Miguel Sánchez Morón*. Inap.--De entre el amplio panorama de nuestras instituciones
públicas, pleno de entidades y órganos administrativos, probablemente no hay
otra más controvertida que las Diputaciones Provinciales (*).
La controversia sobre las Diputaciones no es una novedad.
En unos momentos más, en otros menos, siempre las ha acompañado desde su
nacimiento. Ahora, sin embargo, la posición crítica está más extendida y cuenta
con más argumentos que nunca en pro de su desaparición. Por eso ha sido asumida
ya en algunos programas electorales y pactos de gobierno entre partidos, como
el que firmaron en el mes de marzo de 2016 el PSOE y Ciudadanos. Conviene
analizar por qué.
Como se recordará, la Diputación Provincial es una
institución prevista por la Constitución de Cádiz de 1812 para la
administración del territorio y creada efectivamente en España en 1833, cuando
se generalizó la división provincial que hoy conocemos, que sustituía a otras
circunscripciones históricas. El modelo era similar al del departamento francés
instituido por la Revolución y difundido en otros países europeos - aunque
nuestra división provincial procuró tener en cuenta los vínculos históricos- y
respondía a la filosofía propia del Estado liberal de la época: un esquema de
administración uniforme en todo el territorio para asegurar la igualdad de derechos
y promover al tiempo la prosperidad de cada provincia.
Cuentan los historiadores (1)
que la división provincial y la creación de las Diputaciones no tuvieron, en un
principio, la misma aceptación en todo el país. Bien recibidas en los
territorios del antiguo Reino de Castilla, fueron objeto de recelo en Cataluña
y otros territorios de la antigua Corona de Aragón, más apegados a sus
instituciones tradicionales –sobrejuntarías y veguerías-, y también en el País
Vasco y Navarra, defensores de sus instituciones forales. Además, la nueva
organización territorial del Estado excluía cualquier reconocimiento oficial de
los antiguos reinos, principados y regiones peninsulares.
Dejando de lado ahora la división provincial establecida,
y limitándonos a la vertiente institucional, hay que recordar también que en
aquel momento inicial la Diputación era simplemente una corporación de notables
representativa de los ayuntamientos, a su vez elegidos por sufragio censitario,
con funciones meramente deliberativas y presidida por un jefe político o
Gobernador Civil nombrado por el Gobierno central, única autoridad a la que se
conferían poderes ejecutivos.
De ahí que, en palabras de VICENS VIVES, la provincia y
sus instituciones fueran percibidas, al menos en los territorios no
castellanos, como “la quintaesencia del liberalismo centralizado” (2).
Tan solo en el País Vasco y Navarra la situación evolucionó de diferente modo,
pues una vez finalizadas las guerras carlistas y a consecuencia de ellas, las
Diputaciones absorbieron las instituciones forales (o viceversa),
confundiéndose con éstas, lo que deparó a las Diputaciones Forales un régimen
de mayor autonomía, mayores competencias y mayores recursos económicos, que,
con el paréntesis del período franquista para algunas de ellas, ha llegado
hasta nuestros días.
Origen político para controlar a los municipios
En el resto del territorio, las Diputaciones Provinciales
no se concibieron como administraciones prestadoras de servicios públicos a los
ciudadanos. Ni siquiera esencialmente como instituciones de fomento de la
riqueza y el desarrollo provincial. Podían haberlo sido, de haberse aplicado la
Instrucción para el gobierno económico político de las provincias de 23 de
junio de 1823 –que tuvo muy escasa vigencia, en diferentes momentos del siglo
XIX- o las pretensiones de JAVIER DE BURGOS, plasmadas sucintamente las
Instrucciones anejas al Real Decreto de la Reina Gobernadora de 30 de noviembre
de 1833. Más bien fueron instituciones de naturaleza política, mediante las que
se llevaba a cabo el control político y económico de los municipios y se
aseguraba la vinculación de las “fuerzas vivas” de la provincia al Gobierno
central. Las Diputaciones y el Gobernador Civil a su frente se convirtieron
pronto en pieza esencial de la maquinaria caciquil de la época, fuente de
prebendas y de favores en el reparto de los presupuestos públicos.
