un dato adicional mucho más preocupante: habitualmente, el ingreso en la
Administración Pública se produce a empleos estructurales (salvo en los casos
de interinidad, hoy en día abundantes como rescoldo del grave incendio derivado
de los duros años de crisis fiscal) y, por tanto, con un estatuto de
permanencia (inamovilidad, en el caso de la función pública), lo que introduce
factores de seguridad a quienes “ganan” la plaza, pero también genera elementos
inevitables de rigidez a la organización en la que se insertan, al menos
mientras el marco normativo vigente sea el que es.
Por consiguiente, antes de proceder a la cobertura de una
vacante que se produzca en el sector público, no es un dato menor preguntarse
si ese puesto de trabajo seguirá desarrollando dentro de unos años (pongamos el
caso, yéndonos muy lejos, en un horizonte de diez años) esas mismas funciones.
En verdad, lo que nos interesa saber realmente no son las funciones o
responsabilidades asignadas a tal puesto de trabajo, sino particularmente si
las tareas que saturan tales funciones serán prestadas por quienes actualmente
las ejercen o, por el contrario, sufrirán un proceso de automatización intenso,
que las vaya trasladando a su prestación por máquinas y, por tanto, a una
vaciado gradual y paulatino de funciones, que inevitablemente se transformaría
en supresión de dotaciones o, en su caso, yendo al límite, en eliminación pura
y dura de determinados puestos de trabajo.
“geriátricos funcionariales”
Se impone, así, lo que Mikel Gorriti denominó acertadamente
como la gestión planificada de vacantes, una necesidad objetiva de corte
estratégico que nace de varios cruces causales, principalmente de dos: el
relevo generacional fruto, por un lado, de las jubilaciones masivas derivadas
de esos “geriátricos funcionariales” en los que se han convertido buena parte
de las organizaciones públicas; y, por otro, del empuje imparable (con mayor o
menor aceleración, según los casos y opiniones) de la revolución tecnológica
sobre el empleo público y, en especial, sobre los perfiles de empleos que serán
necesarios dentro de tres, cinco, siete o diez años. Esto va muy rápido, aunque
la Administración Pública, como siempre, apenas se dé por enterada.
Sorprende, de todos modos, que todavía hoy un gran número de
ofertas de empleo público incluyan centenares o miles de plazas de personal de
apoyo administrativo o de mera tramitación burocrática. Mientras la empresa
privada apuesta por seleccionar titulaciones STEM o perfiles de formación
profesional en tecnología, estos ámbitos (salvo excepciones, que las hay)
apenas son aún demandados por las Administraciones Públicas actualmente.
Cualquier persona mínimamente informada sobre lo que está pasando y lo que
sucederá en los próximos años en materia de empleo nunca se arriesgaría a poner
en marcha tales convocatorias, puesto que son (y esto no cabe olvidarlo) para
alcanzar la condición de funcionarios de carrera o empleos públicos fijos (esto
es, para toda la vida de aquellas personas que serán nombradas o contratadas,
pero ese largo lapso temporal no acompañará, sino todo lo contrario, a buena
parte de las tareas que se desempeñan en esos puestos de trabajo, llamadas en
gran medida a automatizarse y, por tanto, a desaparecer, en un escenario
temporal que, conviene insistir, nunca será superior a una década).
Bien es cierto que en buena parte de estas convocatorias su
objetivo último es estabilizar un empleo interino (rectius, a
unos empleados) y, por ello, no son precisamente personas jóvenes quienes
accederán en su mayor parte a tales plazas, sino muchas de ellas superarán la
barrera de los cuarenta años (algunas incluso los cincuenta). Aún así, tal
circunstancia tampoco alivia el fondo del problema; pues la vida laboral de
tales empleados públicos se prolongará fácilmente varias décadas. Dicho de otro
modo: la revolución tecnológica les afectará sí o sí. Y sus puestos de trabajo
se verán reducidos drásticamente en sus tareas, cuestionados o, lisa y
llanamente, convertidos en superfluos.
Siempre queda la formación, me objetarán los optimistas. Sin
duda, no seré yo quien plantee duda alguna sobre la trascendencia de la
formación o el aprendizaje permanente para adaptarse a los desafíos continuos
de una revolución tecnológica que nos hará estar siempre atentos a unas
necesidades inmediatas siempre cambiantes (Véase al respecto: Rafael Doménech y
otros, ¿Cuán vulnerable es el empleo público en España a la revolución
digital?, BBVA, 2018). Pero hay un criterio que, en su práctica totalidad,
es plenamente compartido por todos los estudios que se han ocupado de esta
materia: los riesgos de la automatización se cebarán inevitablemente sobre
aquellas personas que tienen una determinada edad (con dificultades obvias de
adaptación) y una formación menor o una capacidad de adaptación a las nuevas
tecnologías y a los cambios disruptivos que se generen, especialmente en
aquellos colectivos cuya formación de salida es más baja de la que tienen otros
perfiles profesionales.
