Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- Durante los dos últimos siglos, la reforma de la política y
de la Administración Pública se ha transformado siempre en un pío deseo. Hubo
intentos en lo que afecta a aspectos parciales de reforma administrativa
durante el siglo XIX y XX, etc.) paradójicamente liderados por la derecha
autoritaria o conservadora (Javier de Burgos, Bravo Murillo, Maura,
Chapaprieta, Carrero Blanco y López Rodó). Ya en la II República Azaña se quejaba
amargamente de la herencia “administrativa” recibida. Con la Constitución de
1978, la política tradicional volvió por sus fueros, la vieja política salió de
las catacumbas vestida de “transición” (clientelismo y ocupación de la alta
Administración); y la reforma del sector público se aplazó un día sí y otro
también, pues sólo si la política quiere se lleva a cabo. Y no quería. Ni
quiso. Algún esbozo tímido de Almunia cuando estuvo en el MAP, pero sobre todo
el ambicioso proyecto del ministro Jordi Sevilla, letalmente e
incomprensiblemente detenido “desde arriba”, fue el único intento serio de
reforma.
Con el binomio Rajoy-Montoro, el ajuste fiscal devoró las tímidas y
cosméticas reformas. En 2015 se paró el reloj político y de reformas. Hasta
hoy. Y, con una política convencional y una administración decimonónica y
destartalada, aunque “muy descentralizada”, nos hemos enfrentado a la crisis
del COVID-19. Con mucha voluntad y escasos instrumentos de liderazgo y gestión.
En verdad, dejamos el reloj parado hace más de cien años, como atestigua la
cita que abre esta entrada. Y allí seguimos. Estancados. Como si nada pasara …
Sin embargo, ha pasado mucho. Si alguna lección se pueden
extraer de los primeros pasos en la respuesta de los poderes públicos ante la
pandemia, es que tanto actuación política como especialmente la gestión han
sido flancos absolutamente mejorables. La Historia, como veíamos, es un pesado
fardo. También han habido debilidades más recientes. Hay aspectos que han
fallado de forma estrepitosa, entre ellos podemos citar el análisis de riesgos
o de prevención (el principio de precaución frente a la epidemia ha sido muy
tardío) y, por tanto, la adopción de medidas de minimización de impactos
(particularmente desastrosos en cuanto a sus efectos en las residencias de la
tercera edad con decenas de miles de muertos o en el aprovisionamiento de
material hospitalario y de protección sanitaria que ha hecho posible la
infección de 40.000 sanitarios, récord mundial), el diseño de la autoridad
competente o mando único, la coordinación efectiva, el desorden y hasta caos en
los datos de la pandemia, la disfuncional compra pública, el fracaso en la
reasignación de efectivos funcionariales, las debilidades manifiestas de la
digitalización en el ámbito público, la improvisación constante y, en fin, la
carencia de un sistema eficiente de gestión pública o de estructuras directivas
profesionales que lo lideraran. Empujados por políticos y directivos amateurs
(algunos recién llegados y sin experiencia alguna de gestión), aunque eso sí
cargados de voluntarismo y de buenas intenciones, el sector público ha
atravesado momentos de evidente desconcierto, con angustia colectiva y algunas
dosis elevadas de cabreo en la ciudadanía. Los recursos públicos, numerosos y
distribuidos en diferentes niveles de gobierno, no se han aprovechado de la
mejor manera.
Frente a todo ello, ha habido fortalezas. Las más
importantes se sitúan en el compromiso profesional y personal (vocación de
servicio) de innumerables colectivos de personal público (sanitarios, servicios
sociales, policía, ejército, limpieza, etc.), en algunas experiencias de
colaboración público-privado, en el comportamiento ciudadano solidario y
responsable (en su absoluta mayoría, con pocas excepciones) o, entre otras, en
la actitud positiva de entrega que no pocos trabajadores (muchos de ellos, los
más precarios) han adoptado para hacer más fácil la vida de la población
confinada (transportistas, sector alimentación, farmacias, medios de
comunicación, etc.).
Fortalezas/debilidades
Fortalezas/debilidades
Pero frente a esas fortalezas, muchas de ellas vinculadas a
comportamientos o actitudes personales, lo que ha fallado es el sistema. No
sólo carecer de un sistema inteligente (como defiende Daniel Innerarity en su
libro Una teoría compleja de la democracia, 2020), que sería mucho
pedir, sino simplemente el no disponer de un sistema público mínimamente
eficaz y eficiente. Y este es un punto importante, que diferencia a España
de otros muchos países del entorno europeo. Tres niveles de gobierno (estatal,
autonómico y local), con decenas de miles de responsables públicos, más de tres
millones de servidores públicos, y una red de equipamientos y recursos
extraordinariamente densa, han conformado un sistema que no ha funcionado
adecuadamente. No es casualidad, que hayan sido España e Italia, los países
donde la pandemia haya creado mayores destrozos. Sus debilidades
institucionales son evidentes y se arrastran desde hace mucho tiempo. La
pandemia ha dejado al descubierto enormes debilidades de liderazgo y gestión
pública.
