Por Juli Ponce.- Hay Derecho blog.- . La Gran Recesión iniciada en 2007-2008 ha traído un
extraordinario incremento de la desigualdad en los últimos años, en
la que los lobbies tienen, sin duda su papel reconocido, tanto
en el mundo en general (Oxfam
informa de que 62 personas disponen de la riqueza equivalente a la mitad de la
población mundial, mencionando expresamente el papel de los lobbies)
como en España en particular, país
donde 20 personas más ricas de España poseen tanto como el 30% más pobre
de la población, casi 14 millones de personas. De acuerdo con estudios de
la ONG Global Justice Now, las 25 corporaciones que más facturan superan
el PIB de numerosos países: por
ejemplo, la facturacion de Walmart supera el monto de los presupuestos
generales del Estado en España.
En definitiva, la Gran Recesión, la desigualdad y esta
potencia de los intereses económicos nos devuelven a los clásicos problemas de
la corrupción, la oligarquía, la plutocracia y el correcto funcionamiento de la
democracia y el papel de la ciudadanía. Voy a considerar aquí dos elementos de
posible mejora del sistema, sobre la base de dos recientes libros
publicados, uno
respecto al derecho a una buena administración y otro incluyendo un
exhaustivo, y todavía infrecuente en Derecho, análisis empírico del
comportamiento de los lobbies en España.
El Derecho a una buena administración y sus consecuencias en
relación a los lobbies
En primer lugar, hay que destacar como el derecho
a una buena administración – previsto en el art.
41 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea,
implícitamente en la Constitución española (arts. 9.3, 31.2, 103.1) y
explícitamente en diversos estatutos de Autonomía de última generación (así, en
Cataluña, Andalucía o Castilla-León) y leyes vigentes (como las de
transparencia, acceso a la información y buen gobierno y buena administración)
y protegido por la jurisprudencia para todos las personas en toda España (con
ya numerosísimas sentencias del TEDH, del TJUE, de nuestro TS y de los TSJ de
las CCAA analizadas
en el primer libro mencionado) – supone un trascendental cambio de
paradigma en las relaciones entre los ciudadanos y el poder y exige la
publicidad de los encuentros entre autoridades públicas y lobbies.
En segundo lugar, debe señalarse como ese derecho a una
buena administración puede hacerse efectivo concretamente mediante la exigencia
de una constancia escrita de los encuentros informales celebrados con lobbies
antes o durante la elaboración de normas por el gobierno para el general
conocimiento de los mismos: la denominada huella legislativa, un registro
documental de las actividades informales de los grupos de interés en
relación al procedimiento de elaboración de reglamentos y proyectos de ley
exigida desde la UE y la OECDE. La jurisprudencia de la UE ha derivado
directamente del derecho a una buena administración la necesidad de dejar
constancia en el expediente de los encuentros informales de miembros de la
Comisión europea con privados (sentencia
de 12 de junio de 2014, Caso T286/09)
El derecho una buena administración y la debida diligencia o
debido cuidado
Pero el impacto del derecho a una buena administración va
todavía más allá y afecta más profundamente al Derecho y la gestión pública. El
derecho a una buena administración pone fin al paradigma dominante tradicional
en el Derecho público español, que sostenía la indiferencia del
núcleo discrecional para el Derecho. Con las obligaciones de buena administración
que se derivan de este derecho, ya no hay libertad omnímoda de
elección entre alternativas indiferentes para el derecho cuando hay
discrecionalidad para decidir políticas públicas (regulatorias, planificadoras,
en materia de subvenciones, de contratación, etc.). No hay posibilidad de hacer
no importa qué no importa cómo. La
discrecionalidad no es arbitrariedad y debe ser buena administración. Las
decisiones negligentes o corruptas no nos pueden ser indiferentes.
En el siglo XXI, el Derecho público puede y debe contribuir
a la buena administración, la prevención de la mala administración y
de la corrupción, y la reacción contra éstas) sin eliminar, eso sí, la legítima
elección entre alternativas en base a criterios no jurídicos. En ese sentido,
si, como ha sido dicho, del
paradigma de la burocracia weberiana se pasó al de la nueva gestión
pública y de éste al de la gobernanza, en la actualidad, todos los
desarrollos internacionales apuntan a un nuevo paso hacia el buen gobierno y la
buena administración (véase “Public
Administration after “New Public Management”, OCDE, 2010).
En esta nueva fase, el papel del control judicial en la
protección del derecho a una buena administración es crucial. Es preciso tomar
consciencia de la revolución silenciosa que ha tenido lugar en la
jurisprudencia europea, de las salas de lo contencioso del Tribunal Supremo
español y de los Tribunales Superiores de Justicia de las CCAA, quienes, con
toda naturalidad, ha pasado en los últimos años de controlar la
discrecionalidad en base meramente al principio de interdicción de la
arbitrariedad, entendido como ilegalidad de lo no motivado y de lo irracional,
a un control más sutil y exigente, comprobando la diligente ponderación de
alternativas e intereses implicados y una motivación que no sólo exista y sea
racional, sino además suficiente y congruente con el expediente.
