Por Rafael Jiménez Asensio.- La Mirada Institucional blog.- Desde hace tiempo, cuando pretendo poner en valor la ética
pública y la integridad de las instituciones recurro a diferentes autores
clásicos. Tanto a Séneca, como a Marco Aurelio, también Montesquieu. La
tradición del pensamiento filosófico está plagada de referencias a la necesaria
probidad del gobernante como espejo de ejemplaridad y refuerzo, así, de su
imagen institucional ante la población. Adam Smith, en su Teoría de
los sentimientos morales, define al buen estadista como aquel que reúne
dos grandes atributos: “Es la mejor cabeza unida al mejor corazón. Es la
sabiduría más perfecta combinada con la virtud más cabal” (Alianza, 2009,
p. 377). Dicho en términos más llanos: buen gobernante o servidor público sería
aquel que une competencia política o profesional (en expresión
de Léon Blum) junto a integridad de conducta. La reivindicación
de los valores públicos es algo muy importante, más aún cuando nos deslizamos
hacia una sociedad en la que la pobreza y la desigualdad harán fuerte mella en
la población en los próximos meses y años. En este contexto, los servidores
públicos (políticos, directivos y funcionarios) deben multiplicar su probidad
hasta límites desconocidos. Cualquier esfuerzo será pequeño. La mejora de la
confianza de la ciudadanía en las instituciones públicas, hoy en día tan
maltrecha, dependerá mucho de ello.
Sin embargo, la integridad institucional y la ética
pública han sido las grandes olvidadas de la agenda política española. Tan sólo
en el corto período de mandato del Ministro Jordi Sevilla tomaron
algo de visibilidad. Pronto olvidada. Ha habido que esperar varios años para
que algunos niveles territoriales de gobierno retomaran la iniciativa. El
inicio del cambio de paradigma de produjo con la puesta en marcha en 2013 del
Código Ético y de Conducta del Gobierno Vasco (altos cargos), que implantó un
sistema de integridad parcial que ha sido aplaudido incluso por el GRECO (Consejo
de Europa). El liderazgo de quien ha sido presidente de la Comisión de
Ética desde su puesta en marcha, Josu Erkoreka, tiene mucho que ver
en ese fuerte impulso. Luego han seguido otras instancias territoriales
(Comunidades Autónomas, entidades locales, organismos reguladores, etc.), que
también han desarrollado modelos de integridad institucional, algunos incluso
con pretensiones de transformarse en sistemas holísticos o de carácter integral
(como ha sido el caso de la Diputación Foral de Gipuzkoa).
Sorprende, en cualquier caso, la insensibilidad que
hacia las cuestiones de ética pública y de integridad institucional ha tenido
siempre (hasta la fecha) el nivel central de gobierno. El último informe del
GRECO sobre España (publicado en noviembre de 2019) pone de relieve tal
déficit. Tras varias tarjetas rojas, el Poder Judicial se dotó de unos
denominados Principios de Ética Judicial y, finalmente, bajo la
presión del GRECO, puso en marcha una Comisión de Ética Judicial. De las
Cámaras parlamentarias, mejor no hablar. Incapaces hasta ahora de construir un
sistema de integridad propio de carácter integral. Han aprobado medidas
cosméticas y poco más, cuya efectividad es más que dudosa. O de otros órganos
constitucionales, que tampoco se han dotado de código de conducta alguno (salvo
algún órgano regulador o administración independiente como la CNMC). Y, lo
más paradójico, es que hoy día el Gobierno y sus altos cargos carecen de tal
sistema de integridad. El Código de Buen Gobierno de 2005 “se derogó” por la
Ley 3/2015, reguladora del estatuto del cargo público. El Gobierno que
entonces llevaba la riendas fue absolutamente insensible hacia la problemática
de la integridad. Y, mientras tanto, la corrupción carcomía los cimientos de
las instituciones y de la sociedad española. Igualmente grave es que el
Gobierno que llegó al poder tras una moción de censura por un grave caso de
corrupción, dedicara ni entonces ni ahora ni un solo minuto a construir o
restablecer un mínimo sistema de integridad institucional. No hay órgano alguno
en la Administración General del Estado que asuma tales competencias. El
Código de conducta del TREBEP, aplicable a empleados públicos, ha pasado sin
pena ni gloria, como un perfecto desconocido. Y si ese es el “ejemplo” del
Gobierno central, no cabe extrañarse de que ese “modelo” de escepticismo
cínico se haya reproducido en la inmensa mayoría de Comunidades Autónomas
y entidades locales. Salvo códigos cosméticos, apenas nada se ha hecho.
Ahora que la Gobernanza, pésimamente entendida, vuelve a
primer plano de la actualidad, cabe preguntarse qué es eso de la “Gobernanza
Ética y la Integridad Institucional”. Dicho en términos muy sencillos: el
comportamiento y las conductas de los gobernantes y de los servidores públicos,
así como de aquellas entidades o personas que se relacionan con los poderes
públicos, son fuente de legitimación o de deslegitimación de las instituciones
y, por tanto, de la mayor o menor confianza que la ciudadanía tenga en ellas.
