J.L Osuna y otros*. Tribuna El Confidencial.- Es un momento ideal para reabrir el debate sobre la utilidad de
la evaluación, aclarando el papel que deben tener en ella los actores públicos
y privados, y los ciudadanos y ciudadanas
Es necesaria una
profunda reformulación de la evaluación de políticas públicas (EPP) en España.
Es preciso que, de una vez por todas, junto con la transparencia y la
participación ciudadana, se constituya la tercera pieza del 'trípode' que
promueve el buen gobierno y el derecho de los ciudadanos a la buena
administración, reconocido por la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, además de en
diversos estatutos de autonomía, leyes y jurisprudencia. No se trata tan solo
del necesario control de ejecución y legalidad del gasto público, algo que ya
se viene realizando desde hace mucho tiempo, sino de intervenir antes, durante
y después del proceso de las políticas públicas para aumentar su racionalidad y
mejorar su eficacia, eficiencia y sus impactos sociales. Hoy, más que nunca,
necesitamos saber qué se hace con el dinero público y para qué sirve realmente.
Para
quienes defendíamos la necesidad de institucionalizar la EPP en nuestro país,
la creación en 2006 de la Agencia Estatal de Evaluación de la Calidad de los Servicios y de las Políticas Públicas (Aeval) representó el reconocimiento de
una demanda social y la apertura de un nuevo marco para la acción pública. En
efecto, se trataba, por una parte, de cubrir el déficit de 'cultura
evaluadora' en el seno de la Administración, de manera efectiva y operativa,
fomentando la creación de un sistema de evaluación de la acción de los poderes
públicos. Pero, además, se perseguía racionalizar la intervención pública,
conectándola a unos resultados de bienestar social, e informar y abrir cauces a
la participación ciudadana; en última instancia, se buscaba, sobre todo,
contribuir a la mejora de la democracia.
La
creación de la Aeval
Con
todo ello, la creación de la Aeval -más allá de las ilusiones frustradas de
unos y de las dudas razonables de otros- fue, sin duda, el aprovechamiento de
una gran 'ventana de oportunidad', en el marco de una estrategia de 'calidad
democrática', cuyo reconocimiento es merecido. Hacer con rigor una valoración
sobre la evaluación de las políticas públicas supone, así pues, hablar de un
'antes' y un 'después' de la creación de la Aeval; sobre todo porque dotó de
impulso inicial -aunque no tuviera después mucho recorrido- a una necesidad de
la gestión pública moderna: fomentar la 'cultura de la evaluación'.
En
concreto, su creación generó algunos resultados relevantes, como la Conferencia
de la Sociedad Española de EPP de 2009, en Barcelona, con cerca de 400
participantes; la proliferación de unidades en las administraciones que
realizan evaluaciones y/o contratan a evaluadores externos; la exigencia legal
de la evaluación en algunas leyes autonómicas de buena administración y en
algunos estatutos de autonomía, haciendo referencia al desarrollo legal de un
“sistema de evaluación de políticas públicas”, y, en fin, la mejora y
consolidación de las ofertas de formación en la materia. Todo ello son
indicadores claros del modesto, pero importante, cambio que la creación que la
Aeval produjo.
Los
evaluadores no tienen una fórmula mágica para conseguir siempre mejoras de
eficiencia y eficacia; pero sí disponen de técnicas rigurosas que amplían los
resultados de las auditorías 'al uso' o de los tradicionales controles que
vienen ejerciendo los tribunales de Cuentas. La evaluación introduce elementos
de racionalidad y culmina el proceso de planificación y presupuestario. Además
de ello, abre vías a la participación ciudadana, proyecta transparencia a la
gestión pública y aporta elementos clave a la rendición de cuentas de los
poderes públicos, pues les obliga e explicar lo que se hace con los fondos públicos
y los impactos finales conseguidos, para mejorarlos.
Una
actividad sistemática como esta, consistente en valorar la intervención
mediante la aplicación rigurosa de procedimientos propios de las Ciencias
Sociales, está, obviamente, sujeta al método científico; pero también debe
considerar los valores predominantes en la sociedad en que tiene lugar el
ejercicio de la evaluación y las relaciones de fuerza existentes. Es este
último aspecto el que diferencia la evaluación de la investigación académica
pura, y el que hace de la misma una actividad particularmente delicada y
políticamente sensible, pero imprescindible.
Ahora
estamos en un momento oportuno para reabrir el debate sobre la necesidad y
utilidad de la evaluación, aclarando el papel que deben tener en ella los
actores públicos y privados, y los ciudadanos y ciudadanas beneficiarios de las
políticas. La interpretación menos lúcida y dominante de la crisis ha colocado
la reducción del gasto en primer plano y exige la evaluación que se limite a
justificarla; a tal fin, con la 'neutral' cuantificación, se 'bombardea' a la
opinión pública para justificar los recortes de las políticas sociales.