Eso sí, dicho sistema de administración territorial
favoreció decisivamente el desarrollo de una red de ciudades capitales que
articulaba el territorio circundante, puesto que se constituyeron en centros de
relaciones políticas y económicas y en sedes de una burocracia en expansión.
Solo desde finales del siglo XIX –en concreto desde la
Ley Provincial de 20 de agosto de 1870- se intentó dotar a esa institución de
otro carácter, asignándole de manera efectiva algunas competencias propias,
como la construcción y mantenimiento de las carreteras secundarias y otras
obras públicas provinciales, la creación y el sostenimiento de los
establecimientos que entonces se denominaban de beneficencia y que, con el
tiempo, configurarían una red provincial de hospitales públicos (entre otras
cosas), o el sostenimiento de establecimientos de instrucción secundaria. Pero
no se pasó de ahí. Al contrario, en el sistema político real de la Restauración
siguió primando de manera absoluta la función de control político del
territorio y, en particular, de los ayuntamientos.
Así lo expresaría más tarde la Exposición de Motivos del
Estatuto Provincial de 20 de marzo de 1925, que resume de manera crítica la
primera etapa histórica de las instituciones provinciales:
“Fruto de legislador, nacieron con detrimento de una
cuasi milenaria división en reinos que vivificó gran parte de la historia de
España. Sin duda por esto, no les faltaron detractores desde los primeros
tiempos (). Y bien pronto hubieron de unirse a las diatribas sugeridas por su
origen, las inspiradas en la labor de sus órganos rectores. Las Diputaciones,
en efecto, salvo honrosas excepciones, forzadas a vivir en penuria
económicamente lamentable, solo abordaron con amplitud la tarea política:
esclavos de ella, trocáronse de tutores en verdugos de la vida municipal,
sirvieron de refugio a desaforadas pasiones oligárquicas y diseminaron la
gangrena del caciquismo en los más apartados rincones y lugares del país. No es
de extrañar, por tanto, que en torno a las Diputaciones se haya tejido en
muchas provincias una atmósfera mefítica vigorosamente pasional y hostil”.
De hecho es el Estatuto de 1925, que apenas tendría
vigencia por sí mismo, la norma que cambia pro futuro la concepción sustantiva
de la institución provincial. Definida como “institución contingente, no
inexcusable, destinada a complementar y estimular las energías municipales”, su
labor esencial constituye desde entonces el apoyo y asistencia a los municipios
en el ejercicio de sus funciones y en la prestación de los servicios públicos,
pues, en palabras del propio Estatuto, no hay una diferencia sustancial entre
las competencias municipales y provinciales, sino que “la diferencia está en el
grado, en la órbita”.
La historia posterior podía haber sido, no obstante,
diferente a partir de la segunda mitad del siglo XX, cuando, al igual que ya
sucedía en otros Estados europeos, empezó a desplegarse en el nuestro un
extenso aparato administrativo en consonancia con el modelo de desarrollo
económico que entonces se impulsaba, en el que el intervencionismo público
cobró renovado protagonismo. En ese período, bajo el régimen franquista, se
mantuvo la circunscripción provincial para la administración del territorio.
Pero lo que se potenció fue la Administración periférica propia del Estado en
las provincias, es decir, las delegaciones ministeriales y las llamadas
Comisiones Provinciales de Servicios Técnicos, no los servicios de las
Diputaciones Provinciales, que siguieron estancados en sus funciones
tradicionales: carreteras y caminos locales, hospitales, algunos servicios
sociales y actividades de fomento. La Diputación no creció como administración
local, sino que siguió predominando en ella la vertiente política, convertida
en baluarte de los cuadros locales del Movimiento.
