Por Rafael Jiménez Asensio. Blog La Mirada institucional.- En esta rueda al parecer interminable en la que estamos inmersos por
autodestruir todas nuestras instituciones, le ha llegado el turno esta vez a la
Universidad. Los recientes acontecimientos que han salpicado a la Universidad
que, casualidades de la vida (lo que le faltaba a la Corona), lleva el nombre
del “Rey emérito”, han puesto en tela de juicio el funcionamiento irregular de
algunos centros universitarios en la expedición de títulos académicos, por no
hablar de otras lindezas que ahora no toca. El escándalo conforme más se
indaga, más crece. La imagen de la Universidad se degrada por momentos. No es
ya la Universidad de origen la que padece, sino toda la institución, todo el
sistema universitario que pierde credibilidad a raudales.
No me interesa, sin embargo, ahondar en un tema trillado por los medios,
realmente con más voluntad que acierto. O, cuando menos, con más interés por
desatar escándalos que por buscar remedios. Es lo que hay y con eso toca bailar.
Tampoco voy a hacer en esta entrada ninguna defensa de esa venerable
institución, que no parece tener quien la defienda. Y, en mi caso, soy el menos
apropiado. No estoy en la Universidad, ni se me espera. Ya no cotizo
académicamente, estoy amortizado.
Mi única intención en estas líneas es sugerir a todas aquellas personas que
todavía tienen algún interés por la Universidad la lectura del libro del
filósofo Emilio Lledó con cuya cita se abre este post. Hay en esta obra varios
capítulos dedicados al tema universitario, reflexiones impecables e
implacables, cargadas de actualidad y vigor, a pesar de que se trata de un
libro en el que se recogen artículos del autor elaborados la mayor parte de
ellos hace décadas. No deja de ser otra casualidad del destino que salga justo
antes de que todo esos conflictos estallen.
Un simple repaso a algunas de sus ideas contenidas en este libro nos
mostrará por qué la Universidad española está dónde está, algo que se puede
hacer extensivo al sistema educativo en su conjunto. Realmente, no les oculto
que tras largo tiempo impartiendo docencia universitaria y ejerciendo
discontinuamente de profesor universitario, las reflexiones del autor las
comparto plenamente. Es más, las he vivido, padecido y hasta -por qué no
decirlo- las he ejercido, que de todo ha habido. Veamos.
Una idea trasciende buena parte de esas reflexiones: “La lectura es el
fundamento y el estímulo de la creación y maduración intelectual”. Pues bien,
en la Universidad actual se lee poco, prácticamente nada entre el alumnado y no
lo suficiente entre el profesorado. Y, cuando este último lee, lo hace de “su
asignatura” y poco más. Excepciones hay muchas, pero en este caso la excepción
debiera ser la contraria. Así, no cabe extrañarse de que el autor sentencie con
obsesiva reiteración el desprecio intelectual que siente hacia “el concepto de
asignatura” (hoy en día revestida del eufemismo de “área de conocimiento”).
Esta noción “ha convertido a la universidad en un conglomerado de conocimientos
estancos e inútiles, donde una serie de profesores asignaturescos cumplen la misión de
explicar lo inexplicable, de impartir muchas veces vulgaridades anquilosadas
que para colmo van a exigir en el chantaje ritual del examen”.
Exámenes
Si las asignaturas reciben esa crítica, no menos ácida es la opinión que
para Emilio Lledó tienen los exámenes en la Universidad española: “Nada más
inútil que ese saber memorístico, manualesco, convertido en fórmulas que solo
sirven para pasar la disparatada liturgia examinadora”. Ese deterioro de los fines
de la Universidad lo recrea el autor con una espléndida cita de Kant: “No se debe enseñar pensamientos, sino enseñar a
pensar.
Al alumno no hay que transportarle, sino dirigirle, si es que tenemos la
intención de que en el futuro sea capaz de caminar por sí mismo”.
El profesor Lledó toma como referencia el sistema universitario alemán, en
el que desarrolló su actividad académica por largo tiempo, antes de aterrizar
accidentadamente en la Universidad española donde la corporación académica de
“sus pares” no le puso las cosas fáciles ni mucho menos. De ese marco
conceptual alemán extrae ese desprecio hacia los profesores “ganapanes” o hacia
aquellos que, citando a Schiller, actúan “como plagas de langosta (que) arrasan
y desertizan las cabezas juveniles”. Porque quien paga los platos rotos de tan
desafortunado sistema es, en primer lugar, el alumno que padece en su propia
mente y en sus propias expectativas, que pronto se desvanecen: ¿La Universidad
era esto?, se pregunta al poco tiempo de estar en ella. El espíritu crítico
apenas se fomenta, pues se ha producido “una cosificación” de la profesión de
enseñar: “el profesor lenta, pero pienso que inconteniblemente, ha pasado a ser
un vendedor de conocimientos”, subraya Lledó.
