"Algo se ha quebrado en la gestión de esta pandemia. La
solidaridad de las personas jóvenes con las mayores, a las que tanto se ha
aludido, ha quedado empañada por la interpretación de que su mayor bien es la
mera supervivencia. Y pensamos que no, que nadie quiere la supervivencia a
cualquier precio, al precio de la soledad, del miedo, de la falta de cariño de
tus seres queridos, del abandono”. (AA.VV.: “¿La salud de quien estamos
defendiendo? Desigualdades sociales y sanitarias en tiempo de pandemia”)
“La ética del cuidado defiende un mundo donde el cuidado
a la gente es lo más importante” (Helen Kholen, Entrevista al diario El
Periódico, 25-IX-2019) .
Por Rafael Jiménez Asensio. HayDerecho blog.- La Agenda 2030 tiene, entre sus múltiples objetivos,
erradicar la pobreza, también acabar con la desigualdad y la defensa de un
trabajo decente. Dentro de las secuelas humanitarias, económicas y sociales de
la pandemia está, sin duda, la más que previsible ampliación de la brecha de
desigualdad y la multiplicación de la pobreza. Por no hablar del desempleo
monumental que la recesión económica producirá.
En esta entrada sólo pretendo poner el foco en algunos
déficits que en el ámbito público se han observado de forma clamorosa en estos
últimos meses y, asimismo, en cuáles son algunos de los retos o desafíos que
los poderes públicos deberán afrontar en los próximos meses y años para atenuar
y, en su caso, mejorar, los devastadores efectos que la crisis ha producido y
provocará sobe aquellas personas que ofrecen fuerte vulnerabilidad social; cuyo
círculo, conforme pasen las semanas y meses, se irá ampliando dramáticamente.
La presente entrada surge tanto por la observación y
reflexión personal como sobre todo por la lectura del documento al que se hace
referencia en la cita inicial (consultar aquí),
suscrito por diferentes profesionales de los ámbitos sanitario y de servicios
sociales de distintas instituciones y entidades de Euskadi, y del que tuve
conocimiento por medio de una de las personas que lo suscribió (Boni Cantero).
Este trabajo se divulgó también en un articulo de opinión editado en los
diarios El Correo y El Diario Vasco, que llevaba por título
“Responsabilizarnos del otro”.
No cabe duda que, en lo que afecta a colectivos
vulnerables (un concepto que la crisis derivada de la pandemia está ampliando
constantemente), el largo período de duro confinamiento (más allá de la clásica
“cuarentena”) ha mostrado algunas luces, pero sobre todo enormes sombras. Como
bien se expuso por Rafael Bengoa, las medidas adoptadas han evitado el colapso
hospitalario, pero dejaron desatendidos otros frentes: por ejemplo, las
residencias de tercera edad, en las que los efectos letales de la pandemia han
sido devastadores. El descuido público en este punto ha sido evidente. Y no
basta, como dice el documento antes citado, enviar al ejército, a voluntarios o
la dedicación abnegada de la mayor parte del personal de tales centros, pues las
responsabilidades de esta pandemia no son sólo individuales, sino también políticas
y de gestión. Se requerían adoptar medidas que evitaran contagios masivos.
Y, en algunos casos, no se adoptaron. Los análisis de riesgo, la propia gestión
y por lo común la escasa atención sanitaria hacia ese problema, han sido
muestras muy deficientes de unas políticas que son manifiestamente mejorables.
La visión socio-sanitaria se impone, aunque tarde. La atención no preferencial
por parte de los poderes públicos hacia esos colectivos de personas vulnerables
ha sido la norma. Sabemos que han muerto muchos miles de personas en
circunstancias muy poco precisas, la mayor parte de las veces en la soledad más
absoluta. Tanto abogar por la muerte digna y las hemos condenado
a un mal morir: nadie les ha acompañado en ese duro momento. El duelo
oficial llega muy tarde y algo impostado.
