Por Elisa de la Nuez. Hay Derecho blog.- Igual que le ha pasado al Gobierno y a la mayoría de
nuestras instituciones, la llegada del Covid-19 ha pillado a nuestra
Administración Pública con una enfermedad crónica previa: una multiesclerosis
aguda que la ha convertido en presa fácil de la pandemia en su vertiente de
gestión errática y disfuncional. No es de extrañar, pues lleva años pidiendo a
gritos unas reformas estructurales que nunca llegan.
Desde el
bienintencionado intento del ministro Jordi Sevilla allá por el año 2007, no
hemos vuelto a saber nada de la reforma de la Administración Pública, ni de su
despolitización, ni de la profesionalización de los directivos públicos (que,
como estamos viendo estos días, no es precisamente una cuestión académica
cuando vienen mal dadas), ni de la evaluación de políticas públicas o, ya
puestos, de la necesaria capacitación de los empleados públicos para un mundo
muy distinto del que existía a finales de los 80 y principios de los 90. La
reforma CORA del Gobierno de Rajoy fue un paripé.
En ese sentido, no es justo imputar al actual Gobierno estatal
(o a los autonómicos en el ámbito de sus competencias) toda la
responsabilidad de la indudable mala gestión de la pandemia. Los
responsables políticos son muy importantes, cierto, pero también tienen que
contar con los directivos públicos, los empleados públicos, los procedimientos
administrativos y los recursos materiales adecuados. Esto es
responsabilidad de los partidos que llevan gobernando España los últimos años.
Es verdad que el hecho de que el ministro de Sanidad sea licenciado en
Filosofía y haya sido elegido en base a consideraciones que poco tienen que ver
con las responsabilidades del cargo no ayuda mucho, aunque recordemos que en
este Ministerio ya llovía sobre mojado, con precedentes de ministras como Ana
Mato (cuyas ruedas de prensa producían sonrojo) o Leyre Pajín. Y es que hace
mucho que ni el PP ni el PSOE se toman el Ministerio de Sanidad mínimamente en
serio. Por eso carece desde hace lustros de capacidad de gestión, por lo que
era previsible que no pudiera afrontar con ciertas garantías de éxito un
sistema de compras centralizado de material sanitario en mitad de una pandemia
mundial con exceso de demanda del mismo equipamiento. Y, sin embargo, fue el
modelo que se intentó implantar al principio del estado de alarma, hasta que se
abandonó el intento a la vista del caos. La pregunta es sencilla: ¿no había
nadie al mando? Visto lo visto, la respuesta es obvia.
Caos organizativo
El mismo desastre de gestión se ha repetido en otros
ámbitos, alguno de los cuales conozco de primera mano. Tomemos la
Administración de Justicia con su disfuncional sistema de reparto de
competencias entre el Ministerio, las CCAA y el Consejo General del Poder
Judicial. El caos organizativo era previsible, ya que están divididas las
competencias sobre los medios humanos, informáticos y materiales. Eso también
se acordó por nuestros partidos hace años en beneficio propio y en contra de
los intereses de los ciudadanos. ¿Quién es el responsable de que los
funcionarios puedan teletrabajar? ¿O de que los ciudadanos puedan acudir a las
sedes judiciales con ciertas garantías sanitarias? La pregunta no se responde
fácilmente, porque cuando nuestros políticos jugaron al reparto de competencias
en la Administración de Justicia –reservada al Estado como competencia
exclusiva en la Constitución–, nadie pensó en la eficiencia del sistema.
Además, la Justicia está infradotada hasta extremos impensables en
una democracia avanzada. Como anécdota, contaré que, en mi destino en la
Abogacía del Estado en los juzgados centrales de lo contencioso-administrativo,
cuando se estropeó mi ordenador, el Ministerio fue incapaz de suministrarme
otro nuevo. No había dinero. Al final, me dieron el de un agente procesal que
cambió de destino. Con estos mimbres, el caos absoluto en Justicia provocado
por la pandemia era algo muy fácilmente previsible: esta Administración lleva
lustros sin interesar mínimamente a los partidos salvo para intentar
instrumentarla.
De ahí que estos días haya sido prudente confinar a
la Administración, no solo en el sentido de mandar a sus trabajadores a casa,
como han hecho el resto de las empresas, sino también en el de suspender todos
los procedimientos administrativos y judiciales. Porque, no nos engañemos, lo
de teletrabajar en los ministerios (y me imagino que será similar en otras
administraciones territoriales) está al alcance de unos pocos privilegiados que
tienen los medios necesarios, que suelen estar concentrados en algunos ámbitos,
como el tributario o el de Seguridad Social, ampliamente digitalizados. La
mayoría de los funcionarios no tenía ni tiene ni los medios materiales, ni las
conexiones informáticas adecuadas, ni los procedimientos establecidos, ni la
cultura organizativa previa, ni la evaluación por resultados necesaria para
hacerlo. Eso quiere decir, sencillamente, que durante este tiempo bastantes
funcionarios estatales han estado en su casa tranquilamente sin mucho que
hacer, no por su culpa, sino sencillamente porque no podían hacer otra
cosa. En cuanto a las Comunidades Autónomas, me imagino que habrá sucedido lo
propio, sin perjuicio de excepciones como la de la mayoría del personal docente
para intentar atender a los alumnos on line. En las universidades
públicas, al parecer ha habido y sigue habiendo de todo.
