"El sistema democrático español formalmente es una democracia. Otra cosa es su funcionamiento real y su estado actual tras un largo período de deterioro y posterior hundimiento institucional"
“Las democracias que han
durado son aquellas que han logrado mantener un número suficiente de
instituciones fuera del sistema de competición” (Raymond Aron, Introducción
a la filosofía política. Democracia y revolución, Página Indómita, 2015, p.
112)
“El poder del político
para designar al personal de los organismos públicos, si se emplea de manera
implacable, bastará a menudo por sí mismo para corromper dicha función
supervisora” (Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia, vol. II,
Página indómita, 2015, p. 105)
Rafael Jiménez Asensio. Blog La Mirada Institucional. - Tras casi un año de
paupérrimo “debate” político y sin formar gobierno, llega el momento de
afrontar el proceso de construcción de un Ejecutivo que, salvo sorpresas, será
fuertemente inestable. Los partidos, “viejos” y “nuevos”, no se han puesto de
acuerdo en nada. No hay señales de que esto mejore. La única expectativa
razonable es que nadie quiere volver a las urnas, a menos a corto plazo.
Se trata ahora, en efecto,
de formar gobierno y después gobernar o, al menos, intentarlo. Sin una mayoría
parlamentaria estable esa tarea de gobernar será –en palabras de Schumpeter-
como hacerlo sobre una pirámide de bolas de billar.
Si la gobernación se
plantea en tales términos de precariedad, la pregunta siguiente es bien obvia:
¿puede haber consenso para reformas institucionales donde no lo hay para
gobernar la cotidianeidad? Aunque pueda resultar llamativo, nada debería
impedirlo. Como sobre la letra pequeña nadie se pondrá de acuerdo, tal vez sea
el momento de intentarlo con la grande. Pactos se han hecho en este país,
aunque ello forme parte ya (casi) de la prehistoria política.
Hay mucha presión
mediática y académica (no tanto ciudadana) por reformar la Constitución. Algún
partido la promueve como solución taumatúrgica a todos los problemas. No seré
quien me oponga a ello. Ahora bien, dudo que se alcancen los consensos
requeridos y que tales decisiones reciban, siempre y en todo caso, el aval
generalizado de las urnas en todo el territorio tras el inevitable referéndum.
El demos está muy roto. Dudo también de los efectos taumatúrgicos que
tal reforma tenga sobre los problemas sustantivos (aquellos que han echado
raíces profundas) que anidan en el sistema político-institucional español. Al
menos, efectos inmediatos no tendrán ninguno. Que nadie los espere. Ni hoy ni
dentro de tres años. Un sistema democrático, como también recordara Aron, “es
de manera general un sistema lento; es decir, que no cambia las cosas de la
noche a la mañana”.
El sistema democrático
español formalmente es una democracia. Otra cosa es su funcionamiento real y su
estado actual tras un largo período de deterioro y posterior hundimiento
institucional. Una de las fortalezas de los sistemas democráticos es, sin duda,
la competencia política. Pero hay determinadas instituciones que deben
preservarse siempre de esa competencia con el fin de salvaguardar su
funcionamiento imparcial y objetivo.
Administración “impersonal”
Sin duda una de ellas es
el Poder Judicial. Otra es el Tribunal Constitucional. Pero asimismo cabe citar
a la Administración Pública o a las denominadas (formalmente) “autoridades o
administraciones independientes”. Hace ya más de sesenta años, tanto Schumpeter
como Raymond Aron hacían hincapié en esa necesidad de aislar a tales
instituciones de las “brutales” garras de la política partidista. En 2010,
Rosanvallon defendía la imparcialidad de esas mismas instituciones como esencia
de la legitimidad democrática. Recientemente lo ha hecho Fukuyama, al
reivindicar la Administración “impersonal” (alejada del clientelismo político)
como presupuesto del Estado Constitucional.
Pues bien, si algo adolece
este país llamado España es de un fuerte clientelismo político y de una captura
descarada o disimulada de aquellas instituciones que deberían estar al abrigo
de las pasiones políticas y garantizar el control efectivo del poder (que en
estos momentos es el control básicamente del Ejecutivo, aunque no se deban
obviar la importancia del control del Legislativo y el siempre olvidado control
al Poder Judicial; que también debe existir por mucho que se empeñen en
sortearlo).
La necesidad imperiosa de
ponerse de acuerdo todos y cada uno de los partidos políticos que actúan en la
escena pública sobre una serie de temas es algo que ya no se puede aplazar por
más tiempo si no se quiere erosionar más todavía la devaluada confianza de la
ciudadanía en sus instituciones. Los ámbitos están perfectamente identificados
y se proyectan, por lo que ahora importa, sobre la “despolitización” de las
instituciones que se citan y, en particular, de los siguientes procedimientos:
-Nombramientos de
magistrados y letrados del Tribunal Constitucional;
-Nombramientos de vocales
del órgano de gobierno del Poder Judicial y de la política de nombramientos que
este efectúa en todos los campos (judiciales y gubernativos).
-Nombramientos en la alta
Administración Pública y de los niveles de dirección pública de la organización
matriz y del sector público, de acuerdo con criterios de competencia
profesional acreditada por órganos independientes.
-Profesionalización de la
función pública, de los sistemas de acceso y provisión, de la carrera
profesional y de la designación por mérito (y no por afinidades) del personal
interino o laboral temporal del sector público e incluso del personal eventual
(exigiendo para su nombramiento mínimas garantías de formación y experiencia).
-Nombramiento de los
miembros de los organismos reguladores y de las entidades o instituciones de
garantía existentes en el Estado o en las Comunidades Autónomas, así como de su
personal directivo y resto de empleados, todos ellos bajo criterios de
profesionalidad e independencia.
No hay atajos. El
funcionamiento cotidiano de las instituciones públicas españolas muestra
fehacientemente que este es un país “donde los métodos democráticos son
importados”, lo que conduce a una falsa democracia o a una democracia corrupta.
La democracia no es solo votar cuantas veces se quiera (en eso somos
paladines), sino sobre todo garantizar un correcto funcionamiento del sistema
institucional. Más aún del sistema de controles del poder. Sin control efectivo
del poder no hay democracia.
En estos tiempos de
desorientación, conviene volver la vista atrás. Como bien señalara Schumpeter
en 1947, “la democracia no exige que todas las funciones del Estado estén
sometidas a su método político”. Y, por su parte, Raymond Aron reconocía en
1952 algo muy cierto: los medios a través de los cuales se reducen los riesgos
de corrupción política son, entre otros, “una administración no politizada,
instituciones sustraídas al espíritu de partido, (y) una prensa que no sea sistemáticamente
partidista”.
Lecciones extraídas tras
el serio desgaste institucional producido en Europa después del período de
Entreguerras. Desgraciadamente, por lo que a nosotros concierne, somos poco
dados a reflexionar objetivamente sobre nuestros males y, sin embargo, si lo
hiciéramos nos daríamos cuenta que nos faltan las tres premisas enunciadas.
Fallamos en todo. Por aquí debería empezar la reforma institucional, si
realmente alguien se la toma en serio.
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