Pero, durante el punto álgido del confinamiento, la
vulnerabilidad no se ha quedado ahí. Ha afectado sobre todo a colectivos
muy concretos, por lo común olvidados e ignorados socialmente: personas sin
techo, mujeres sin recursos y cargas familiares, mujeres maltratadas, menores,
estudiantes sin acceso a Internet ni medios tecnológicos, parados, inmigrantes,
discapacitados, personas con adicciones crónicas, y un largo etcétera. La
crisis Covid-19 es y será una máquina de producir desigualdad. Sus daños
colaterales serán terribles.
Ciertamente, como estudió Adela Cortina, la aporofobia ha
echado fuertes raíces en nuestras sociedades. Y, probablemente, esa enfermedad
social se multiplique (con un populismo en auge o con la proliferación
del egoísmo más vil) si no somos capaces de reforzar los valores de
solidaridad, empatía y la propia ética del cuidado hacia esas personas que
están padeciendo los efectos más duros de la crisis y todavía los padecerán más
en un futuro inmediato.
Gerontofobia
Pero, desde un punto de vista ético y de arquitectura de
valores en la sociedad contemporánea, otra preocupante tendencia viene a
añadirse a la anterior: la gerontofobia que ha emergido con fuerza en
estos últimos tiempos. El documento citado otorga un particular relieve a esta
tendencia y pone de relieve manifestaciones múltiples de discriminación por
edad que se están viviendo en esta crisis. Desde un punto de vista retórico,
nadie se suma a esa idea, sin embargo los hechos avalan que tal tendencia se ha
instalado de forma silente con fuerza en nuestra sociedad y también (más
preocupante aún) en la actuación (o inactividad) de los poderes públicos.
Directa o indirectamente, algunas medidas públicas han partido de la idea
(nunca expresada) de que tales personas son “menos valiosas”. Y ello abre un
debate ético que no se ha sabido encauzar en la tormenta de la crisis. En buena
medida, las personas mayores (especialmente, aquellas que superan determinadas
franjas de edad y ya no están en activo) han comenzado a ser invisibles y en
cierta medida molestas: consumen demasiados “recursos” y son vistos como una
carga. La actual delimitación de guetos espaciales, horarios o residenciales,
les segregará más todavía. El afán regulatorio desmedido no ayuda a la
responsabilización individual. Además, en una sociedad altamente envejecida (y
con tendencia a serlo mucho más), es este un enfoque gravísimo del problema.
Dinamita los fundamentos de cohesión de la sociedad. También en el texto que
citaba se contienen interesantísimas reflexiones sobre esta cuestión. Y allí me
remito.
La heurística de la dignidad personal (Adela
Cortina) adquirirá una fuerza inusitada en los próximos tiempos. También la
ética del cuidado. Ambas ideas-fuerza deberán ser la guía de actuación de los
poderes públicos en el futuro post-Covid. Pues, en estos primeros pasos,
lo que se ha observado de forma muy preocupante es la emergencia de una sociedad
marcadamente dual. Hay quien ha sobrellevado razonablemente la primera
fase de la pandemia y el confinamiento porque tenía recursos, empleo estable,
medios y espacio adecuado para hacerlo, permaneciendo alejado del riesgo y de
sus efectos colaterales (sus organizaciones han cerrado o “trabajado a
distancia”); mientras que otra parte importante de la sociedad, muy vulnerable
en diferentes ámbitos y aspectos, ha sido tapada de la escena pública e
invisibilizada (tan solo recogida en algunos reportajes mediáticos que alertaban
puntualmente de que el mundo no era el paraíso de los cánticos al “resistiré”
de los balcones). Y, en fin, luego están los aplaudidos y los menos aplaudidos,
colectivos que han sido enviados al campo de batalla con uniformes desaliñados
y sin medios ni recursos para enfrentarse a tan etéreo enemigo. Han caído
como moscas. Y han hecho lo humanamente posible. Pero también es cierto que la
sociedad ha abusado de esos colectivos (particularmente, aunque no solo, del
sanitario o social) o de la necesidad existencial de trabajar que tenían otras
muchas personas para salvaguardar su existencia y la de los suyos. Como expresa
el texto comentado: “No está bien abusar del carácter vocacional y
solidario, y permitir que las personas trabajen en condiciones límites y/o de
desprotección o sobreexponerlas a la fatiga y al burnout. Tampoco es
correcto en virtud de la propia seguridad, negarse a atender necesidades que no
pueden ser prestadas a través del teletrabajo”. En efecto, las personas que
trabajan en servicios sociales municipales han prestado asistencia profesional
en temas tan alejados de su competencia como el asesoramiento o tramitación
digital de expedientes de solicitudes de ayudas, porque al “otro lado”, si no
eran ellos, a esas personas (colectivos vulnerables, también autónomos y
desempleados) nadie les ayudaba realmente o simplemente no sabían dónde acudir.
