"Todas las funciones directivas públicas reclaman elevadas dosis de presencialidad"
Por Carles Ramió. esPúblico blog. El pasado 7 de
enero la Generalitat de Cataluña emitió una instrucción argumentada en la que
se suprimía el teletrabajo para sus directivos públicos políticosy
profesionales,altos cargos y subdirecciones generales.
Como es obvio los
altos cargos mantuvieron un discreto silencio y se desconoce su opinión. En
cambio, los subdirectores generales fueron muy críticos con esta medida y
lanzaron un comunicado con argumentos en contra. Tanto la instrucción
institucional como el comunicado corporativo (avalado por cerca de la mitad de
los efectivos afectados) poseen argumentos sólidos lo que demuestra que es un
tema proceloso que abraza múltiples interpretaciones a nivel conceptual e incluso demagógico. La polémica alcanzó a los medios de comunicación y se
generaron todo tipo de posiciones y argumentos: algunas robustas emitidos por
expertos en gestión y materia laboral y otras l amentables auspiciadas por
burófobos que atacan sistemáticamente a todo lo público y, con especial saña, a
los empleados públicos. Por tanto, la cuestión tiene su complejidad y habría
que analizarla con menos pasión y más objetividad. Veamos algunos argumentos.
En primer lugar,
dejar claro que hablamos de la conveniencia o no del teletrabajo en los
directivos públicos y no en los empleados de base y cargos intermedios.
Los directivos
públicos deben ejercer múltiples funciones muy delicadas: a) liderazgo de sus
respectivos equipos (líderes inspiradores); b) relacionarse con sus superiores
políticos y ejercer la labor de traductores de estrategias políticas a
dinámicas operativas (líderes bisagra); c) coordinarse con sus iguales en el
marco de sus departamentos, otros departamentos y, en especial, con las
unidades transversales (recursos humanos, gestión económica, gabinete jurídico,
unidad tecnológica, igualdad, etc.) (lideres relacionales); d) relacionarse con
lo actores socioeconómicos que conforman el complejo entorno público (empresas
proveedoras, regulados, asociaciones, etc.) (líderes institucionales). Todas
estas funciones reclaman elevadas dosis de presencialidad. En estas
interacciones la negociación y una buena gestión del conflicto son críticos y
en ellas la comunicación no verbal y las intersecciones informales son
imprescindibles. Hay problemas que es imposible resolver por pantalla, teléfono
y, mucho menos, mediante escritos por los distintos canales tecnológicos. Por
tanto, las competencias relacionales de los directivos públicos deberían
canalizarse prioritariamente de manera presencial.
Desde mi
punto de vista es un argumento incorrecto considerar que la presencialidad es
un modelo del siglo pasado y el trabajo híbrido un ingrediente ineludible de la
modernidad organizativa. De hecho, podría considerarse justo lo contrario: el
trabajo colaborativo y la innovación exigen, ahora más que nunca, presencia
física. También es necesaria la presencialidad para atender en buenas
condiciones a los ciudadanos y a los actores socioeconómicos que requieren
intervenciones extramuros de los procesos administrativos ordinarios. La
atención de los retos sobrevenidos, sorprendentes e inéditos (desde la Dana de
Valencia hasta los incendios de California) exigen un tipo de interacción
directa y presencial. No hay que olvidar que las empresas más dinámicas, que
ahora lideran la economía mundial, están abjurando del teletrabajo y, en
especial, entre sus directivos.
El teletrabajo en
el ámbito público opera en un contexto radicalmente distinto al del sector
privado. La combinación de teletrabajo con días de asuntos propios, con
flexibilidad y reducción horaria (medias para la conciliación) representa una
madeja laboral muy difícil de digerir. Además, los directivos suelen desplazarse
fuera de la oficina y viajar por motivos vinculados a su cargo. Hay empleados
públicos que tienen serias dificultades para encontrar un momento para
consultar a sus superiores.
Otro argumento,
algo superficial, es que carece de sentido la presencialidad de los directivos
públicos cuando sus empleados están teletrabajando (por ejemplo, los viernes y,
parcialmente, los lunes). Algunos critican: estoy en la oficina y no hay ni un
solo empleado con el que interaccionar y, por tanto, yo podría estar en otro
lugar. Esto más que un problema es una gran oportunidad para ejercer la función
directiva: unos días a la semana para interaccionar con sus superiores y con
otros directivos sin caer en distracciones. La calidad de la estrategia y de
las decisiones depende, paragógicamente, de la presencialidad en oficinas
vacías.
Los puntos
anteriores son tan evidentes que en la práctica buena parte de subdirectores
generales afectados reconocen que a pesar de tener dos días de teletrabajo a la
semana solo utilizaban uno e incluso solo uno cada quince días. En este
sentido, habría que analizar la calidad del trabajo de aquellos directivos que
de manera sistemática han practicado dos días de trabajo a la semana. O no son
realmente directivos (caso de los asimilados) o si lo son no ejercen como tales
o poseen ingredientes mágicos (que de todo hay en la viña del señor).
También suele
argumentarse, con toda la razón, que el talento joven prioriza unas buenas
condiciones laborales (entre ellas se incluye la posibilidad del teletrabajo) a
las tablas retributivas. Esto es cierto, pero sin exagerar: ni son todos los
que tienen esta escala de valores y, en todo caso, saben distinguir
perfectamente que una cosa es ser un profesional que puede ejercer a distancia
y otra cosa es un directivo con responsabilidades institucionales.
La naturaleza del
trabajo directivo tiene nula complicidad con prohibiciones y restricciones ya
que requiere flexibilidad. Por ejemplo, no debería ser observado negativamente
que un directivo decidiera ausentarse de su puesto de trabajo físico para tener
tiempo para pensar y elaborar una estrategia o un informe complejo. Si esta
actividad la puede ejercer mejor en su casa o en otro espacio no debería ser un
problema.
El teletrabajo no
puede considerarse como un derecho sino como un instrumento de flexibilidad en
manos de los que dirigen la organización. Si éstos, por la razón que fuera, no
lo consideran apropiado hay que aceptarlo, aunque sea a regañadientes. Donde
hay patrón no manda marinero.
Es totalmente legítimo
discrepar de la supresión del teletrabajo y de la manera como se ha comunicado.
Es, por tanto, sensato mostrar a nivel interno este desacuerdo e intentar
revertirlo, aunque sea parcialmente. Pero, en cambio, es muy delicado mostrar
esta discrepancia de manera pública ya que contribuye, desgraciadamente, al
desprestigio de la Administración. Este tipo de desacuerdos laborales es usual
que escalen fuera de las instituciones de la mano de los sindicatos, pero lo
que es excepcional es que hagan de altavoz discrepante un colectivo de
empleados públicos con las más altas responsabilidades institucionales y que de
sus acciones depende, en gran parte, el prestigio de las administraciones
públicas. Se supone que los directivos públicos deben estar totalmente identificados
con su institución y con sus valores. Jamás un directivo público debería
encolerizarse públicamente con su propia Administración por más disgustado que
se sienta. Si considera que la medida es insoportable la mejor opción es
presentar la dimisión.
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