Dados los precedentes y como escribió GARCÍA DE ENTERRÍA,
“en el momento de la redacción de la Constitución [de 1978] podría y, más
firmemente, debería, sin duda alguna, haberse planteado la magna cuestión de la
posición de la provincia, y aun de su misma subsistencia, dentro del esquema
territorial que la Constitución quería establecer” (3).
Sin embargo, la garantía de la provincia como entidad local y de las
Diputaciones o instituciones representativas de la misma en el texto
constitucional y hasta la misma rigidez con que se protege la división
provincial existente, solo se explica –aparte de por los planteamientos de los
partidos mayoritarios- porque el Título VIII no generalizó la creación de las
Comunidades Autónomas, sino que trazó un sistema abierto y de resultado
incierto, que permitía justificar la pervivencia de la provincia como única
institución supramunicipal existente en todo el territorio del Estado.
Cuando poco después de aprobada la Constitución sí se
generalizó el mapa autonómico, quedó sin sostén esa justificación. No solo eso,
sino que la Diputación Provincial dejó de existir en una parte del territorio,
sustituida por las Comunidades uniprovinciales y los Cabildos y Consejos insulares
o, de nuevo, por las Diputaciones Forales de los Territorios Históricos vascos,
todos ellos gobiernos y administraciones territoriales mucho más fuertes, con
mayores competencias y recursos y políticamente más genuinos e influyentes, al
ser de elección directa. Por su parte, el Parlamento de Cataluña pretendió
vaciarlas de contenido, mediante una Ley “de transferencia urgente y plena de
las competencias de las Diputaciones a la Generalitat”, anulada tempranamente
por el Tribunal Constitucional en STC 32/1981, de 28 de julio. Mientras, en la
Comunidad Valenciana se trató –con escaso éxito a la larga- de someterlas a una
férrea coordinación y control autonómico –opción validada por el Tribunal
Constitucional en STC 27/1987, de 27 de febrero-; y en Cataluña y Aragón (así
como en El Bierzo) se ha aprobado una nueva división comarcal, difícilmente
compatible en términos de economía y eficacia administrativas con el nivel
provincial de gobierno.
Aun así, los Pactos Autonómicos de 1981, que se aprobaron
sobre la base del informe de la Comisión GARCÍA DE ENTERRÍA, pretendieron
insuflar nueva vida en las Diputaciones Provinciales, toda vez que estaban
garantizadas por la Constitución, proponiendo que les fuera encomendada la
gestión administrativa ordinaria de las competencias de las Comunidades
Autónomas en el territorio, de manera similar, por cierto, a como se preveía en
la Constitución italiana de 1947, que también mantenía la provincia junto a las
nuevas regiones como estructura de la organización territorial de la República.
Se trataba con ello de aprovechar la organización y experiencia de la
administración provincial por las nacientes Comunidades, ahorrando el esfuerzo
económico y organizativo de construir nuevas y voluminosas administraciones
regionales. De hecho, esa propuesta se recogió en la mayoría de los Estatutos
de Autonomía de las Comunidades pluriprovinciales que se aprobaron
seguidamente. Pero, al igual que en Italia, no se llevó nunca a la práctica,
pues también las Comunidades Autónomas, como antes el Estado, prefirieron
desarrollar su propia red administrativa territorial mediante delegaciones y
servicios provinciales de las Consejerías. Es más, la administración autonómica
absorbió gradualmente los servicios sanitarios de competencia provincial en sus
propios Servicios de Salud y, en unas Comunidades más en otras menos, fue
asimismo haciéndose cargo de otras funciones –carreteras y obras públicas,
servicios sociales, etc.- antaño desempeñadas como propias por las Diputaciones
Provinciales.