Por tanto, si bien es importante para quien ejerce un cargo público o un
empleo público actuar éticamente o de forma íntegra, pues en ello está en juego
su propia reputación personal, mucho más lo es para la institución a la
que representa o en la que desarrolla su actividad profesional; pues rota la
imagen institucional por una actuación (personal) incorrecta o corrupta,
restablecer la confianza en las instituciones es algo muy complejo y laborioso
en el tiempo. El daño a la reputación personal (falta de probidad o
corrupción) tendrá, en su caso, su sanción penal o administrativa, pero el
perjuicio institucional será probablemente irreparable. Y eso es lo que ha
sucedido en este país y en su sistema institucional los últimos años. Por
tanto, no se entiende tanto descuido, abandono o cinismo hacia el papel que la
integridad institucional tiene en el fortalecimiento o debilitamiento de
nuestras instituciones.
Actuación "ex post"
Así las cosas, en España se sigue fiando todo a la
actuación “ex post”, sancionadora o penal; esto es, al castigo de quien
infringe las normas. La actuación preventiva se descuida o abandona. Y en
no pocas veces, se ignora. Multiplicamos las leyes, que apenas aplicamos.
Cargamos a unos tribunales de justicia, por lo demás lentos y escasamente
efectivos, de querellas, demandas y litigios vinculados con la corrupción.
Creamos instituciones de control que apenas controlan, y nos vanagloriamos de
llevar a cabo políticas de Gobierno Abierto, basadas en la transparencia,
participación ciudadana y rendición de cuentas, olvidando que la premisa
sustantiva de todo gobierno y de las personas que allí desempeñan sus funciones
es el comportamiento íntegro y la probidad como guía. Sin ella, lo demás es
pura coreografía. Las leyes y las sanciones son necesarias, sin duda; pero
cuando se aplican el mal ya está hecho. Y la imagen institucional rota.
Restablecerla es tarea compleja.
Por tanto, no se puede hablar de Gobernanza sin
construir adecuadamente un Sistema de Integridad Institucional. Y ello requiere
impulsar una Política de Integridad, algo que sólo lo puede hacer la
propia política; esto es, quien gobierna. Y si la política no cree en ello, no
hay nada que hacer (como ahora sucede). Esa política de integridad hay que
definirla, impulsarla e interiorizarla. La ética no es cosmética, como
dijera Adela Cortina. No basta con aprobar códigos, hay que insertarlos en un
sistema de integridad y darles vida. La ética, como expuso el maestro
Aranguren, se hace siempre in via. Es cambiar hábitos, mejora
continua, al fin y a la postre desarrollo de una nueva cultura organizativa y
de gestión. También de un modo diferente de hacer política.
Simplificando mucho, un sistema de integridad
institucional debe configurarse de forma holística y disponer, al menos,
de una serie de elementos que le dan coherencia y sentido. A saber:
-Un código o códigos de conducta, como normas de
autorregulación o de carácter deontológico que definan valores y principios,
así como normas de conducta y de actuación.
-Un conjunto de mecanismos de prevención y difusión de
la cultura de integridad en la organización.
-Articular canales internos de dilemas éticos, quejas o,
en su caso, denuncias (en este último punto desarrollando la Directiva
(UE) 2019/1937, de protección del denunciante.
-Implantar órganos de garantía con autonomía e
independencia orgánica y funcional (Comisiones de Integridad o
Comisionados de Ética) que tramiten y resuelvan los dilemas, quejas o las
denuncias e interpreten y apliquen los principios o normas de conducta. Sirvan
de faro u orientación en cada organización.
-Disponer de un sistema continuo de evaluación y de
adaptación permanente de tales códigos como instrumentos vivos (OCDE).
Como expuso la OCDE en 2017 (en un documento enunciado Integridad
Pública), tal política de integridad pública tiende a preservar a las
instituciones frente a la corrupción, y se debe basar en tres ejes: a)
Un sistema de integridad coherente y completo (no basta con exigir
sólo la integridad de los políticos); b) Un desarrollo de la cultura
de integridad; y c) Un mecanismo eficaz de rendición de cuentas.
En verdad, queda mucho trecho por recorrer para que las
instituciones públicas en España apuesten de forma decidida y sincera por una
política de integridad. Lo positivo es que se están dando algunos pasos
importantes, pero siempre en ámbitos territoriales no estatales. Hay
todavía mucho desconocimiento, no pocas actitudes escépticas o cínicas (tanto
en la política como en el empleo público o, incluso, en la propia academia),
así como una desvalorización permanente de lo que no es exigible por normas
coactivas. En esa magnificación del Derecho y correlativo olvido o repulsa de
la prevención y de la autorregulación, probablemente se encuentre la
propia impotencia de aquél, así como esa multiplicación de conductas
irregulares proliferan en nuestro espacio público que, por cierto muchas de
ellas, quedan impunes. Trabajar en gestión y prevención de riesgos (en el
ámbito de la contratación pública, gestión de personal, ámbito
económico-financiero, subvenciones, etc.) es la mejor inversión que puede hacer
una organización pública. Y ello sólo puede enmarcarse en una política de
integridad institucional o de Gobernanza ética. Algo que, por cierto, apenas
tiene coste económico alguno y ofrece unos retornos (en términos de
legitimación institucional) incalculables. En los duros años que vienen de
contención presupuestaria y de prioridades dramáticas de recursos escasos,
todavía será más importante su implantación y desarrollo. Hay que
evitar toda mala práctica (favoritismo, clientelismo), como cualquier
manifestación de conductas corruptas. La prevención es una de las claves. Pongámosla
en funcionamiento. La buena política tiene la última palabra.
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