By Julio González. Globals Politics and Law.- Colaboración público privada: más allá de la Ley de
Contratos del Sector Público. El desarrollo actual de las fórmulas de PPP
tienen su origen en el Derecho anglosajón. La idea genérica constituyó una de
las vías más relevantes para estructurar jurídicamente el programa de reformas
que inició el Gobierno conservador de John Major en 1992, en un contexto que
presentaba algunas similitudes con el actual, por la emergencia de una
situación económica complicada por la crisis monetaria que hubo en aquél momento.
Constituía una más de las técnicas del denominado New Public Management,que pretendía un modo diferente de plantear la acción pública y
cuya idea central consistía en incluir cierto mimetismo entre el funcionamiento
público y el de las empresas privadas en aras de ganar mayor eficacia y
competitividad y que, al mismo tiempo, permitiera una mayor participación de
los particulares en las acciones públicas, a través de la privatización de
empresas y de la externalización de actividades públicas, lo que se conoce con
terminología anglosajona como outsourcing. Esta participación pública en la gestión
pública, que es una de las señas de identidad de la postmodernidad en la
gestión pública, conduce a la “definición contractual de lo público”, ya sea en
cuanto a los objetivos como en los instrumentos. El PPP está por su propia
idiosincrasia perfectamente adaptado para ello.
La experiencia británica permitió dar el salto al Derecho
europeo, desde donde se ha impulsado profusamente la utilización de las formas
de PPP, al tiempo que se alertaban de los riesgos que se podían contraer tanto
por su mala estructuración jurídica como por un desacertado planteamiento
económico, especialmente en la transferencia de los riesgos económicos del
mismo al sector privado. De hecho, en otra ocasión he hablado de los siete
riesgos de los PPP y hoy la Francia de Macron parece echarse atrás de estos
modelos de construcción de infraestructuras.
La propia Comisión europea ha insistido en ello cuando,
incluso en un contexto favorable a la utilización de este tipo de mecanismos,
ha indicado que “las APP son un instrumento atractivo, en pleno auge en muchos
sectores, pero cuyo éxito depende de la presencia de ciertos factores o
condiciones: proyectos de dimensión reducida, proyectos cuya remuneración y
riesgos son fáciles de calcular, autopistas, puentes o aeropuertos. Pueden
resultar igualmente útiles cuando la aportación privada permita maximizar los
resultados y controlar mejor los costes en comparación con un proyecto similar
gestionado por el sector público. Ahora bien, esta solución suele tener
repercusiones en el terreno de los costes, que a menudo suelen ser superiores a
los de una financiación íntegramente pública, a causa del coste de las
transacciones –en particular los costes ligados a la determinación,
distribución y cobertura de los riesgos- y de los capitales, mayor para los
inversores privados. Está claro que el recurso a las APP no se puede presentar
como una solución milagro para el sector público, agobiado por las presiones
presupuestarias. Nuestra experiencia demuestra que una APP mal preparada puede
dar lugar a costes muy elevados para el sector público”. A esta conveniencia
que marca la realidad actual, la normativa contractual ha dado una respuesta y
desde el régimen patrimonial público también, aunque la doctrina lo haya
analizado mucho menos que el conocido contrato de colaboración entre el sector
público y el sector privado.
Cuando nos planteamos la colaboración público-privada en
el marco de la gestión patrimonial, hemos de enmarcar la actual regulación en
el cambio habido en el sentido de los bienes patrimoniales, que ha sido
transcendente frente a la tradición española posterior al Código civil que los
ha venido considerando como un elemento residual en la ejecución de políticas
públicas teniendo, como mucho, una finalidad financiera. En efecto, de acuerdo
con la regla recogida en el artículo 8.2 de la Ley 33/2003, de Patrimonio de las
Administraciones Públicas “la gestión de los bienes patrimoniales deberá
coadyuvar al desarrollo y ejecución de las distintas públicas en vigor”, esto
es, dejan de tener ese sentido residual que hacía que la categoría de los
bienes patrimoniales se calificase como una “estación de paso”. En definitiva,
no sería más que retomar lo afirmado por la Exposición de Motivos de la, hoy
derogada, Ley 3/1986, del Patrimonio de la Comunidad Valenciana “los elementos
que integran el patrimonio de la Generalitat -sean demaniales sean
patrimoniales en sentido estricto- no tienen más razón de ser que la de su
irreductible vocación de servicio público, al margen del cual ni dicho
patrimonio ni la propia Generalitat tendrían razón de ser en el mundo del
Derecho”. Todo lo cual se proyecta en los procedimientos de adquisición y
enajenación de bienes públicos, así como en sus medios de utilización y en las
relaciones con terceros para la utilización de bienes ajenos. En este sentido,
la normativa patrimonial ha tenido una evolución de notable importancia en los
últimos años.
En esta huida a las fórmulas de gestión patrimonial no
podemos obviar un problema importante que tuvieron las Administraciones
públicas que quisieron recurrir a fórmulas de colaboración público-privada y
cuya resolución actuó como acicate para impulsar estas modalidades de
naturaleza patrimonial: la dificultad que estaba existiendo para el empleo de
la concesión de obra pública en aquellos supuestos en los que no existía
explotación económica del bien, como ocurre con todos aquellos en los que se
utiliza el bien como sede de instituciones públicas o para la prestación de
determinados servicios públicos. La propia Junta Consultiva de la Contratación
Administrativa rechazó la concesión de obra pública en los supuestos en los
que existían pagos por disponibilidad y no una real utilización por el usuario
del servicio público. Las modalidades de la CPP no plantean, por el contrario,
estas dificultades.
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