Por Carles Ramió. EsPúblico blog.- La sabiduría es una habilidad que se desarrolla con la
aplicación de la inteligencia en la experiencia, obteniendo conclusiones que
nos dan un mayor entendimiento, que a su vez nos capacitan para reflexionar,
sacando conclusiones que otorgan discernimiento de la verdad, de lo bueno y lo
malo. La sabiduría y la moral se interrelacionan dando como resultado un
individuo que actúa con buen juicio. Algunas veces se toma sabiduría como
una forma especialmente bien desarrollada de sentido común.
Esta definición estándar
de sabiduría saca a colación elementos que antes hemos tratado: sentido común e
inteligencia institucional combinada con la moral. Aquí la pregunta clave a
formular es: ¿cómo un líder político o profesional puede adquirir la sabiduría?
La respuesta es obvia: con la experiencia. Si no hay experiencia previa no
puede haber un líder que atesore sabiduría. Esta constatación tan evidente a
simple vista no suele, en cambio, tenerse en cuenta en la mayoría de las
ocasiones a la hora de nombrar a un directivo político o profesional. Una parte
muy importante de políticos que ocupan puestos directivos poseen una nula
experiencia en el campo de la dirección pública o privada: militantes sin
oficio que pasan a ocupar de golpe un puesto directivo; diputados que sólo han
ejercido estas funciones que pasan a ocupar, sin ninguna transición, el puesto
de ministro, consejero, etc.; alcaldes que logran esta posición sin haber sido
previamente ni tan siquiera concejales; jóvenes recién egresados de la
universidad (o de la enseñanza media o primaria que de todo hay) que ocupan de
repente una dirección general. Pero esta falta de experiencia previa tampoco es
extraña en los directivos profesionales ya que cada vez es más habitual
encumbrar a un puesto de subdirección general o similar a funcionarios que no
han ocupado previamente ni una simple jefatura de negociado pero que han
tendido la habilidad de coquetear con la política o la suerte de conocer al
político que los nombra. Por otra parte hay algunos, de ambos ecosistemas, que
creen que pueden justificar la asunción de un puesto directivo por la vía de la
formación formal. Es también habitual ver en los curriculums de los directivos
que poseen una maestría del tipo MBA como si con sólo este esfuerzo en el mundo
de la formación formal les sirviera para acreditar competencias directivas
reales. En este punto hay que afirmar que recibir formación para ser un
directivo o un ejecutivo es irrelevante si no se ha ejercido previamente esta
función. Mintzberg, en su libro Directivos no MBAs lo deja
meridianamente claro: las escuelas de negocios que prometen con sus programas
formar a directivos que previamente no han tenido una experiencia previa a este
nivel mienten ya que no es posible generar de la nada, sin haber ejercido esta
función, a buenos directivos sean estos privados o públicos. Los programas de
formación directiva sólo tienen sentido impartirlos a profesionales con cierta
experiencia práctica en el ejercicio directivo o predirectivo (jefaturas
administrativas menores) ya que se trata de poner en valor la experiencia
mediante el contacto con otras experiencias similares y de un profesorado que
posea la capacidad de teorizar y categorizar estas prácticas con el objetivo de
maximizar los aciertos y de minimizar los errores.
Experiencia profesional
La sabiduría para ser un directivo público sólo se puede
adquirir con la experiencia que consiste en ocupar de forma incremental
responsabilidades cada vez más importantes. Cuando uno ocupa un cargo, sea el
que sea, se va preparando de forma natural para ocupar un cargo superior ya que
durante un tiempo convive con éste ya que está bajo su mando y va detectando
las dificultades, habilidades y competencias vinculadas a este cargo superior.
Pero la sabiduría no sólo se adquiere escalando por la
jerarquía sino también de forma transversal ocupando puestos de diferentes
ámbitos de gestión en una misma institución pública o en varias. Se aprende a
adaptarse a diferentes entornos organizativos, a socializarse con distintas
reglas del juego institucionales, a desarrollar diferentes habilidades y
competencias profesionales. Además, la sabiduría se adquiere también en el
plano personal participando en redes de relaciones sentimentales con parejas,
con familiares y amigos. Aprender a manejarse bien a nivel familiar y sentimental
es un atributo muy importante con una relación más directa de lo que suele
pensarse con la dimensión estrictamente profesional. Ocupar un puesto de
directivo público implica tener unas grandes habilidades relacionales ya que se
establecen un buen número de lazos similares a los familiares o sentimentales.
Un directivo público se relaciona con su superior con lazos muy parecidos al
que se establece con un progenitor o mentor, con un hermano mayor e incluso con
una pareja. Se relaciona con sus iguales como hermanos o amigos y se relaciona
con sus inferiores en el marco de una relación parecida a una de carácter
paterno filial.
Vida privada
Dicho de otra manera: el directivo que ha sabido manejarse bien
a nivel familiar y sentimental le suele ir bien a nivel profesional e
institucional. Por mi escala de valores he sido siempre un firme defensor de
diferenciar en los dirigentes públicos el plano profesional del plano personal
y en respetar la intimidad personal de los mismos. Rechazo de plano la
tradición y práctica anglosajona en la que a un candidato para un elevado
puesto público se le hace un duro escrutinio a su vida privada. Lo rechazo, por
convicciones éticas personales, pero reconozco que tiene su sentido evaluar a
un político también en su plano personal ya que aquel que no ha sido capaz de
ser un buen padre de familia o un buen cónyuge difícilmente podrá ser un buen
líder institucional. Esto se puede percibir en casos extremos: líderes como
Berlusconi o Strauss-Khan con comportamientos privados muy heterodoxos es
evidente que los hacían poco adecuados para ocupar las altas magistraturas que
han logrado alcanzar. Todo esto lo comento, desde una gran incomodidad, no para
proponer un escrutinio de la vida privada de carácter anglosajón sino para
apelar a la autorregulación y autorresponsabilidad. Aquellas personas que
sientan que tienen debilidades manifiestas en el plano personal deberían
renunciar voluntariamente a ocupar un puesto de dirección pública ya que
seguramente fracasarán, salvo excepción, por su falta de sabiduría
relacional.
Parece que apele de esta forma a la edad como requisito
básico para ocupar un puesto directivo apostando por un modelo de
gerontocracia. No es cierto ya que lo que intento decir es que la sabiduría se
adquiere básicamente con el tiempo bien aprovechado que aporta madurez
institucional. Es evidente que esta tesis implica descartar, por ejemplo, que
una persona muy joven sea ministro no por su edad sino por qué no ha tenido
tiempo para alcanzar un mínimo de sabiduría institucional pero no de forma
distinta que una persona madura sin experiencias institucionales previas. Con
independencia de su edad ambos perfiles tienen un déficit de madurez
institucional que sólo la experiencia puede conceder. Dicho sea de paso: los
directivos públicos que he conocido extraordinariamente jóvenes cuando han
ocupado un puesto directivo (alcaldes y altos cargos) han fracasado de forma
estrepitosa como líderes institucionales. Pero reitero que la clave no es tanto
la edad sino el tiempo y la experiencia.
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