"Mi propuesta para superar esta encrucijada consiste en diseñar una reforma institucional y no una reforma administrativa, consistente en cambiar las reglas del juego"
Por Carles Ramió.- Blog Agenda Pública- La Administración pública
está en crisis. No es ninguna novedad, ya que seguramente lo ha estado siempre:
en crisis por falta de legitimidad social, en crisis por su tormentosa relación
con la política, por la dificultad de atender los retos de las demandas
sociales, por su alambicado sistema de funcionamiento interno y por las
constantes capturas corporativas.
Pero en esta primera mitad del siglo XXI la crisis de la Administración pública
está a punto de saltar a un plano distinto por incontrolable y por peligroso,
ya que puede ponerse en duda incluso su supervivencia institucional.
El mundo
contemporáneo muestra indicios claros de un cambio radical y extremo, que entra
en un terreno desconocido en el que lo imposible puede ser plausible. Se están
fracturando los conceptos, postulados y los axiomas indiscutibles durante los
últimos siglos. Todo es incertidumbre ante la profundidad y la velocidad de los
cambios, y a la Administración pública le quedan pocos anclajes a los que
sujetarse para afrontar con garantías las turbulencias tecnológicas,
económicas, sociales y políticas.
La
Administración pública es una institución enorme que acoge en su seno en España
a miles de administraciones independientes (estatal, autonómicas y locales), a
decenas de miles de organismos (Administración nuclear, organismos autónomos,
agencias, empresas públicas, consorcios, etcétera) y que agrupa a 3,1 millones
de empleados
públicos (funcionarios, interinos y laborales). Maneja, vía
gasto público, el 40% del Producto Interior Bruto (PIB) del país. Interacciona
con el sector privado con ánimo y sin ánimo de lucro por valor de casi 200.000
millones de euros anuales (20% del PIB). Varios millones de empleos privados
dependen de manera estructural (vía conciertos o externalizaciones) o
coyuntural (obras públicas, prestación de servicios esporádicos) de estas
relaciones público-privadas.
Esta
institución se juega en las próximas décadas su propia supervivencia. O se
renueva de forma robusta y creativa o muere, desaparece. Es obvio que no
estamos hablando de una muerte potencial o desaparición física: seguramente van
a existir siempre administraciones públicas. Aquí lo que está en juego es su
supervivencia conceptual, en el sentido de que siga siendo el actor más
relevante en el actual sistema complejo de gobernanza. Esta supervivencia no
está para nada asegurada, ya que la tendencia natural -si no se toman medidas
drásticas y valientes- es ir avanzando hacia la insignificancia, hacia su
muerte como concepto. Los enormes cambios que hemos y estamos experimentando
tanto a nivel tecnológico como económico, social y político entre finales del
siglo pasado y principios del presente parece que sólo son la punta del iceberg
de la gran metamorfosis que se avecina. Y es probable que, entre la ilusión y
la angustia, ya se haya producido y en las administraciones públicas todavía no
nos hayamos dado cuenta.
Mi
propuesta para superar esta encrucijada consiste en diseñar una reforma
institucional y no una reforma administrativa, consistente en cambiar las
reglas del juego y la cultura y dejar tranquilos, de momento, a los actores
concretos y a sus maquinarias (dimensión organizativa), que mudarán sí o sí si
se produce esa doble transformación previa. Se trata de cambios institucionales
que han impulsado los países más avanzados de nuestro entorno y que en España o
bien se han ignorado o bien se han maltratado. Las propuestas son las
siguientes:
1.- Recuperar la meritocracia en la selección de los
nuevos empleados públicos. Una selección basada exclusivamente en el mérito
es lo que nos permite asegurar la máxima fortaleza y calidad institucionales.
2.- Diseñar un modelo propio de dirección política y
profesional. El objetivo es lograr la máxima estabilidad de este colectivo
en el desarrollo de sus tareas directivas, de manera que no se pierda el
conocimiento ni la experiencia, que son aportes importantes de la
institucionalidad. Para conseguirla, se trata de regular el acceso buscando que
éste sea meritocrático y no discrecional -evitando que genere incentivos de
carácter clientelar-, así como la permanencia y la salida.
3.- Diseñar un nuevo modelo de recursos humanos.
Se trata de la única iniciativa que puede considerarse de carácter
organizativo. El objetivo del nuevo modelo es, por un lado, definir de manera
restrictiva los ámbitos de gestión funcionarizados:
únicamente aquéllos que ejercen funciones de autoridad y los que están en
contacto directo con la dimensión política y que deben blindarse de la
discrecionalidad y de potenciales prácticas clientelares. El resto de los ámbitos de gestión deben ser laboralizados y mucho más
flexibles salvo en su acceso, que debe ser también meritocrático. Por otro
lado, hay que aligerar las prácticas barrocas en gestión de recursos humanos,
restringiendo los derechos corporativos, organizando los efectivos en unos
pocos ámbitos funcionales, regulando sólo unos mínimos vinculados a la carrera
administrativa (básicamente horizontal, mediante niveles de competencias) y a
la evaluación del desempeño.
4.- Definir un modelo de inteligencia institucional. En
nuestras administraciones públicas tenemos un déficit dramático de información
de todo tipo: falta sobre los costes económicos reales de los diferentes
programas e iniciativas (tanto estimados como incluso ejecutados), sobre los
impactos de las políticas, sobre la percepción de los ciudadanos sobre la
mayoría de políticas y servicios, sobre el funcionamiento y los resultados de
las organizaciones privadas con o sin ánimo de lucro a las que externalizamos
servicios públicos, sobre aspectos fundamentales de nuestros propios organismos
públicos, etcétera. Para solucionar este problema, tenemos que crear en
nuestras administraciones un nuevo perfil profesional, un nuevo ámbito
funcional: los gestores de información.
Y con ellos, utilizar los instrumentos que permiten una mayor inteligencia
institucional: desde la contabilidad analítica hasta el data warehouse, pasando por el big data.
5.- Diseñar unas instituciones sexis para la
ciudadanía por la vía de la transparencia, la rendición de cuentas y la
evaluación de las políticas. La legitimidad social de las administraciones
públicas sólo se logra si son transparentes a la hora de tomar decisiones y de
gastar el dinero público y, además, si prestan servicios de calidad y de forma
eficiente. La moda actual de las leyes de transparencia es un buen primer paso
necesario, pero en absoluto suficiente. La estrategia no puede limitarse a
impulsar portales de transparencia, sino en ser sencillamente nítidos con cada
uno de los euros gastados, con la forma de tomar las decisiones (agendas reales
de los cargos políticos) e informando sobre el impacto real de las políticas
públicas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario