Por Julio González.-Globals Politics and Law blog.- Incompatibilidades
de funcionarios. Los
funcionarios tenemos una posición jurídica peculiar por las características
generales de su régimen jurídico. Una situación que tiene indudablemente muchas
ventajas y algunas contrapartidas, como es la exigencia de cumplimiento de la
estricta legislación de incompatiblidades.
Cuando uno accede
a un puesto de funcionario debería tener la certidumbre de una cosa: a partir
de ese momento casi cualquier tipo de actividad económica está prohibida. Esta
regla es la consecuencia de que el puesto de trabajo de
funcionario se ejercerán en régimen de exclusividad.
No se puede decir
que la legislación de incompatibilidades
de los funcionarios sea nueva, porque se aprobó en 1988. Y hay prohibiciones
complementarias que concretan lo que está dispuesto en dichas disposiciones,
aunque no resultara necesario: Por ejemplo, el artículo 213 de la Ley de Sociedades de Capital dispone
de forma bien clara que “Tampoco podrán ser administradores los funcionarios al
servicio de la Administración pública con funciones a su cargo que se
relacionen con las actividades propias de las sociedades de que se trate, los
jueces o magistrados y las demás personas afectadas por una incompatibilidad
legal”. Resulta llamativo el aparente desconocimiento de esta norma, como
prueba algún otro caso denunciado por los medios de comunicación.
En ocasiones,
será posible una excepción a la incompatibilidad de actuar con un permiso que
ha de ser otorgado por la Administración. Por coger dos ejemplos, los profesores
de Universidad tenemos el régimen del artículo 83 de la Ley Orgánica de
Universidades que hace que necesitemos autorización previa, el contrato lo
suscriba la Universidad -no el profesor-, se quede con un porcentaje -que varía
en función de la Universidad pública- y tengamos un límite anual en lo que se
puede percibir (120.000€ aproximadamente). Los arquitectos que trabajan en el
seno del sector público tienen que solicitar no sólo una autorización general
sino también una licencia especial para cada proyecto que visen (artículo 12
Real Decreto 598/1985).
Con estos casos,
que se podrían complementar con otros, se ilustra una idea importante: no basta con que se cumpla con la normativa
tributaria, sino que es preciso cumplir, además, la legislación de funcionarios
o del cargo público que se desempeña. Y cada una tiene sus
peculiaridades, dentro de una legislación que es bastante completa al efecto.
Hasta aquí las
cosas están más o menos claras: no se puede realizar una actividad
complementaria al ejercicio de la función pública. El problema que aparece es
¿cómo se controla? ¿Qué prueba puede existir del incumplimiento de la
prohibición de otra actividad profesional?
La respuesta,
sencilla, en la que podemos pensar es que la Agencia Tributaria comunique si se
perciben rendimientos de otra actividad profesional o laboral. La AEAT tiene
todos los datos fiscales de cada uno de nosotros y, en virtud del deber de
colaboración con las Administraciones públicas, parece pertinente que las
proporcione a aquellas otras entidades públicas que lo soliciten a los solos
efectos del ejercicio de la potestad de control de la legislación de
incompatibilidades. Sin embargo la realidad es totalmente la contraria.
Amparados en el
artículo 95.1 de la Ley General Tributaria, aprobada en el año 2003, la Agencia
Tributaria se niega a la entrega de los datos fiscales a las Administraciones
Publicas. Es un precepto que protege extraordiariamente al ciudadano frente a
la comunicación de datos, incluso en sede parlamentaria, tal como ha ocurrido
recientemente con las peticiones que se han realizado para conocer cuál es la
presión fiscal percibida por los grandes operadores digitales.
En el artículo
95.1 de la Ley General Tributaria se dispone que “los datos, informes o
antecedentes obtenidos por la Administración tributaria en el desempeño de sus
funciones tienen carácter reservado y sólo podrán ser utilizados para la
efectiva aplicación de los tributos o recursos cuya gestión tenga encomendada y
para la imposición de las sanciones que procedan, sin que puedan ser cedidos o
comunicados a terceros, salvo que la cesión tenga por objeto…” una larga lista
en la que no está el cumplimiento de la normativa de incompatibilidades.
De hecho, lo más
cercano sería lo dispuesto en la letra k), en virtud de la cual se puede ceder
para “la colaboración con las Administraciones públicas para el desarrollo de
sus funciones, previa autorización de los obligados tributarios a que se
refieran los datos suministrados”. La situación es kafkiana: se pide el
consentimiento del particular para que controle si está defraudando. O dicho de
otro modo, si no se otorga se puede obtener una patente de corso.
Parece que es una
licencia general para defraudar su deber de prestar sus servicios en exclusiva
en las Administraciones. En estas circunstancias sólo se me ocurre que se
pillará a alguien o bien por su falta de cuidado en la información que entrega
a la Administración para la que trabaja o en los supuestos en los que se
produce una denuncia con pruebas suficientes.
Es claro que en
este tipo de circunstancias no se pueden proporcionar todos los datos sobre
cada uno de los funcionarios. Sería suficiente con la indicación de que esté
percibiendo más de una retribución por cuenta ajena o que está dado de alta en
el censo de trabajadores autónomos y que ha venido percibiendo renta por ello.
Sería tan sencillo como eso, y, de hecho, no constituiría una cesión de
datos desde la perspectiva de la legislación de protección de datos personales.
En todo caso, se
trata de un precepto que merece un cambio lo antes posible en aras de
garantizar el cumplimiento de la legislación de funcionarios. Sancionar hoy a
alguien tiene el riesgo de que el sancionado alegue que otros están en su misma
circunstancia y que, por tanto, está actuando injustamente. Aunque no sea un
argumento sostenible no deja, precisamente, en buen lugar a la
Administración.
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