Volvemos
con ello al vetusto paradigma de la evaluación clásica, sustentada en la
biunívoca relación cartesiana 'causa-efecto'. Pero otros pensamos que, de
conformidad con la idea de que los ciudadanos han de ser sujetos activos y no meros
elementos pasivos de la acción pública, la evaluación debe proporcionar
criterios para la estimación de los intereses en juego, cauces para el
establecimiento negociado de prioridades y para la participación en el proceso
decisorio de los grupos afectados, directa o indirectamente, por los programas
de intervención.
La
estricta disciplina en el gasto que exige el criterio de estabilidad en el
'ciclo económico', la coordinación interadministrativa que requiere el complejo
entramado supranacional (Unión Europea) y el no menos complicado entramado
nacional (comunidades autónomas y autonomía local), así como el carácter
riguroso y profesional que debe caracterizar la toma de decisiones públicas,
ponen de manifiesto la necesidad de un acuerdo político razonable que permita
el desarrollo de un sistema de evaluación coherente de objetivos, instrumentos
y medidas, el cual abra vías al control social de las intervenciones públicas
con el rigor que requiere una sociedad moderna.
Conviene
ser rotundos en la negación de la contraposición entre eficiencia, equidad y
derechos, la cual pone la 'carga de la prueba' en las medidas que protegen a
los más desprotegidos, obviando los entramados de poder establecidos, que
aseguran beneficios a unos pocos a costa de la inmensa mayoría. Del nonato
acuerdo PSOE y C's, que explicitaba
"mayor independencia y recursos para la Aeval", hemos pasado al de PP
y C's, que establece “suprimir la Aeval y crear una agencia que evalúe
políticas sociales”. Esto no deja de ser coherente con una estrategia de la
pasada legislatura en la que se dudó entre vincularla a la política de transparencia en la órbita
de la Vicepresidencia o dejarla morir de inanición en el Ministerio de
Hacienda, y se optó conscientemente por lo segundo.
Asfixia de Aeval
Asfixia de Aeval
En
suma, la Aeval, si sigue la inercia existente, parece que se va a convertir en
un organismo a redefinir y un objeto de la 'lucha de poderes corporativos'
entre miembros de diferentes cuerpos de la carrera funcionarial, que tendrá
como fin legitimar los recortes en políticas sociales. Todo ello justificará la
definitiva desaparición de la cultura de la evaluación, tras ya haberla
inducido al coma en años pasados, mediante una combinación casi letal: la
asfixia presupuestaria de la Aeval, unida a su falta de independencia y a sus
indefiniciones orgánico-funcionales, la retirada de competencias -como la de la
evaluación de impacto normativo a partir de 2009-, y la falta de compromiso y
apoyo por parte de quienes con la boca pequeña reclamaban evaluaciones, como el
Ministerio de Economía.
En
el contexto de grave crisis política y económica, con una toma de decisiones a
ritmo vertiginoso incompatible con la reflexión cautelosa y meditada, el resto
de los agentes implicados tampoco hemos estado a la altura. Desde las empresas
de servicios, se observó con preocupación el recorte presupuestario y la
'caída' de la demanda de evaluaciones, sin haber hecho acopio de mejor
formación, metodología y práctica entre su personal más cualificado; por lo que
nos toca, desde la universidad, no se ha afrontado el reto de incorporar,
dentro de las Ciencias Sociales, a la EPP como una rama capaz de cubrir con
suficiencia y rigor titulaciones específicas de posgrado en los renovados y
'masterizados' planes de estudios.
El político deja de creer en su utilidad
porque su tiempo (corto plazo) no es el de la herramienta (largo plazo), y la
reduce a aspectos meramente declarativos; el profesional duda de la
potencialidad estratégica de demandar evaluaciones, y los beneficiarios solo
ven la perversión de su uso como coartada para recortar las políticas sociales.
A las personas implicadas en su defensa solo nos queda continuar reivindicando
la utilidad y funciones de la evaluación de todas las políticas públicas como
camino para instalar la 'cultura' de su práctica en nuestro sector público, al
margen de quien coyunturalmente pueda mandar.
¿Cuánto
dinero público nos habríamos ahorrado si se hubieran evaluado adecuadamente
cientos de programas que luego se ha visto que solo servían para engañar al
votante? Para ello, será necesario que se genere una amplio consenso, al que no
deben ser ajenos los agentes económico-sociales y los partidos políticos, sobre
la necesidad de evaluar las políticas públicas y de revitalizar la Aeval como
organismo central de este proceso. Con ese objetivo, una Aeval remozada,
rescatando su primigenia misión y visión, reforzando su independencia y su capacidad
de decidir qué evaluar y cómo, mejorando su financiación y su sistema de
rendición de cuentas, sería mejor que cualquier construcción apresurada sobre
sus ruinas que nos pueda descubrir, otra vez, mediterráneos y nos devuelva al
síndrome de Penélope, habitual entre nosotros, destejiendo y desaprovechando la
experiencia ya acumulada.
*José
L. Osuna es director de la cátedra Carlos Román de Evaluación de Políticas
Públicas en la Universidad de Sevilla.
*Juli
Ponce es catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de Barcelona y
director del instituto de investigación TransJus.
*Manuel
Villoria es catedrático de Ciencia Política y de la Administración de la
Universidad Rey Juan Carlos.
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