"Cascarón vacio", según Muñoz Machado
En consecuencia la Diputación Provincial, subsistente
solo en parte del territorio nacional, ha quedado relegada a un papel muy
secundario en el conjunto de nuestro sistema administrativo, dentro del actual
marco constitucional: un “cascarón vacío”, en palabras de S. MUÑOZ MACHADO, que
ha recordado recientemente P. ESCRIBANO (4).
En realidad, su única función importante es la asistencia financiera y técnica
a los pequeños municipios. Y esa fue, en efecto, la única competencia concreta
y específicamente definida como propia de la provincia en la Ley de Bases del
Régimen Local de 1985 y la que contemplan la mayoría de leyes autonómicas sobre
administración local.
Bien entendido que no se trata ni siquiera de una función
exclusiva y excluyente, pues también las Comunidades Autónomas y el propio
Estado colaboran de diversa manera al sostenimiento económico y la prestación
de los servicios municipales. Inclusive en alguna Comunidad Autónoma como
Cataluña, el instrumento de cooperación con los municipios por antonomasia, que
son los planes de obras y servicios, se aprueba por la Comunidad Autónoma (Plan
Único de Obras y Servicios de Cataluña) –opción aceptada por la jurisprudencia
constitucional (STC 109/1998, de 21 de mayo)-, mientras que en otra de vocación
más provincialista, como es Castilla y León, corresponde al Gobierno regional
la coordinación de tales planes provinciales, fijando de manera vinculante los
objetivos y prioridades a que deben responder (Ley 2/2011, de 4 de marzo). Solo
esta Comunidad Autónoma, por cierto, ha transferido a las Diputaciones
Provinciales el ejercicio de algunas competencias administrativas de
titularidad autonómica y mantiene al menos un Consejo de Provincias de carácter
consultivo. En otras legislaciones autonómicas, por ejemplo la andaluza (Ley
5/2010, de 11 de junio, de autonomía local), el papel de las Diputaciones
aparece mucho más difuminado y no se prevén transferencias a las mismas de
servicios de titularidad autonómica, sin perjuicio de la posibilidad de
delegación, harto infrecuente en la práctica.
Una administración pública sin espacio propio
La dificultad de la institución provincial para escapar a
ese destino, es decir, para revertir ese proceso histórico de decadencia, ha
quedado demostrada una vez más de manera reciente, en el proceso de aprobación
y de aplicación de la última reforma del régimen local general, la que se ha
plasmado en la Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración
Local (LRSAL), Ley 27/2013, de 12 de diciembre de 2013. En atención a los
objetivos de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera de la
administración local, se intentó atribuir a las Diputaciones Provinciales la
prestación de una serie de servicios municipales básicos en los municipios de
menos de 20.000 habitantes. A medida que progresaba la iniciativa legislativa,
esa responsabilidad de prestación de servicios se redujo a una más indefinida
facultad de coordinación y, en último extremo, mediante fórmulas que cuenten
“con la conformidad de los municipios afectados” (art. 26.2 LBRL), de manera
que son los municipios los que decidirán si sus servicios se prestan por las
Diputaciones u otras entidades supramunicipales o no. De momento, a los tres
años de aprobada la Ley, no conozco que en ninguna provincia existan planes o
proyectos para organizar la prestación de esos servicios básicos a nivel
provincial. En este punto, como en otros de la misma Ley, la última reforma
local parece abocada al fracaso. Al fin y al cabo las Diputaciones Provinciales
son instituciones por así decir emparedadas entre otras dos políticamente más
fuertes y socialmente más reconocidas, que defienden celosamente su propia
esfera de competencias.
Pues bien, hay que preguntarse si la pervivencia de esa
única función relevante que es la cooperación y asistencia a los pequeños
municipios - el solo núcleo indisponible por el legislador definitorio de su
autonomía, conforme a la jurisprudencia constitucional-, justifica pro futuro
el mantenimiento de la institución. Naturalmente, se trata de una consideración
de lege ferenda, más precisamente de constitutione ferenda, pues es obvio que
la eventual supresión de las Diputaciones Provinciales pasa necesariamente por
la reforma de los artículos 137 y 141 de la CE.
