“Lo que es aquí, como ves, hace falta correr todo
cuanto una pueda para permanecer en el mismo sitio. Si se quiere llegar a otra
parte hay que correr por lo menos dos veces más rápido”. (La
reina roja a Alicia, en A través del espejo, de Lewis Carroll)
Por Francisco Longo. Blog Agenda Pública. El Periódico.- - Hablaba hace poco Víctor Lapuente en un artículo de El País de la longevidad y resistencia a todo tipo
de pruebas de las universidades, algunas de las cuales hunden sus raíces en la
Edad Media. Sin embargo, en los últimos años han proliferado augurios sombríos
sobre su capacidad de sobrevivir a los enormes cambios que vivimos. Hay
expertos, como Dan Levy, de Harvard, que pronostican incluso el inevitable cierre de muchas en un plazo relativamente corto. ¿Debemos
creerles? Rehuyendo el catastrofismo, es notorio que la globalización y la
disrupción tecnológica, combinadas, impulsan tendencias de fondo que desafían
la propuesta de valor que las universidades vienen trasladando a la sociedad y
cuestionan el alcance y la validez de su contribución a las finalidades
colectivas.
Durante el siglo XX y los primeros años del actual, los
principales desafíos a la Universidad tradicional derivaron de la
democratización de la educación superior que obligaba a instituciones
elitistas, reservadas a una aristocracia del conocimiento, a recibir y formar a
ingentes masas de jóvenes de orígenes mesocráticos, deseosos de aprovechar la
educación terciaria como principal palanca del ascensor social. Hoy, además de esos retos, que distan de estar
resueltos, las universidades afrontan problemas de hondo calado cuyo origen se
halla, sobre todo, en la velocidad sin precedentes a la que avanza en nuestros
días el conocimiento humano.
Ir allí donde se aprende
La aceleración exponencial de la ciencia y las
tecnologías –que tiene su punto de inflexión, según Brynjolfsson y McAffee, en la segunda década de este siglo– está
desplazando el valor del saber –en palabras de John Hagel– de los stocks de
conocimiento a los flujos de conocimiento. Los primeros se deprecian a
velocidad creciente. Por eso, para quienes se ocupan de producir, difundir,
capturar, evaluar y transferir saberes, se torna esencial el participar, desde
diferentes posiciones y contribuciones, en flujos relevantes de nuevo
conocimiento.
Este desplazamiento de valor tiene, para la educación
superior, implicaciones importantes. De entrada, traslada el foco desde la enseñanza al
aprendizaje. Las universidades van
a ser cada vez menos concebibles como almacenes de saberes establecidos,
administrados por expertos que cuentan con todas las claves de acceso y los
instrumentos de descodificación. Serán deseables, más bien, como ecosistemas de
conocimiento vivo y fluyente en los que es necesario insertarse para aprender y
estar al día. En estos entornos, todos están dedicados a aprender y los
aprendizajes individuales nacen de interacciones y experimentaciones múltiples
y abiertas. Los
procesos unidireccionales y verticales de intermediación profesor-alumno ceden
el paso a fórmulas diversas de articulación de esos roles
donde una mayor autonomía y responsabilidad de los estudiantes se combina con
un profesorado más experto en la gestión de comunidades de innovación y
aprendizaje.
Cambia aceleradamente la secuencia temporal de la
formación. El flujo torrencial del conocimiento se lleva por delante las esclusas
generacionalesque nos servían
cuando el saber humano avanzaba pausadamente, como un río canalizado. Ya no hay
una etapa en la vida para aprender, de la que la Universidad debe cuidarse.
Pertenece al pasado la idea misma de que la edad de la persona determina los
contenidos de conocimiento que le resultan útiles. Para constatarlo, basta
apreciar cómo se distribuye generacionalmente la capacidad de manejo en
entornos digitales. El ser humano tiene que aprender de todo, a toda hora y en
todo momento de su vida. La
Universidad va a volverse crecientemente intergeneracional para ser relevante, y eso le exigirá atender demandas y
expectativas sociales mucho más plurales.
Fronteras que se diluyen
La gestión de flujos de conocimiento hace que estén
llamadas a disolverse muchas de las fronteras que hoy existen en la educación
superior.
-Entre investigar y enseñar. Se hará
insostenible la separación entre –por una parte– una investigación encerrada en
su burbuja autorreferencial donde se alimentan las carreras académicas y –por
otra– la a menudo relegada actividad docente de los profesores. Investigación,
innovación, experimentación, transferencia, aprendizaje están llamadas a ser actividades imbricadas, multidireccionales y
abiertas.
