lunes, 21 de enero de 2019

Andalucía: ¿meter mano a la Administración?

En un contexto de fragmentación política y debilidad gubernamental, lo normal es que asistamos a lo contrario de lo que se pregona: la repolitización de la alta Administración

Los hombres del Norte, actúan; nosotros, charlamos”. (Santiago Ramón y Cajal, Charlas de café, Espasa Calpe/Gobierno de Aragón, 2000, p. 190)

Por Rafael Jiménez Asensio. Opinión de Vox Pópuli.- Ya está. El cambio de gobierno se ha materializado en Andalucía. Una vez sean nombrados sus miembros, tocará meter mano a la Administración Pública y a su (denso y extenso) tejido institucional. Quienes llegan vienen con la bandera de la manida “regeneración”, una idea que de tanto airearla ha visto difuminarse sus contornos. No será fácil regenerar lo que, en su fuero político interno, nadie quiere. Pero hay que vender ilusiones y esperanzas. Cambiar una cultura política de más de cuarenta años (por no decir de siglos) en un momento, se me antoja, complejo; cuando no imposible. Más aún si el partido que la tiene que liderar, quien dirige el Gobierno, no ha dado ni una sola muestra de profesionalizar la Administración Pública en los largos períodos que ha estado en el poder central o en los poderes autonómicos y locales.

Sin embargo, en el programa de gobierno pactado por las dos fuerzas políticas que estarán presentes en el Gobierno sí que se habla de “despolitizar la Administración Pública”. Tarea hercúlea. Para comenzar, el perímetro de esa despolitización se achica por sus propios promotores (lo que es viva muestra de que las cosas no son tan fáciles), pues no alcanza ni a los enfáticamente denominados “altos cargos” (una categoría propia de nuestra fauna política hispana) ni obviamente al personal eventual (al que nadie quiere renunciar, aunque todos dirán que lo reducen). Una despolitización, por tanto, blanda o autocomplaciente. Nada que ver con lo que se ha hecho en otros países a los que nos gusta (o nos gustaba) mirar por encima del hombro: Chile o Portugal. Allí, tomando como modelo los sistemas de alta Administración de “los países del Norte”, las estructuras directivas de primer y de segundo nivel (Direcciones Generales/Subdirecciones Generales) se reclutan por medios profesionales y por libre concurrencia.

El PP no ha dado ni una sola muestra de querer profesionalizar la Administración Pública, ni en el poder central, ni en los poderes autonómicos o locales

Se habla de despolitizar otros espacios. Y en el programa citado se recurre siempre, en primer lugar, al sector público institucional. Ni qué decir tiene que ese ámbito de poder paralelo está plagado de clientelismo, pero tanto allí como aquí o en cualquier otro lado de la geografía de este país, da igual donde se mire. Al personal de esas empresas públicas (fundaciones, consorcios y otras entidades) no lo tocarán, pues la estabilidad en el empleo del sector público (da igual cómo se haya obtenido) es materia sagrada. Por tanto, tendrán que limitar la regeneración a sus cúpulas directivas, donde la máquina de cortar cabezas actuará sin piedad. El problema surge de inmediato. Y no es otro que a quién poner y cómo. No hay reglas normativo-institucionales que faciliten una transición ordenada, como tampoco existe una estructura institucional independiente (como la hay en Portugal) que pueda llevar a cabo un proceso de reclutamiento y acreditación de competencias profesionales de los diferentes candidatos si se abriera un proceso competitivo. Inventar eso no es cosa de unos días ni de pocas semanas, menos aún ponerlo en marcha de forma eficiente. Y recurrir a “empresas cazatalentos” puede ser externalizar un tema hartamente sensible sin muchas garantías y con elevados costes. La tentación de seguir como estábamos será muy elevada. Al menos, “transitoriamente”; es decir, para siempre.

Lo mismo cabe indicar del personal empleado público de libre designación, que se cuantifica en más de dos mil efectivos. ¿Qué hará el nuevo Gobierno con los libremente designados?; ¿utilizará la receta del libre cese y su reposición por otros funcionarios también libremente designados?; ¿acudirá a transformar las libres designaciones en puestos de provisión por concurso?; ¿es esta última una solución razonable, ágil y operativa para cubrir puestos directivos en la Administración autonómica?; ¿o pretenderá construir (algo que todavía en España ningún nivel de gobierno ha hecho de forma efectiva: crear una auténtica dirección pública profesional? Aquí la máquina de cortar cabezas será más templada en su aplicación temporal, pero igualmente implacable. Se hará, como siempre se hace, poco a poco, sin que “apenas se note”, aunque el resultado final sea igualmente demoledor.

Al personal de fundaciones, consorcios y otras entidades no lo tocarán, pues la estabilidad en el empleo del sector público es materia sagrada

Las preguntas están en el aire. Pero las respuestas, a mi juicio, son muy sencillas. Salvo que se quiera edulcorar el panorama del clientelismo con medidas cosméticas, cualquier decisión política sobre la profesionalización de la Administración Pública pasa por un cambio cultural de amplio calado (sobre todo, aunque no solo, de cultura política y sindical, también corporativa), una articulación de medidas que formen un programa ambicioso de reformas y, en fin, su traslación al marco normativo mediante leyes que aboguen por la transformación real y efectiva de la alta Administración Pública. Nada de eso se barrunta en el horizonte, sobre todo porque cuando los gobiernos se apoyan en mayorías nada homogéneas en cuanto al cumplimiento de esos objetivos o en coaliciones cosidas con hilo fino (pero de una fragilidad parlamentaria manifiesta), llevar a cabo reformas estructurales como la que aquí se recogen no pasa de ser un pío deseo. Que se lo pregunten al Gobierno central.

En un contexto, en el que ya estamos sumidos (y del que no parece que vayamos a salir a corto o medio plazo), de polarización política, fragmentación creciente y debilidad gubernamental manifiesta, sin posibilidades efectivas de construir transversalidad, así como de estructuras de gobierno volátiles, para las que superar los años naturales de mandato se convierte en actos de heroicidad política, lo más normal es que se produzca un efecto contrario al querido: el de la repolitización permanente de las estructuras gubernamentales y de la alta Administración con un constante vaivén de cambios (“poltronas calientes”, las he denominado en otro lugar) y con el entierro anunciado de la continuidad de las políticas públicas (o, peor aún, el bloqueo absoluto de estas y de cualquier reforma), así como con la continuidad intuyo que disfrazada (para que parezca que todo cambia, aunque todo siga igual) del mismo sistema que siempre ha pervivido bajo un manto de apariencias de cambio. Son muchos siglos de pesado legado histórico cómo para que una fuerza política en posición vicarial pueda hacer algo más que cambiar el decorado. Sin consensos amplios, fuertes y estables, nada de eso se conseguirá. Y, hoy por hoy, eso es un sueño inalcanzable para la política española, sea cual fuere el rincón territorial en el que este problema se plantee. No solo allí

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