A este respecto conviene tener en cuenta también algunos
datos. Pese a que aquélla es su única competencia propia específica en todo el
territorio en el que existen, los ingresos medios de las Diputaciones
Provinciales, según el último Informe del Tribunal de Cuentas sobre el gasto
público local, ascienden a más de 150 millones de euros (5).
En total –incluyendo las Diputaciones Forales, que cuentan ciertamente con más
recursos que las ordinarias, como se ha dicho- sumarían más de 6.200 millones
de euros, una cantidad considerable, que equivale aproximadamente al 12 por 100
de los ingresos de las administraciones locales.
Claro está que no todo ello va a parar a la cooperación
municipal. En virtud de sus competencias mucho más abstractas de “prestación de
servicios públicos de carácter supramunicipal” y sobre todo de “fomento del
desarrollo económico y social” de la provincia, las Diputaciones prestan
algunos servicios, sobre todo de carácter social o cultural, y particularmente
distribuyen ayudas y subvenciones entre organizaciones sociales, entidades y
empresas locales. Lo hacen normalmente con un amplio margen de
discrecionalidad, pues no son funciones que tengan una regulación estricta por
regla general. En el ejercicio de esas funciones la tentación clientelar es
fuerte, sin duda. Las informaciones de prensa que aluden a prácticas
clientelares de algunos célebres Presidentes de Diputación (por ejemplo, en
Galicia), por no hablar de los procesos judiciales en que otros se han visto
involucrados (por ejemplo, los recientes Presidentes de las tres Diputaciones
valencianas), no hacen sino confirmarlo.
De otra parte, las Diputaciones Provinciales son
corporaciones formadas por representación indirecta, lo que significa en la
práctica que su composición se decide, mucho más que por los ciudadanos, por
las direcciones de los partidos políticos, en particular de los grandes
partidos, que son los que pueden sumar un número suficiente de votos en
diferentes municipios para obtener representación en la Diputación. Son las
direcciones de los partidos las que distribuyen los cargos de Diputado
Provincial, en número aproximado a los mil, con gran libertad de criterio.
Prácticas clientelares
A ello que hay que sumar otros tantos cargos de
confianza, como asesores eventuales o dirigentes de empresas, organismos o
fundaciones dependientes de las Diputaciones, que también las hay. No fueron,
por cierto, tímidas muchas de las Diputaciones en el nombramiento de cargos de
confianza, como han demostrado algunos estudios (6),
y aun hoy la Ley citada 27/2013 (LRSAL) les permite contar con personal
eventual en número igual al del municipio más poblado de la provincia, cuando
lo cierto es que aquéllas desempeñan muchas menos funciones que éstos.
De otra parte, según los últimos datos publicados del
Registro Central de Personal (enero de 2016), hay más de 61.000 empleados en
las Diputaciones Provinciales y Forales y Cabildos y Consejos Insulares, de lo
que puede deducirse que el personal al servicio de las primeras no debe bajar
de los 50.000. De hecho, el gasto en materia de personal de las mismas, según
el Tribunal de Cuentas, supera los 1.800 millones de euros, lo que representa
casi el 30 por 100 del gasto total de las Diputaciones.
¿Es realmente necesario todo ese aparato
político-administrativo, todo es volumen de ingresos y todo ese gasto de
personal para prestar la función de cooperación y asistencia a los pequeños
municipios y unas cuantas funciones complementarias?