La brecha digital, por mucho que se ignore (también por
la Administración), sigue siendo algo real y doloroso. Y no se sabe a ciencia
cierta cuántas personas se han quedado fuera de esos circuitos de ayudas al no
poder informarse o tramitarlos por cauces telemáticos (por ejemplo, no deja de
ser curioso que los locutorios hayan sido uno de los servicios más demandados
en esta crisis por tales colectivos). La ética de orientación al servicio de la
ciudadanía como premisa de actuación de la Administración Pública en parte ha
quebrado durante esta primera fase de la pandemia.
En definitiva, hay muchas lecciones que se pueden
aprender de esta complejísima circunstancia vivida. Una de las más importantes
es que, de forma imperceptible, hemos “descuidado” públicamente la
imprescindible ética del cuidado como complemento al valor ético de
la justicia. Se ha practicado con intensidad, aunque con notables limitaciones,
en el ámbito hospitalario, y se ha desatendido más en otras esferas y
colectivos sociales. Lo expresa con contundencia el citado documento: “La
situación vivida en la pandemia por parte de las personas más vulnerables
sanitaria y socialmente, pone de manifiesto una crisis muy importante de
cuidados y responsabilidad y una evidente ruptura del llamado pacto
intergeneracional de cuidados que puede generar riesgos graves de daños y
maltrato”.
Son muy interesantes las lecciones que extraen de la crisis
el documento elaborado por el Grupo de Trabajo de Ética y Covid. Contiene
abundante material para la reflexión y, especialmente, si se quieren adoptar
medidas de mejora. La lucha para paliar la desigualdad marcará la agenda
política en los próximos tiempos. Y la dignidad de la persona se sitúa en el
epicentro del problema. Dentro de los círculos de vulnerabilidad, determinados
colectivos (personas mayores, mujeres, desempleados, menores, personas sin
techo, dependientes, etc.), deberán ser un punto de especial atención. Hay que
huir de políticas de beneficencia y apostar por soluciones estructurales que
palien las desigualdades. Por mucho que se desarrolle el teletrabajo en la
Administración, el servicio público debe proporcionar siempre y en todo caso proximidad,
asistencia personal y asesoramiento, empatía y acompañamiento a quienes sufren
desigualdades (también de brecha tecnológica). Si bien la vida acaba siempre
con la muerte, no es lo mismo morir dignamente que morir mal. La ética del
cuidado deberá ser una de las políticas estrella del futuro. Y ello
ineludiblemente exige contacto físico o presencia, no la fría o
hierática “distancia digital” (hay situaciones y contextos personales muy duros
detrás de la vulnerabilidad).
Hay que compatibilizar y equilibrar razonablemente los
enfoques epidemiológicos con la ética del cuidado. Para todo ello, los poderes
públicos deberán priorizar en los próximos meses y años las políticas sociales,
y ello requiere dedicar recursos de todo tipo en la mejora de la gestión. Hay
que salvaguardar, como también se expone, ese imprescindible compromiso
profesional: “Con reconocimiento social a quien más allá de sus obligaciones
legales, presta una atención excelente corriendo riesgos, porque sabe que en
la relación asistencial no solo se juega la dignidad de la persona atendida (cuidada,
educada, protegida, lavada, alimentada o acariciada), sino el propio
proyecto de autorrealización personal”. Esa es la auténtica idea de servicio
público, y lo demás maquillaje. Por eso, y no por otras cosas, los servicios de
atención a las personas (sanitarios y sociales, entre otros) saldrán
revalorizados de esta pandemia y de la tremenda crisis ulterior, pero también
frente a la revolución tecnológica. Nunca podrán ser totalmente
sustituidos por máquinas ni por artefactos digitales. Ese será su gran valor y
su gran servicio público. Presente y futuro.
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