La realidad incontrovertible es la que describe el autor: “Una Universidad
solo existe por la calidad y competencia de su profesorado”. Y, una vez más,
vuelve al manido tema de los exámenes: “Otro proceso imprescindible de
momificación es el examen”, afirma. La memez
que en estos días tanto circula por los medios de comunicación la desmonta
Emilio Lledó de un plumazo: “Una Universidad que examina parece que es una
Universidad que funciona, aunque el examen no sirva más que para consagrar la
superficialidad y el engaño” (nunca mejor dicho en este caso). En verdad, se ha
perdido ya todo el espíritu de lo que fue y al parecer no se quiere que sea esa
institución: “La Universidad no es solo un lugar donde se forman unos
profesionales sino el ámbito donde se transforman unos hombres, para una participación
activa en la ciencia, en la cultura, en la historia del país”.
El problema real de todo este diabólico sistema universitario es que hemos
“producido en el fondo una serie de generaciones taradas, infradesarrolladas y
engañadas”. Hemos destruido y lo seguimos haciendo aquellas potencialidades
inherentes a la juventud estudiante: “El estudio universitario se presenta como
un embrutecedor y pragmático encuentro con unos programas anquilosados, vacíos
y rutinarios”. Y concluye el autor: “es también y, tal vez, principalmente, en
la mentalidad de muchos docentes en donde radica el mal planteamiento de los
problemas”; algo que no tendrá solución mientras, entre otras medidas, “no sea
aborde el problema de la renovación y exigente selección del profesorado”.
Y, en fin, Emilio Lledó rompe una lanza por la interdisciplinariedad, algo
demonizado y perseguido como absoluta herejía en la Universidad española, y
puedo dar buena prueba de ello. Sorprende, así, que cuando más agradecen los
alumnos la interdisciplinariedad, “se vean sometidos a esa cárcel formal”. Y su
descripción final no puede ser más desgarradora: “Pero lo que es más grave, los
jóvenes universitarios se ven forzados a escuchar, semana tras semana, hasta el
examen final, a un profesor insoportable por su ignorancia, su frivolidad o su
absoluta incompetencia, que muchas veces tiene que disimular con autoritarismo
o paternalismo inadecuados. La mayoría de los alumnos, hoy por hoy ya poco
contestatarios, acaban acatando al inepto de turno, con un conformismo y un
escepticismo que hace juego con el fenomenal chantaje que supone el aceptar a
aquel profesor que les ofrecerá el correspondiente aprobado en junio. Después
de todo –concluye- la carrera es una suma de exámenes aprobados”. Nada más
cierto. La Universidad española es una máquina expendedora a granel de títulos
sin apenas valor alguno en el mercado, aparte de formar escasamente o, en el
peor de los casos, deformar a los escépticos y hoy en día escasamente motivados
alumnos. Aunque haya excepciones, que son solo eso.
Me objetarán, tal vez, que he espigado lo más estridente de la obra. Si así
piensan, les animo a leerla. Merece la pena. Solo he traído a colación algunas
reflexiones, ciertamente ácidas aunque no menos acertadas, pero hay muchas más.
Y con mucho más alcance del que he recogido en esta líneas. Con esos mimbres no
creo que sorprenda que, en los casos más extremos, surjan escándalos como los
que llenan los espacios de noticias estas últimas semanas. Más vale que no
hurguen demasiado, no sea que se multipliquen. Algo se ha hecho mal, muy mal,
pero todo el mundo mira hacia otro lado. Quienes hemos estado en el mundo
universitario hemos visto, padecido o participado directa o indirectamente
(todo hay que reconocerlo) en esa rueda infernal antes descrita o en algunas
situaciones en las que la irregularidad (por ser suaves) ha sido pauta
accidental de ese “inmaculado” mundo universitario. Solo cabe esperar que los
nuevos profesores universitarios que accedan en los próximos años, una vez que
el tapón de unas plantillas envejecidas y acomodadas en esta Universidad “de
cartón piedra” les ceda el paso, lean al menos al profesor Emilio Lledó y
consigan poco a poco introducir los cambios necesarios que hagan de la
Universidad española una institución digna, de espíritu crítico,
interdisciplinar y equiparable a las existentes en la mayor parte de las
democracias avanzadas. Si ellos fallan, la institución está perdida. Para ello,
no obstante, habrá que esperar. La costra es muy dura y compacta, de larga duración.
A pesar de lo que está cayendo, todo el estamento profesoral piensa que nada va
con ellos ni con su Universidad, que todos la creen impoluta. Solo una
anécdota. Cuestión de perspectiva.
El problema es, sin embargo, muy serio. El autor termina el libro con una
cita que sintoniza con las ideas de Tocqueville recogidas en el prólogo de su
excelente obra De la
democracia en América. No tiene desperdicio: “Es imposible construir y defender una democracia
sin ocuparse por elevar la calidad humana e intelectual de los individuos que
la integran. Esta tesis no es una simple declaración de principios teóricos. Lo
que en ella se enuncia es algo de extraordinaria importancia práctica. La
democracia sólo y exclusivamente puede madurar y fructificar conectándola con
el único canal de cuyas aguas se nutre: una educación moderna, libre, creadora
y solidaria”.
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