“Los hombres del Norte, actúan; nosotros, charlamos”. (Santiago Ramón y Cajal, Charlas de café, Espasa
Calpe/Gobierno de Aragón, 2000, p. 190)
Por Rafael Jiménez Asensio. Opinión de Vox Pópuli.- Ya está. El cambio de gobierno se ha materializado en
Andalucía. Una vez sean nombrados sus miembros, tocará meter mano a la Administración
Pública y a su (denso y extenso) tejido institucional. Quienes llegan
vienen con la bandera de la manida “regeneración”, una idea que de tanto
airearla ha visto difuminarse sus contornos. No será fácil regenerar lo que, en
su fuero político interno, nadie quiere. Pero hay que vender ilusiones y
esperanzas. Cambiar una cultura política de más de cuarenta años (por no decir
de siglos) en un momento, se me antoja, complejo; cuando no imposible. Más aún
si el partido que la tiene que liderar, quien dirige el Gobierno, no ha dado ni
una sola muestra de profesionalizar la Administración Pública en los largos
períodos que ha estado en el poder central o en los poderes autonómicos y
locales.
Sin embargo, en el programa de gobierno pactado por las dos
fuerzas políticas que estarán presentes en el Gobierno sí que se habla de
“despolitizar la Administración Pública”. Tarea hercúlea. Para comenzar, el
perímetro de esa despolitización se achica por sus propios promotores (lo que
es viva muestra de que las cosas no son tan fáciles), pues no alcanza ni a los
enfáticamente denominados “altos cargos” (una categoría propia de
nuestra fauna política hispana) ni obviamente al personal eventual (al que
nadie quiere renunciar, aunque todos dirán que lo reducen). Una
despolitización, por tanto, blanda o autocomplaciente. Nada que ver con lo que
se ha hecho en otros países a los que nos gusta (o nos gustaba) mirar por
encima del hombro: Chile o Portugal. Allí, tomando como modelo los sistemas de
alta Administración de “los países del Norte”, las estructuras directivas de
primer y de segundo nivel (Direcciones Generales/Subdirecciones Generales) se
reclutan por medios profesionales y por libre concurrencia.
El PP no ha dado ni una sola muestra de querer profesionalizar
la Administración Pública, ni en el poder central, ni en los poderes
autonómicos o locales
Se habla de despolitizar otros espacios. Y en el programa
citado se recurre siempre, en primer lugar, al sector público institucional. Ni
qué decir tiene que ese ámbito de poder paralelo está plagado de clientelismo,
pero tanto allí como aquí o en cualquier otro lado de la geografía de este
país, da igual donde se mire. Al personal de esas empresas públicas (fundaciones,
consorcios y otras entidades) no lo tocarán, pues la estabilidad en el empleo
del sector público (da igual cómo se haya obtenido) es materia sagrada. Por
tanto, tendrán que limitar la regeneración a sus cúpulas directivas, donde la
máquina de cortar cabezas actuará sin piedad. El problema surge de inmediato. Y
no es otro que a quién poner y cómo. No hay reglas normativo-institucionales
que faciliten una transición ordenada, como tampoco existe una estructura
institucional independiente (como la hay en Portugal) que pueda llevar a cabo
un proceso de reclutamiento y acreditación de competencias profesionales de los
diferentes candidatos si se abriera un proceso competitivo. Inventar eso no es
cosa de unos días ni de pocas semanas, menos aún ponerlo en marcha de forma
eficiente. Y recurrir a “empresas cazatalentos” puede ser externalizar un tema
hartamente sensible sin muchas garantías y con elevados costes. La tentación de
seguir como estábamos será muy elevada. Al menos, “transitoriamente”; es decir,
para siempre.
Lo mismo cabe indicar del personal empleado público de
libre designación, que se cuantifica en más de dos mil efectivos. ¿Qué hará el
nuevo Gobierno con los libremente designados?; ¿utilizará la receta del libre
cese y su reposición por otros funcionarios también libremente designados?; ¿acudirá
a transformar las libres designaciones en puestos de provisión por concurso?;
¿es esta última una solución razonable, ágil y operativa para cubrir puestos
directivos en la Administración autonómica?; ¿o pretenderá construir (algo que
todavía en España ningún nivel de gobierno ha hecho de forma efectiva: crear
una auténtica dirección pública profesional? Aquí la máquina de cortar cabezas
será más templada en su aplicación temporal, pero igualmente implacable. Se
hará, como siempre se hace, poco a poco, sin que “apenas se note”, aunque el
resultado final sea igualmente demoledor.
Al personal de fundaciones, consorcios y otras entidades no
lo tocarán, pues la estabilidad en el empleo del sector público es materia
sagrada
Las preguntas están en el aire. Pero las respuestas, a mi
juicio, son muy sencillas. Salvo que se quiera edulcorar el panorama del clientelismo con
medidas cosméticas, cualquier decisión política sobre la profesionalización de
la Administración Pública pasa por un cambio cultural de amplio calado (sobre
todo, aunque no solo, de cultura política y sindical, también corporativa), una
articulación de medidas que formen un programa ambicioso de reformas y, en fin,
su traslación al marco normativo mediante leyes que aboguen por la transformación
real y efectiva de la alta Administración Pública. Nada de eso se barrunta en
el horizonte, sobre todo porque cuando los gobiernos se apoyan en mayorías nada
homogéneas en cuanto al cumplimiento de esos objetivos o en coaliciones cosidas
con hilo fino (pero de una fragilidad parlamentaria manifiesta), llevar a cabo
reformas estructurales como la que aquí se recogen no pasa de ser un pío deseo.
Que se lo pregunten al Gobierno central.
En un contexto, en el que ya estamos sumidos (y del que no
parece que vayamos a salir a corto o medio plazo), de polarización
política, fragmentación creciente y debilidad gubernamental
manifiesta, sin posibilidades efectivas de construir transversalidad, así como
de estructuras de gobierno volátiles, para las que superar los años naturales
de mandato se convierte en actos de heroicidad política, lo más normal es que
se produzca un efecto contrario al querido: el de la repolitización
permanente de las estructuras gubernamentales y de la alta Administración con
un constante vaivén de cambios (“poltronas calientes”, las he denominado en
otro lugar) y con el entierro anunciado de la continuidad de las políticas
públicas (o, peor aún, el bloqueo absoluto de estas y de cualquier reforma),
así como con la continuidad intuyo que disfrazada (para que parezca que todo
cambia, aunque todo siga igual) del mismo sistema que siempre ha pervivido bajo
un manto de apariencias de cambio. Son muchos siglos de pesado legado histórico
cómo para que una fuerza política en posición vicarial pueda hacer algo más que
cambiar el decorado. Sin consensos amplios, fuertes y estables, nada de eso se
conseguirá. Y, hoy por hoy, eso es un sueño inalcanzable para la política
española, sea cual fuere el rincón territorial en el que este problema se
plantee. No solo allí
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