Aunque, se me objetará, que ha habido de todo. Sin embargo,
liderazgos fuertes de carácter contextual, han existido con cuentagotas.
Liderazgos empáticos y no impostados, menos. Liderazgos ejecutivos, se pueden
contar con los dedos de la mano. Liderazgos próximos, escasos. Liderazgos
ejemplares han brillado (casi) por su ausencia. Y liderazgos compartidos no se
han sabido ejercer. Hay numerosos políticos, de esa nómina de decenas de miles
que cobran del Tesoro, que han estado ausentes: diputados, senadores, parlamentarios
autonómicos, ministros, consejeros, alcaldes, concejales, altos cargos,
directivos, asesores, que ni se han dejado ver ni han hecho nada visible.
Otros
sí. Hay que reconocerlo. Pero la política cainita y sectaria, salvo excepciones
singulares, ha estado muy presente en la pandemia. Todos, desde el gobierno o
desde la oposición, con muy pocas salvedades (no deja de ser extraordinario y
excepcional que el caso del Ayuntamiento de Madrid haya tenido tanto eco), han
pretendido sacar tajada política de tan complejo momento. La política ha salido
muy dañada de esta crisis. Y los políticos han perdido credibilidad a puñados.
Insisto, con las excepciones sabidas. La desconfianza ciudadana en las
instituciones es un caldo de cultivo para la emergencia de expresiones
populistas, que florecen por doquier. También desde el Gobierno. El paternalismo
gubernamental se ha impuesto, como si la ciudadanía fuera menor de edad. Y
aunque sea imprescindible e inaplazable una respuesta pública frente al
desamparo laboral, empresarial o personal, el Estado como benefactor
universal emerge con fuerza, a costa (no hay que olvidarlo nunca) de una
deuda pública astronómica, que se endosará a las generaciones venideras.
Y las carencias de liderazgo efectivo y de gestión eficiente se han
pretendido suplantar, una vez más, con un liderazgo cosmético y con
una comunicación teledirigida. Que todo el mundo ha practicado.
Liderar no es salir programadamente en el balcón televisivo para dar buenas
noticias como tampoco comunicar es gestionar. Si algo se ha echado en falta en
todo este tiempo son estas dos premisas: un liderazgo político efectivo y una
gestión eficiente.
Y estos son dos de los grandes retos estratégicos (y
seculares, como se ha visto) que tiene España ante sí, aparte de los más
inmediatos y urgentes (crisis sanitaria, económica y social). Pero estos
últimos no se resolverán razonablemente si no se afrontan los anteriores. Si no
somos capaces en los próximos meses de incorporar a la agenda política el
fortalecimiento institucional en todos los niveles de gobierno (estatal,
autonómicos y locales), que articule un sistema político y de gestión efectivo
y eficiente, en clave de los objetivos de desarrollo sostenible 16 y 17 de la
Agenda 2030, España habrá fracasado definitivamente como país. Quedará
descabalgada del Siglo XXI y de los enormes desafíos que plantea. Y todo el
inmenso chorro de dinero prestado que regará nuestros presupuestos para paliar
este desastre sanitario, económico-financiero y social, se fugará una vez más
por las deterioradas cañerías de lo público, como consecuencia de nuestra
política clientelar o de nuestro secular déficit de dirección, gestión y
disciplina fiscal.
O la política se toma en serio el reto de afrontar un claro
y decidido plan de reformas institucionales para (como reconocía el profesor
Fernando Jiménez en un reciente Informe para la Fundación Schuman) mejorar
la capacidad política y de gestión de todos y cada uno de los niveles de
gobierno, o el fracaso en este viaje “de reconstrucción” será una vez más
mayúsculo. Y luego no pidamos que nos den dinero a espuertas sin
condicionalidad alguna. Con nuestros antecedentes mediatos e inmediatos, es
mejor no fiarse. Hay que demostrar desde el minuto uno que esta vez haremos los
cosas bien y en serio. Y, por tanto, mejor sería que comenzáramos a aprender de
algunas experiencias próximas (no hay que ir muy lejos: Portugal, por ejemplo),
y dar señales evidentes de que apostamos por un inaplazable fortalecimiento
político, institucional y de gestión que erradique de una vez por todas esa
política miope, endogámica y sectaria, incapaz de comprender la potencialidad
efectiva que para la buena política (la que ahora necesitamos) tiene
dirigir y gestionar profesionalmente de forma eficiente los recursos públicos y
prestar, así, mejores servicios a la ciudadanía. Nos va mucho en el
empeño. Nuestra propia existencia. Y el futuro de quienes pretendan vivir en
este país. Que no es poco.
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