Lo cierto es que hay muchos otros colectivos de empleados
públicos cuyos puestos de trabajo siguen siendo básicamente presenciales,
precisamente los de menor nivel. En definitiva, el teletrabajo sólo es posible
para determinadas funciones de valor añadido alto o medio, que son normalmente
las que desempeñan los empleados públicos de mayor formación. Probablemente, el
fuerte presentismo en las Administraciones Públicas es el reflejo de esta
realidad.
En todo caso, contrasta esta situación con la del
personal de la Sanidad Pública, personal estatutario que, como bien sabemos, ha
estado absolutamente desbordado por la pandemia, habiendo sido necesario contar
con todo el personal disponible, desde jubilados a estudiantes para poder
cubrir la atención requerida, con jornadas maratonianas y con un riesgo
elevadísimo de contagio dada la falta de equipamiento adecuado. Y, sin embargo,
según las declaraciones del Gobierno, ni se contemplan retribuciones
adicionales para el personal sanitario, como ha ocurrido en otros países, ni
tampoco se contempla que el resto de los empleados públicos puedan
contribuir de alguna forma al esfuerzo colectivo, bien en forma de más
horas de trabajo cuando cese el estado de alarma (dado la previsible avalancha
de todo tipo de reclamaciones y procedimientos administrativos no solo a causa
de la pandemia sino también a causa del parón de estos meses) ni mucho menos en
forma de no incremento de sus sueldos, por no hablar de otras cuestiones.
En definitiva, siguiendo la famosa máxima administrativa del café
para todos (en la práctica más café para el que menos hace), tampoco se
contempla discriminar entre los empleados públicos que sí han hecho un
sobreesfuerzo importante –no solo el personal sanitario, pensemos en el
personal del SEPE, en los profesores o en la inspección de trabajo– y entre los
que no. Cuando lleguen, los recortes serán también lineales, como en el
2008.
Hay que sacar dos conclusiones importantes de esta
situación, una más coyuntural y otra más estructural. La primera es que sería
muy conveniente que una parte del sector público compartiera al menos un poco
los sacrificios del sector privado mientras que otra parte (empezando por el
personal sanitario) no solo no los debiera compartir sino que pudiera (y
debería) obtener mejoras importantes. Es perfectamente sabido que la situación
laboral de buena parte de nuestro personal sanitario, esos médicos, enfermeros
y celadores a los que aplaudimos con tanto entusiasmo en los balcones a las
ocho de la tarde, es una sucesión de contratos temporales muy mal retribuidos,
es decir, de una absoluta precariedad. Si el sistema se mantiene, como tantas
otras cosas en España, es gracias a mucha vocación y mucha dedicación de mucha
gente muy bien formada y muy mal pagada. El problema es que el sector público
está muy sindicalizado, sobre todo en lo que se refiere a los empleados
públicos menos cualificados, que son los mejores pagados en términos
relativos. Nuestro sector público, como nuestro mercado laboral, también
es dual.
Es la hora de iniciar reformas en las #aapp?
La segunda conclusión es estructural. ¿Servirá esta pandemia
para que de una vez empecemos a reformar nuestras Administraciones Públicas?
Tenemos aquí al lado el ejemplo de Portugal, con una gestión de la
pandemia ejemplar, y que sufrió hace casi 10 años un rescate que impulsó la
reforma de su Administración Pública que tenía problemas muy similares Nos lo
recuerda José Areses en un artículo en el que explica –al menos en parte– las diferencias
de gestión de la crisis entre España y Portugal en base a la mayor profesionalización
de su dirección pública (hablando de los CVs de los responsables
de la gestión sanitaria) y a su mayor efectividad. Pues bien, la reforma de la
Administración Pública portuguesa se acometió por imperativo de la Troika en
virtud del Plano de Redução e Melhoria da Administração Central (PREMAC).
Se tomaron medidas de reforma procurando modelos más eficientes de
funcionamiento, eliminando estructuras duplicadas, reduciendo el número de
cargos dirigentes y del de empleados públicos, especialmente en los sectores
menos cualificados, aumentando la jornada de los trabajadores
públicos de 35 a 40 horas semanales y adecuando los salarios de los
funcionarios públicos, todo sin ello sin perder eficiencia en la prestación de
los servicios públicos. Mientras tanto, en España el Gobierno de Mariano Rajoy
dejó las cosas como estaban. Los resultados a la vista están.
Por una vez, sería deseable aprender alguna vez de los
errores cometidos. Deberíamos intentar convertir este fracaso en una gran
oportunidad sin esperar a que nos tengan que imponer de fuera una
profesionalización y despolitización de las Administraciones Públicas sin la
cual ningún Gobierno, de izquierdas, de derechas o de centro va a ser capaz de
gestionar con eficiencia.
Artículo originalmente publicado en El Mundo.
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