Por Carles Ramió.-EsPúblico blog.- La crisis del coronavirus ha hecho evidente algo que me
preocupa desde hace unos años: la necesidad de reflexionar más y mejor sobre la
ética pública ante los enormes cambios a los que se expone nuestra sociedad por
la irrupción de la biomedicina, el big data combinado con la
inteligencia artificial, la globalización, la robótica y los nuevos paradigmas
económicos y laborales, por citar solo algunas de las transformaciones que
pueden ser más relevantes. Lo que más me ha impactado y generado todo tipo de
inquietudes éticas, vinculado con la crisis del coronavirus, es la atención
médica a nuestros venerables ancianos que contraen este virus.
Conocemos los
protocolos médicos que, para optimizar recursos de unos servicios de
emergencias y de cuidados intensivos saturados, discriminan a unos enfermos de
otros en función de los pronósticos médicos sobre su potencial porcentaje de
supervivencia. Si no tienes apenas posibilidades para sobrevivir no tienes
cabida en un hospital. Todavía me ha causado una mayor impresión la vía
holandesa de atención o los muy ancianos y/o muy enfermos. Que no se acerquen a
ningún hospital y que pacientemente esperen la llegada de la parca en sus
domicilios. Si fuera en Estados Unidos o en Gran Bretaña (que seguramente
optarán por este protocolo) nos hubiéramos escandalizado dada la apatía de las
instituciones políticas con la sanidad pública, una práctica neoliberal extrema
y unos líderes políticos, como Trump o Johnson, con muy poco apego al
sentimentalismo. Pero resulta que estamos hablando de Holanda, país referente
del Estado del bienestar y con una cultura institucional y social de primer
nivel en referencia a los derechos humanos. Me ha resultado especialmente
perturbadora la proclama de la jefa del departamento de geriatría de Gante «No
traigan a los pacientes débiles y a los ancianos al hospital. No podemos hacer
más por ellos que brindarles los buenos cuidados paliativos que ya les estarán
dando en un centro de mayores o en sus domicilios. Llevarlos al hospital para
morir allí es inhumano» Además, ha añadido: «Los pacientes con problemas
físicos o mentales como la demencia, que se encuentran ya muy débiles, tienen
más probabilidades de morir en los próximos 12 meses. Menos, si contraen el
coronavirus. Así que el tratamiento puede tener un efecto que prolongue la
vida, pero la posibilidad de una cura definitiva es muy pequeña». Aquí la ética
pública parece que está vinculada a una ética social de carácter religioso,
calvinistas, ellos, frente a católicos, nosotros. Por tanto, ¿es ético que en
España la mayoría de enfermos graves de coronavirus mueran en la más absoluta
soledad en nuestros hospitales? Incluso el personal médico y de enfermería,
ataviados con una indumentaria propia de astronautas, para asegurar la
profilaxis, han tenido que pintarse caras con sonrisas en sus aparatosas
vestimentas. Sin duda son dilemas éticos que van a generar debate. Ahora no hay
tiempo para debates y es perentorio tomar decisiones éticas a la brava. Pero
una vez superada esta crisis considero que todos los empleados públicos
deberíamos dedicar un tiempo de nuestras jornadas laborales a hacer debates
ordenados y productivos sobre los retos de la ética pública, tanto a nivel de
nuestras propias especialidades como a un nivel más institucional.
Nuevos estándares éticos
Definir nuevos estándares éticos a situaciones totalmente nuevas no es una tarea fácil y las administraciones públicas deben fomentar este proceso de manera rigurosa e innovadora. Nos van a hacer falta especialistas en filosofía y en ética que canalicen este proceso que debe ser colectivo mediante la gestión del conocimiento, la innovación y la inteligencia colectiva.
Nuevos estándares éticos
Definir nuevos estándares éticos a situaciones totalmente nuevas no es una tarea fácil y las administraciones públicas deben fomentar este proceso de manera rigurosa e innovadora. Nos van a hacer falta especialistas en filosofía y en ética que canalicen este proceso que debe ser colectivo mediante la gestión del conocimiento, la innovación y la inteligencia colectiva.
Otro gran dilema ético: El big data es ya es una
realidad que nos sumerge en fuertes controversias de carácter ético. El
filósofo Byung-Chul Han, en un reciente artículo, nos narraba la gestión
tecnológica del coronavirus en algunos países asiáticos. Ha quedado demostrado
que la vigilancia digital salva vidas. ¿Pero estaríamos dispuestos a aceptar en
occidente que nuestra conducta social sea evaluada constantemente por las
instituciones públicas? «En China hay 200 millones de cámaras de vigilancia,
muchas de ellas provistas de una técnica muy eficiente de reconocimiento
facial. No es posible escapar de la cámara de vigilancia. Estas cámaras dotadas
de inteligencia artificial pueden observar y evaluar a todo ciudadano en los
espacios públicos, en las tiendas, en las calles, en las estaciones y en los
aeropuertos». Me parece que para nosotros esto sería inaceptable, pero en
cambio, resulta que «toda la infraestructura para la vigilancia digital ha
resultado ser ahora sumamente eficaz para contener la epidemia. Cuando alguien
sale de la estación de Pekín es captado automáticamente por una cámara que mide
su temperatura corporal. Si la temperatura es preocupante todas las personas
que iban sentadas en el mismo vagón reciben una notificación en sus teléfonos
móviles. No en vano el sistema sabe quién iba sentado dónde en el tren. Las
redes sociales cuentan que incluso se están usando drones para controlar las
cuarentenas. Si uno rompe clandestinamente la cuarentena un dron se dirige
volando a él y le ordena regresar a su vivienda». Claro que China es una
dictadura, pero Corea del Sur, país democrático, ha aplicado una tecnología
similar para combatir el coronavirus.
Quien se aproxima en Corea a un edificio
en el que ha estado un infectado recibe a través de la “Corona-app” una señal de alarma. Todos los lugares
donde ha habido infectados están registrados en la aplicación. «No se tiene muy
en cuenta la protección de datos ni la esfera privada. Se publican los
movimientos de todos los infectados. Puede suceder que se destapen amoríos
secretos». Los asiáticos tienen una cultura colectivista y se someten
voluntariamente a la intromisión de los poderes públicos. ¿Sería esto posible
en nuestra cultura individualista que sacraliza la privacidad? ¿Podemos
quedarnos en un camino intermedio y utilizar estas tecnologías en casos
extremos como la actual crisis y luego no utilizarlas? ¿Confiaremos en unas
administraciones públicas que posean todo este potencial tecnológico? Todo un
debate de ética social que no es nada sencillo. La tecnología puede hacer
revivir las leyendas más oscuras del Leviatán. ¿Cómo vamos a controlar a esta
bestia? Pero si impedimos que los poderes públicos utilicen y dominen esta
tecnología, quizás sean las empresas privadas las que se conviertan en temibles
leviatanes y, en cambio, las instituciones públicas sean tan inocentes y tan
poco decisivas como unas ardillas, totalmente incapaces de dominar a las
bestias privadas. Sabemos que la biomedicina va alargar la vida y que, por
tanto, va a generar todo tipo de transformaciones sociales, conflictos
intergeneracionales y desigualdades sociales ante radicales diferencias en
expectativas de vida. Otro ejemplo que ilustra la necesidad de renovar los
estándares de la ética social y de la ética pública.
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