No me resisto aquí a recordar algo que me viene a la
cabeza cuando yo mismo me hago esa pregunta. No hace mucho tiempo hube de
realizar un informe jurídico sobre una cuestión de empleo público que me
planteó una Diputación Provincial, para lo cual me fue preciso analizar la Relación
de Puestos de Trabajo de esa corporación. Además del personal técnico y los
funcionarios de diferente rango que es lógico presuponer al servicio de una
administración semejante –en número no escaso, pues pasaba de los mil
efectivos-, me sorprendió la inclusión en nómina de otra serie de puestos de
trabajo variopintos, a saber: 7 cocineros y 8 ayudantes de cocina, 4 puestos de
costurero/a, 14 puestos de lavandera-planchador/a, otros de peluquero/a,
carpintero, pintor, electricista calefactor y electricista climatizador, varios
más de oficiales de impresión, un puesto de “guardador” (no se sabe de qué), 36
puestos de peones más otros 4 de peones de vivero, etc. Aunque no pretendo
caricaturizar ni elevar la anécdota a la condición de categoría, me parece que
son datos suficientemente reveladores de la condición de las Diputaciones como
instituciones “empleadoras”, en el sentido más literal de la expresión.
No se trata, por otra parte, de empleo cualquiera sino de
ese tipo que los sindicatos suelen denominar “de calidad”, es decir, con muchos
derechos y menos obligaciones. Al efecto puedo señalar también cómo el
argumento central de la reivindicación de un nuevo complemento de carrera por
parte de los empleados de una Comunidad Autónoma para la que recientemente he
elaborado otro informe era el agravio comparativo con las retribuciones de los
empleados de las Diputaciones Provinciales y su pretensión de equiparse a
éstos, mucho mejor retribuidos. Y, por supuesto, estamos hablando de empleos
estables por regla generalísima, hasta el punto de que algunas de las
corporaciones provinciales han sido sensibles en años pasados a la demandas de
“funcionarización” de todo su personal, de manera casi automática.
Significativo es al respecto que, en sendas sentencias de 3 de marzo y 26 de
mayo de 2014, relativas a las Diputaciones de Granada y Jaén, el Tribunal
Superior de Justicia de Andalucía, con sede en Granada, haya tenido que
declarar lo siguiente: “La funcionarización no puede encontrar su razón de ser
en satisfacer los intereses de quienes ocupan los puestos o en homogeneizar su
régimen jurídico, sino en el mejor servicio público y la gestión
administrativa”. En definitiva, en estos y probablemente en otros casos, las
corporaciones provinciales parecen haber sido más proclives que otras
administraciones a asumir las exigencias de sus empleados, con independencia de
otras consideraciones.
Llegados a este punto, conviene preguntarse a qué o a
quién beneficia hoy en día la subsistencia de las Diputaciones Provinciales. Por
parte de quienes las defienden suele apelarse más que nada a la asistencia que
prestan a los pequeños municipios, que es imprescindible para que éstos puedan
prestar en condiciones los servicios de su competencia. Sin duda, esos pequeños
municipios necesitan asistencia financiera y técnica. Pero no es imprescindible
que les llegue de una Diputación Provincial. Esa función puede prestarse
perfectamente por las Comunidades Autónomas, como ya sucede en parte, en su
caso a través de sus servicios territoriales o periféricos. Es más, debería
organizarse y regularse como una función propiamente administrativa, sometida a
criterios exclusivamente técnicos y de legalidad, claros y transparentes,
además de eficientes, y no a criterios de discrecionalidad política, ni
siquiera mínimamente. Obviamente para eso –para asistir técnica y
económicamente a los municipios o aprobar planes de cooperación a las obras y
servicios municipales- no se precisa de un nivel de gobierno local
diferenciado.
También es necesario para el buen funcionamiento de la
administración local organizar la supramunicipalidad, es decir, la prestación
conjunta de algunos servicios municipales, sea en el ámbito rural como en el
urbano. Pero ese fin nunca o casi nunca lo ha cumplido la Diputación Provincial,
sino otras instituciones como las mancomunidades y los consorcios, o algunas
áreas metropolitanas. Seguramente para ello el ámbito territorial de nuestras
provincias, relativamente extensas, no es siquiera el más idóneo. El fracaso de
la LRSAL en este aspecto lo evidencia una vez más.
