"Podría decirse que los mercados se ocupan con éxito de un sinfín de problemas complicados, pero dejan cada vez más para el estado los problemas complejos"
"La construcción de entornos avanzados de gobernanza colaborativa se dibuja como la condición para afrontar con éxito los grandes problemas colectivos de nuestro tiempo"
"El sector público del futuro tendrá que ser, probablemente, más inteligente, más diverso y descentralizado, y más colaborativo"
Francisco Longo. Blog Agenda Pública.- Como un viejo elefante que
contempla de lejos las luchas de los depredadores, el sector público vive a
distancia los procesos de destrucción creativa que acompañan a la innovación en
los mercados.
Alejado de la competencia y protegido así de la amenaza schumpeteriana,
los ritmos de cambio de sus organizaciones son mucho menos dependientes del
entorno que los de las empresas. Esto no quiere decir que no cambien. Se van
adaptando de forma gradual a la innovación tecnológica, pero lo hacen
habitualmente sin alterar sus patrones básicos de funcionamiento ni sus
estructuras de poder. Sólo en raras ocasiones los gobiernos emprenden reformas
de amplio alcance, obligados por la crisis fiscal que es siempre la condición
necesaria -aunque no suficiente, como muestra el caso de nuestro país- de esas
transformaciones.
Y sin embargo, se hace
difícil creer que el huracán de cambios disruptivos que en esta segunda década
del siglo sacude y desestabiliza las economías y las sociedades de la era
global/digital no acabe por afectar también a las organizaciones públicas y a
quienes trabajan en ellas. Al menos, cuatro grandes tendencias de fondo parecen
llamadas a alterar en profundidad la configuración y los modos de hacer del
sector público.
Crece la complejidad y
dificultad de los problemas sociales. El economista Ernst Schumacher llamó
“divergentes” a aquellos problemas que, cuanto mayor es la dotación de
inteligencia con que se analizan, más probable es que susciten soluciones
contrapuestas. En un sentido análogo, Ronald
Heifetz, de Harvard, denomina “adaptativos” a los problemas que carecen de
soluciones técnicas protocolizadas por el conocimiento disponible. Pues bien,
un número creciente de los problemas colectivos contemporáneos responden al
tipo divergente y adaptativo. Asuntos como el calentamiento global, el
crecimiento de las desigualdades, la congestión de las megalópolis o el fracaso
escolar, por citar algunos ejemplos de alcance universal, reúnen alta
complejidad y alta incertidumbre. Son escenarios poco propicios para la
intervención de los actores económicos en condiciones de mercado. Podría
decirse que los mercados se ocupan con éxito de un sinfín de problemas
complicados, pero dejan cada vez más para el estado los problemas complejos.
Esos que los anglosajones han dado en llamar wicked (terribles),
y cuya insidiosa multicausalidad hace difícil relacionar los síntomas con
las intervenciones, y estas con los impactos.
Hiperpluralismo
El poder se difumina. Como
ha escrito Moisés Naím (“El
fin del Poder“), el poder ya no es lo que era. Atribuido tradicionalmente a
las burocracias jerarquizadas –privadas o públicas- de gran tamaño, hoy lo
encontramos disperso en una multiplicidad de “micro-poderes” que contrarrestan
y minimizan la capacidad de aquéllas. La globalización ha vuelto ilusoria la pretensión
de preservar la hegemonía defendiendo los feudos territoriales, por mucho que
los gobiernos invoquen nostálgicamente la soberanía sobre esto o lo otro. Para
el autor venezolano, el acceso –o la ambición de acceder- de miles de millones
de habitantes del planeta a una vida más plena, móvil e interconnectada, está
cuestionando todas las fuentes tradicionales del poder y creando, al mismo
tiempo, múltiples focos de poder alternativo. Vivimos en el mundo de lo que Donald Kettl ha
llamado “hiperpluralismo”, o Francis
Fukuyama “vetocracia”, en el que los gobiernos ejercen una influencia
necesariamente compartida y sometida a contrapesos cada día mayores.