-Disciplinares. El conocimiento fluye entre las disciplinas,
vadeando las demarcaciones y silos que los profesores hemos construido, en buena
medida, para protegernos. Lamenta Emilio Lledó, citado por Jiménez
Asensio, que “el
concepto de asignatura ha convertido a la Universidad en un conglomerado de
conocimientos estancos e inútiles”. La complejidad del mundo exige aprender en modo gran angular, adoptando una
perspectiva multidisciplinar de las cosas.
-Territoriales. Vamos hacia una Universidad verdaderamente universal,
a una movilidad prácticamente irrestricta de
estudiantes y profesores, con acuerdos colaborativos, trabajo en red, recursos
abiertos, certificaciones compartidas. La competencia por ofrecer una
experiencia de aprendizaje valiosa y atractiva se globaliza aceleradamente.
Como señala Andrés Pedreño, “hace unos años, una universidad local
competía más o menos con las de su entorno; hoy día lo hace con las mejores del
mundo”.
-Espacio-temporales. Mediante el uso de
las tecnologías digitales se puede situar en línea el acceso a recursos de
conocimiento de alto valor añadido, con bajo coste y grandes ganancias de
flexibilidad y personalización. La digitalización de buena parte de los
aprendizajes obliga a reinventar
el aula, reservando para ella
aquello que la hace imprescindible, esto es, las interacciones humanas que
transforman lo aprendido en metaconocimiento y en saberes aplicables, listos
para pasar la prueba de la realidad.
-Organizativas. En el mundo de los flujos de conocimiento carecen de sentido las barreras defensivas y
la endogamia en la captación de talento.
Múltiples redes abiertas, plataformas y alianzas conectarán a las universidades
entre sí y con centros de investigación, think tanks,
núcleos de innovación, emprendimientos, compañías y otros actores sociales,
dinamitando las estructuras burocráticas.
-Curriculares. Vamos hacia una significativa personalización,
en buena medida autogestionada, de los currículos. Así como en la industria
discográfica los viejos LPs fueron sustituidos por fórmulas que permiten
seleccionar, prescindiendo del resto del disco, una o más canciones que
interesan y agruparlas con las de otros discos e intérpretes, muchos programas formativos vivirán procesos
análogos de desagregación y re-agregación.
Educandos cada vez más autónomos y conscientes de lo que les interesa
reclamarán para sí un poder de diseño de sus aprendizajes que la universidad
tradicional no les concedía.
Y al mismo tiempo, como contrapeso a los muros que se
derrumban, las
universidades tendrán que reforzar los cimientos,
aquello que hay de más permanente en la educación. La recuperación de las
humanidades –derrotadas en los currículos actuales por la
hiperespecialización– se hace imprescindible para metabolizar los cambios desde
la perspectiva de la persona. Como afirmaba hace poco el ministro francés Jean-Michel Blanquer, “la gran pregunta de nuestra época es en qué
medida un mundo más tecnológico puede ser un mundo más humano”.
Además, en un contexto de aceleración de los
conocimientos especializados y de competencia con las máquinas, la
empleabilidad de los graduados conectará cada vez más con cualidades y valores
personales –discernimiento, espíritu crítico, disposición a aprender, aptitud
para entender y trabajar con otros, comunicarse, actuar responsablemente,
manejar la complejidad y la incertidumbre– que sólo el retorno a los saberes
humanísticos estará en condiciones de garantizar.
Deprisa para mantenerse. Más deprisa para ser
relevantes
La velocidad del cambio social contrasta con la lenta
digestión que del mismo tienden a hacer, en general, unas instituciones sobre
las que gravitan poderosas inercias. Además, hablamos de retos que transforman
el contrato
psicológico de los dos
actores principales del proceso educativo: estudiantes y profesores (hace algún
tiempo, escribí sobre ello aquí),
lo que obliga a contrarrestar expectativas y percepciones muy consolidadas. No
es de extrañar, por todo ello, que muchas respuestas surjan desde fuera del
sistema. Ya hoy, la educación superior es un escenario en el que nuevos
actores, con mayor flexibilidad y menos hipotecas, responden con éxito a una
parte de las nuevas expectativas, apropiándose incluso de elementos centrales
–por ejemplo, algunas credenciales– del rol tradicional de la Universidad.
En el caso de España, los retos que se desprenden de todo
lo anterior van bastante más allá de los problemas de financiación en los que
suele concentrarse el diagnóstico sobre los problemas de la Universidad. A los
desafíos adaptativos que afrontan las universidades en todo el mundo, se añaden
en nuestro país desajustes derivados de un modelo de gobernanza que tiende a la captura interna de las instituciones, una
fuerte tradición endogámica en la gestión del talento, y un sistema de gestión
de personas anquilosado por la lógica funcionarial que lo rige. Reformar estos rasgos con el
vigor necesario será, en mi opinión, imprescindible para que nuestras
universidades puedan dedicarse, de verdad, a ganar el futuro.
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