Tampoco son necesarias las Diputaciones para la
vertebración del territorio, pues una cosa es que desaparezca la Diputación y
otra distinta que quede abolida la provincia como circunscripción
administrativa de los servicios territoriales del Estado y de las Comunidades
Autónomas, algo que en este momento nadie plantea. Ello aparte de la
configuración de la provincia como circunscripción electoral, que no puede
cambiarse sin otro pacto constitucional, seguramente más complejo.
A mi modo de ver, en realidad el mantenimiento de las
Diputaciones a quien más ha beneficiado y beneficia es a los partidos
políticos. Por un lado les permite ese reparto de cargos entre militantes y
afines que, como sabemos, les es consustancial (7).
De otro lado, la estructura provincial y el sistema de representación indirecta
atribuye a los aparatos de partido un poder evidente para organizar sus
jerarquías: promover algunas carreras políticas, premiar otras en su etapa
final, recompensar fidelidades... Además se viene a otorgar a los designados
para tales cargos la facultad de manejar un presupuesto considerable, sin la
responsabilidad correlativa de organizar ni prestar grandes servicios públicos
al ciudadano. Un gasto público que consiste casi por entero en nóminas,
transferencias y subvenciones y que, por así decir, es menos “visible” para el
conjunto de la ciudadanía.
Obviamente, el mantenimiento de las Diputaciones favorece
también a los beneficiarios de ese gasto: desde los numerosos empleados a su
servicio, pasando por aquellas entidades y organizaciones normalmente
dependientes de los presupuestos públicos –los llamados agentes sociales y
algunas organizaciones no gubernamentales- hasta empresas e iniciativas de
carácter local, de muy variada naturaleza. No puede extrañar por ello que para
una parte significativa de la opinión pública las Diputaciones se perciban hoy
como “la quintaesencia del clientelismo”. Si a ello se añade la necesidad, cada
vez más acuciante, de controlar el gasto público, eliminar duplicidades,
incrementar la eficacia y eficiencia del aparato administrativo en su conjunto,
tampoco puede extrañar que la supresión de las Diputaciones Provinciales se
defienda por cada vez más estudiosos de la administración –economistas, juristas,
politólogos- y que haya llegado a los programas de algunos partidos de ámbito
nacional.
Queda, sin embargo, un factor ineludible, que en muchos
casos subyace a los planteamientos favorables a la subsistencia de las
Diputaciones Provinciales. Me refiero al factor emocional, identitario, que no
cabe confundir simplemente con la defensa de las tradiciones o la nostalgia de
las instituciones de otro tiempo. Hay, es verdad, un sentimiento provincialista
–que no provinciano, como supo distinguir ORTEGA y GASSET (8)-,
relativamente extendido entre personas de diferentes ideologías, que hoy en día
recela de los nuevos centralismos autonómicos; un sentimiento sin duda arraigado
sobre todo en provincias y ciudades distintas a la capital autonómica (y entre
quienes han nacido en ellas), que considera, sin excesiva argumentación, y que
sostiene, a veces de manera apasionada, que la Diputación Provincial es también
un dique frente a la primacía de aquéllas –Sevilla, Toledo, Valladolid,
Zaragoza-. Sabemos la importancia que este factor emocional tiene en la
política y más aún en un país como el nuestro. Y por ello no puede dejar de
tenerse en cuenta para arbitrar una solución.
Eliminar las provincial como AA.LL
Lo que ocurre es que el sentimiento provincialista no es
el mismo en todas las Comunidades Autónomas, como ha sucedido desde antaño.
Tampoco las Diputaciones gozan de la misma aceptación ahora, tras casi cuatro
décadas de experiencia constitucional, marcados por una práctica partidocrática
que ha entrado en una crisis aguda. Por ello y en último extremo, lo que cabe
plantear es eliminar la referencia a las provincias como administraciones
locales en el texto de la Constitución, como ya propuso por cierto el Consejo
de Estado en su conocido Informe sobre “Modificaciones de la Constitución
Española” de 2006 (9).