Dicho en otros términos: abandonar tareas rutinarias para
sustituirlas por otras de valor añadido (sean cognitivas, sociales o de
cualquier otro tipo) no es un proceso sencillo a partir de determinadas edades.
Menos aún si a ello se une un bagaje formativo no especializado, como nos
recordaba Manuel Hidalgo, uno de los mayores expertos en esta materia, autor
del libro El empleo público del futuro, que reseñé en su día en este
mismo Blog (https://bit.ly/2oPOvli).
Siempre cabrá “recolocar” a algunas de las personas que ocupan actualmente
tales empleos públicos, que más temprano que tarde, acabarán en vía muerta.
Pero el problema que se avecinará (futuro indeterminado) no será menor, aunque
ya nadie de quienes hayan convocado tales procesos esté entonces en activo y
las responsabilidades de tal forma de actuar se diluyan en el tiempo como el
azucarillo en el café. El tiempo siempre lo borra (casi) todo, aunque no sus
consecuencias.
Me dirán, no obstante, que no cabe dramatizar. Y,
sinceramente, no lo pretendo. Solo insisto en que es necesario ser prudente a
la hora de proceder a hipotecar el gasto público de esa manera y,
especialmente, a congelar ad infinitum puestos de trabajo que
desarrollan tareas llamadas a extinguirse. Bien es cierto que no soy ningún
ingenuo. Una vez ingresados en la función pública, los empleados están
blindados. Al menos hasta hoy. Francia, en su reciente Ley de
transformación de la función pública, ya ha adoptado algunas tibias medidas
para enfrentarse a ese cambiante escenario que la revolución tecnológica
provocará sobre el empleo en la Administración Pública (https://www.economie.gouv.fr/publication-loi-transformation-fonction-publique).
Aquí ni olemos aún el problema.
Además, la función pública española tiene un dato a su
favor, que sin ser economista simplemente lo intuyo y que, cabe prsumir, lastra
cuando no desincentiva cualquier proceso de reforma: el empleo público (los
casi tres millones de empleados del sector público) es un elemento
estabilizador de la economía frente a las tasas de desempleo de este país que,
siempre altas, se disparan en etapas de crisis económica. Por tanto, con una
crisis en ciernes (que ya se barrunta en los datos de desempleo), no hay
político que se precie que no le baile la danza a los sindicatos del sector
público y apueste decidida (o forzadamente) por estabilizar todo lo que
se le ponga encima de la mesa. Y así se hará. Estas ofertas de empleo público
de estabilización lo son para aplantillar plazas que desarrollan (no en todos
los casos, pero sí en bastantes) tareas rutinarias o de trámite que están
condenadas a ser automatizadas a corto/medio plazo (por mucho que el sector
público se resista, que lo hará, a esa imparable tendencia). No hablo aquí de
la Inteligencia Artificial como estadio más avanzado de ese proceso, aunque los
planos se entremezclen. Me limito a los primeros pasos de una automatización
que impactará, nos guste más o nos guste menos, sobre innumerables empleos,
también públicos, especialmente de aquellos que realizan esas tareas rutinarias
o de trámite, que en la Administración son numerosísimos.
Dado que inevitablemente, como ya anuncian e incluso avalan
algunos académicos, profesionales y jueces, el pragmatismo político-sindical se
impondrá una vez más a la racionalidad tozuda y absolutamente ignorada o
preterida, sería conveniente que, al menos, las Administraciones Públicas
llevaran a cabo Estudios de prospectiva con análisis de demanda futura de
servicios y de perfiles de empleos que se requerirán en los próximos diez años
años (2020-2030). Asimismo, teniendo en cuenta el escenario inmediato de las
jubilaciones masivas de buena parte de sus efectivos en los próximos años,
también sería oportuno que tales estudios tuvieran como resultado una
gestión planificada, pero sobre todo prudente de las vacantes que se vayan
produciendo en el empleo público en cuanto a sus impactos de gasto público
futuro que habrá de desembolsarse por las Administraciones para pagar nóminas
de funcionarios desprovistos de buena parte de sus tareas; un gasto que se hará
-todo hay que decirlo- en demérito de otras necesidades sociales. La política
es, en efecto, el arte de priorizar sobre bienes y recursos escasos igualmente
valiosos (aunque algunos lo sean más que otros). El único problema es que
muchas decisiones que se están tomando últimamente hipotecan las decisiones
futuras. Gana la inmediatez y la solución rápida. Es lo que hoy impera. No la
visión de futuro. Ya se las arreglarán quienes vengan después. Como dijo Peter
Drucker, “las soluciones de hoy, serán los problemas del mañana”. En este caso
parece obvio que así será. Alguien tendrá que desatar el nudo. Y no será
precisamente fácil, ni tampoco gratis.
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