En ese sentido, la labor judicial tiene ante sí el reto de
garantizar la buena administración estableciendo un estándar de diligencia en
el debido cuidado de la ponderación administrativa en cada caso, a falta, aún
en España, de un estándar normativo general, que sí existe en otros países y en
el sector privado para la diligencia de un administrador (Ley de Sociedades de
Capital, modificada por la Ley 31/2014, de 3 de diciembre, arts. 225 y 226). El
Tribunal de Cuentas ha señalado que la diligencia exigible a un gestor público
es superior a la del gestor privado, puesto que se trata de una
diligencia cualificada, ya que “el gestor de fondos públicos está obligado
a una diligencia cualificada en la administración de los mismos, que es
superior a la exigible al gestor de un patrimonio privado” (Sentencia 16/2004,
de 29 de julio). Siendo preciso lo que se ha venido denominando como “agotar la
diligencia” como afirma la 4/2006, de 29 de marzo, entre otras.
El primero de los libros mencionados apuesta, aprovechando
el bagaje indicado, por la generación normativa de un estándar de conducta de
los servidores públicos, con inspiración en los ya existentes en el derecho
privado (caso de la conocida diligencia de un buen padre de familia del Código
Civil, arts. 1.094, 1.104.2, 1.903, o de “el estándar de diligencia de un
ordenado empresario” que “se entenderá cumplido cuando el administrador haya
actuado de buena fe, sin interés personal en el asunto objeto de decisión, con
información suficiente y de acuerdo con un procedimiento de decisión adecuado”)
y en el derecho público de otros países, que debiera ser concretado
sectorialmente mediante cartas de servicios, códigos de conducta y protocolos.
Derecho a una buena administración y lobbies: un análisis
empírico
La defensa y promoción de la buena administración en el
futuro van a requerir un diálogo y colaboración entre el poder legislativo, el
ejecutivo y el judicial y un despliegue de numerosas técnicas jurídicas,
económicas y de gestión y que sólo en parte han sido incorporadas en la nueva
generación de leyes de transparencia y buen gobierno dictadas desde 2013: desde
la mejora regulatoria o better regulation hasta el reforzamiento de
los controles externos no judiciales de la administración, pasando por la
transparencia como herramienta para la buena administración o el papel de las
Cartas de Servicios que fijen estándares de calidad precisos, obligatorios y
exigibles por los ciudadanos en la prestación de los servicios públicos.
Es preciso, en definitiva, una infraestructura global de
buen gobierno y de buena administración. Pero ahora interesa centrarse en una
pieza de esa necesaria infraestructura: la regulación de los lobbies.
En el caso español, el
reciente estudio empírico incluido en el segundo libro antes aludido,
centrado en Cataluña, comunidad con una de las primeras y más avanzadas leyes
en la materia, ha demostrado mediante un enfoque cualitativo (entrevistas) y
cuantitativo -con un análisis de casi 7.000 reuniones y, de entre las referidos
a elaboración de normas, una selección de 7 concretos casos que se analizan en
detalle- que ello no está ocurriendo en el día a día de la elaboración de
normas, reglamentos y proyectos de ley, por el Gobierno catalán y, podemos
lanzar como hipótesis, en el resto del Estado.
Por ello, es preciso abogar por una mejor regulación de la
exigencia de una huella normativa (legislative footprint), un
documento de trazabilidad de la actividad de los lobbies (que sólo ahora
empieza a ser incluida con claridad en legislaciones autonómicas muy recientes
aragonesa de 2017, la de Navarra y la valenciana de 2018). Y que la misma sea
incorporada por una futura legislación estatal de común aplicación en el
Estado, que permita conectar distintos elementos relevantes en la toma de
decisiones en contextos de informalidad, tal y como se visualiza aquí:
Un cambio de paradigma: de perseguir la corrupción a además
prevenirla
En fin, todo lo dicho nos permite detectar la necesidad de
generar un nuevo pensamiento y lenguaje en torno a la buena administración. Un
nuevo lenguaje que ya fue necesario en el siglo XVIII tras la revolución
francesa, el establecimiento del principio de legalidad y la labor desarrollada
de limitación del poder público, como
nos recordó en su día magistralmente el profesor García de Enterría.
Un nuevo lenguaje que deberá construirse en el siglo
XXI, el
siglo de la buena administración, puesto que el Derecho, en el concierto de
las ciencias sociales, no puede, no debería, renunciar a su parte de
responsabilidad en la garantía de la calidad de lo público en el marco de un
Estado Social y Democrático de Derecho que funcione y no sea fallido y que
evite un crony capitalism, o, en la afortunada traducción realizada
por Sansón Carrasco en su magnífico libro, donde los lobbies tienen un espacio
importante, un capitalismo
clientelar.
Capitalismo clientelar que no sólo genera corrupción (esto
es, mala administración dolosa) sino también mala administración negligente,
con despilfarro (cuantificado
en 81.000 millones de euros en las últimas dos décadas, sólo en
infraestructuras de cierta magnitud) y un déficit
de calidad institucional en España que impacta en la economía y
sociedad de manera muy negativa.
En definitiva, contra el capitalismo clientelar y el déficit
de calidad institucional, más buen gobierno y buena administración.
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