Ello sin perjuicio de que aquellas Comunidades Autónomas que quieran
conservarlas, por tradición o por la extensión de su territorio u otras
razones, puedan hacerlo con sus propios recursos o los de los municipios de la
provincia, de la misma manera que crean y regulan las comarcas o las áreas
metropolitanas, pues ésa debe ser al fin y al cabo su competencia.
La supresión de la provincia como ente local garantizado
por la Constitución, que por cierto y no por casualidad, figura en la reforma
constitucional que va a someterse a referéndum en Italia en diciembre de 2016,
no solo procede, a mi juicio, porque son una fuente innecesaria de gasto
público y de clientelismo político y porque no gozan de aceptación por igual en
todo el territorio nacional. De llevarse a cabo, constituiría un signo, quizá
el primero, de que la reforma de las instituciones y del viejo aparato
político-administrativo es posible, como demandan los tiempos y un número
creciente de ciudadanos.
NOTAS:
(*). El texto recoge la conferencia
pronunciada por el autor en la Universidad de Granada el día 16 de noviembre de
2016, al que se han añadido algunas notas y una pequeña actualización.
(1). En particular, J. Lalinde Abadía,
“El orto de la provincia constitucional en España”, en R. Gómez-Ferrer Morant
(dir.), La provincia en el sistema constitucional, Madrid, Civitas, 1991, p.
508 ss.
(2). La cita corresponde a su obra
Aproximación a la historia de España y la tomo de S. Martín Retortillo,
Descentralización administrativa y organización política, Alfaguara, Madrid,
1973, I, p. 87.
(4). S. Muñoz Machado, Derecho Público
de las Comunidades Autónomas, 2ª ed, Iustel Madrid, 2007, II, p. 245; P.
Escribano Collado, “Provincias y Diputaciones: una polémica sin proyecto
institucional”, en Memorial para la reforma del Estado. Estudios en homenaje al
Prof. Santiago Muñoz Machado, Madrid, CEPC, 2016, II, p. 2003.
(5). Informe de Fiscalización del
Sector Público local, ejercicio de 2014, núm. 1.163, de 30 de junio de 2016.
(6). Véase, de manera ilustrativa, A.
Serrano Pascual, El personal de confianza política de las entidades locales, La
ley-El Consultor, Madrid, 2010. Aunque existe una gran variedad de situaciones,
se refiere en el Anexo V de la obra cómo numerosas Diputaciones Provinciales
contaban en los años 2008 o 2009 con más de cincuenta o sesenta puestos de
personal eventual, por lo general Asesores o Secretarios de los Grupos
Políticos o Diputados. La palma se la llevaba la Diputación Provincial de
Málaga, con 74 puestos de personal eventual en 2008. El mismo número tenía la
Diputación Provincial de Alicante en 2010, según información de El País, de
fecha 14 de junio de 2010.
(7). Sobre ello, por todos, R. Blanco
Valdés, Los partidos políticos, Tecnos, Madrid, 1990, y G. Sartori, Partidos y
sistemas de partidos, 2ª ed., Alianza, Madrid, 2005. Ambos recogen los análisis
clásicos de Michels y Max Weber sobre el particular.
(8). “La redención de las provincias”,
en Obras completas, Alianza, Madrid, XI, 1983, en particular pp. 233 ss.
(9). Informe E 1/2005, de 16 de febrero
de 2006, Parte IV, ap. 5.4: “ sería necesario () introducir una modificación
más profunda que, manteniendo la universalidad de la provincia como forma de
división territorial para el funcionamiento de la Administración General del
Estado, no le atribuyese necesariamente la naturaleza de entidad local con
personalidad y autonomía”.
Miguel Sánchez Morón es Catedrático de Derecho Administrativo en la Universidad de Alcalá
El artículo se publicó en el número 65 de la revista El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho (Iustel, enero 2017)
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