La innovación tecnológica
se vuelve exponencial. Los cambios tecnológicos que los sistemas públicos
han ido metabolizando en las últimas décadas no son comparables en
trascendencia con los que, en el horizonte inmediato, apuntan ya en
inteligencia artificial, neurociencias, robótica, biomedicina, big data,
nanotecnologías y otras áreas del conocimiento humano. En “The Second
Machine Age”, Brynjolfson y McAffee han bautizado como “exponencial” la
impresionante aceleración producida por el avance cruzado en todos estos
campos. La disrupción tecnológica alterará drásticamente los
requerimientos que la sociedad dirige a las organizaciones públicas en lo que
afecta a sus sistemas de producción (ya se trate de seguridad, salud,
educación, ciencia, promoción económica, ordenación del territorio u otros
ámbitos) a las competencias y perfiles profesionales necesarios, a las formas
de organizar sus procesos y actividades y a los modos de relacionarse con los
ciudadanos.
Las personas son cada vez
más capaces y autónomas. La acción combinada de la globalización y la revolución
digital ha creado imparables dinámicas de desintermediación que dotan a los
individuos de capacidades nuevas para actuar por sí mismos en múltiples campos.
En casi todos los sectores de actividad económica –del turismo al audiovisual,
del transporte a la banca-, este fenómeno está produciendo macro-procesos
adaptativos y cambiando los modelos de negocio de las empresas. Parece
improbable que esta “revolución de la plataforma”, en expresión de Geoffrey
Parker, no acabe por alcanzar a los gobiernos y sus organizaciones. Los
servicios públicos son intensivos en mediaciones -piénsese en el trabajo de
profesores, médicos, orientadores laborales, gestores de infraestructuras o
transportes- que tendrán que reformularse en muchos casos de forma radical.
El futuro del sector público
¿Será el elefante sensible
a estos movimientos de fondo en el ecosistema? Micklethwait y Wooldridge,
periodistas de The Economist, sugieren en un libro reciente (“The
Fourth Revolution”) que algunos cambios han comenzado. Aventuraremos un
pronóstico: el sector público del futuro tendrá que ser, probablemente, más
inteligente, más diverso y descentralizado, y más colaborativo.
El primer reto es reducir
el déficit cognitivo. La brecha actual entre lo que los gobiernos y sus
organizaciones saben y los desafíos que afrontan es descomunal y no para de
crecer. En tiempos complejos e inciertos, la creación de valor público se
relaciona más con el conocer, aprender y liderar procesos sociales que con el
producir. En esa dirección, la tecnología -la revolución de los grandes datos,
especialmente- ofrece una oportunidad para diseñar políticas e intervenciones
mucho mejor focalizadas y basadas en la evidencia. El salto tecnológico exige,
eso sí, una fortísima inversión en conocimiento. En un sector público
dedicado hasta ahora a hacer cosas, más que a conseguir que las cosas pasen, y
poblado todavía por extensos contingentes de trabajo de cualificación media y
media-baja, serán inevitables sustanciales reconversiones de capital humano.
Internalizar inteligencia y externalizar trámite parece el modo lógico de
orientarlas.
Esa inyección de
inteligencia, aplicada en un conglomerado público que es ya extraordinariamente
diverso, será incompatible con los diseños homogéneos, rígidos, verticales y
centralizados de las burocracias. El conocimiento, en especial cuando se halla
sometido a dinámicas permanentes de actualización y aprendizaje, es poco
compatible con la unidad de mando y el uniforme. Los sistemas públicos del
futuro tendrán que parecerse a constelaciones de núcleos de conocimiento más
pequeños, diversos y autónomos, regidos por reglas mucho más flexibles. Serán,
en expresión de Clayton
Christensen, redes de “mutantes” adaptados a cada uno de los entornos
especializados en que operen. Estarán fuertemente profesionalizados y abiertos
a interacciones múltiples que en buena medida se desarrollarán en espacios
digitales y tendrán un alcance global.
Y todo ello exige que el
estado renuncie al mito de la autosuficiencia y asuma la pérdida del monopolio
que en otro tiempo mantuvo en la creación de valor público. El sector público
del futuro tendrá que profundizar la reinvención de sus modelos de relación y
colaboración con una amplia diversidad de actores (individuos, academia, grupos
de investigación, organizaciones sociales, empresas) situados extramuros de la
fortaleza estatal. La colaboración público-privada, pese a los ejemplos de mala
práctica y los ataques fuertemente ideologizados que ha sufrido en España en
los últimos años, formará parte del paisaje. Como escribía hace poco en Financial
Times Mariana Mazzucato, no son
momentos para disyuntivas falsas o ideológicas entre estado y mercado. Por el
contrario, la construcción de entornos avanzados de gobernanza colaborativa se
dibuja como la condición para afrontar con éxito los grandes problemas
colectivos de nuestro tiempo.
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